23 de marzo de 2012

Un retrato de Watteau


Rubén Darío

Estáis en los misterios de un tocador. Estáis viendo ese brazo de ninfa, esas manos diminutas que empolvan el haz de rizos rubios de la cabellera espléndida. La araña de luces opacasderra mía la languidez de su girándula por todo el recinto. Y he ahí que al volverse ese rostro, soñamos en los buenos tiempos pasados. Una marquesa contemporánea de madama de Maintenán, solitaria en su gabinete, da las últimas manos a su tocado.

Todo está correcto: los cabellos, que tienen todo el Oriente en sus hebras, empolvados y crespos; el cuello del corpiño, ancho y en forma de corazón hasta dejar ver el principio del seno firme y pulido; las mangas abiertas, que muestran blancuras incitantes; el talle ceñido que se balancea, y el rico faldellín de largos vuelos, el pie pequeño en el zapato de tacones rojos.

Mirad las pupilas azules y húmedas, la boca de dibujo maravilloso, con una sonrisa enigmática de esfinge, quizá un recuerdo del amor galante, del madrigal recitado junto al tapiz de figuras pastoriles o mitológicas, o del beso a furto, tras la estatua de algún silvano, en la penumbra.

Vese la dama de pies a cabeza, entre dos grandes espejos; calcula el efecto de la mirada, del andar, de la sonrisa, del vello casi impalpable que agitará el viento de la danza en su nuca fragante y sonrosada. Y piensa y suspira; y flota aquel suspiro en ese aire impregnado de aroma femenino que hay en un tocador de mujer.

Entretanto, la contempla con sus ojos de mármol una Diana que se alza irresistible y desnuda sobre su plinto; y le ríe con audacia un sátiro de bronce que sostiene entre los pámpanos de su cabeza un candelabro; y en el ansa de un jarrón de Rouen lleno de agua perfumada, le tiende los brazos y los pechos una sirena con la cola corva y brillante de escamas argentinas, mientras en el plafón en forma de óvalo, va por el fondo inmenso y azulado, sobre el lomo de toro robusto y divino, la bella Europa, entre los delfines áureos y tritones corpulentos, que sobre el vasto ruido de las ondas hacen vibrar el ronco estrépito de sus resonantes caracoles.

La hermosa está satisfecha; ya pone perlas en la garganta y calza las manos en seda; ya rápida se dirige a la puerta donde el carruaje espera y el tronco piafa. Y hela ahí, vanidosa y gentil, a esa aristocrática santiaguesa, que se dirige a un baile de fantasía de manera que el gran Watteau le dedicaría sus pinceles.

Al carbón


Rubén Darío

Vibraba el órgano con sus voces trémulas, vibraba acompañando la antífona, llenando la nave con su armonía gloriosa. Los cirios ardían goteando sus lágrimas de cera entré la nube de incienso que inundaba los ámbitos del templo con su aroma sagrado; y allí en el altar, el sacerdote, todo resplandeciente de oro, alzaba la custodia cubierta de pedrería, bendiciendo a la muchedumbre arrodillada.

De pronto, volví la vista cerca de mí, al lado de un ángulo, de sombra. Había una mujer que oraba. Vestida de negro, envuelta en un manto, su rostro se destacaba severo, sublime, teniendo por fondo la vaga oscuridad de un confesonario. Era una bella faz de ángel, con la plegaria en los ojos y en los labios. Había en su frente una palidez de flor de lis, y en la negrura de su manto resaltaban juntas, pequeñas, las manos blancas y adorables. Las luces se iban extinguiendo, y a cada momento aumentaba lo oscuro del fondo, y entonces, por un ofuscamiento, me parecía ver aquella faz iluminarse con una luz blanca misteriosa, como la que debe de haber en la región de los coros prosternados y de los querubines ardientes; luz alba, polvo de nieve, claridad celeste, onda santa que baña los ramos de lirio de los bienaventurados.

Y aquel pálido rostro de virgen, envuelta ella en el manto y en la noche, en aquel rincón de sombra, habría sido un tema admirable para un estudio al carbón.

Paisaje


(Rubén Darío)

Hay allá, en las orillas de la laguna de la Quinta, un sauce melancólico que moja de continuo su cabellera verde en el agua, que refleja el cielo y los ramajes como si tuviese en su fondo un país encantado.

Al viejo sauce llegan aparejados los pájaros y los amantes. Allí es donde escuché una tarde -cuando del sol quedaba apenas en el cielo un tinte violeta que se esfumaba por las ondas, y sobre el gran Andes nevado un decreciente color de rosa, que era como tímida caricia de la luz enamorada-, un rumor de besos cerca del tronco agobiado y un aleteo en la cumbre.

Estaban los dos, la amada y el amado, en un banco rústico, bajo el toldo del sauce. Al frente se extendía la laguna tranquila, con su puente enarcado y los árboles temblorosos de la ribera; y más allá se alzaba, entre el verdor de las hojas, la fachada del palacio de la Exposición, con sus cóndores de bronce en actitud de volar.

La dama era hermosa; él, un gentil muchacho, que le acariciaba con los dedos y los labios los cabellos negros y las manos gráciles de ninfa.

Y sobre las dos almas ardientes y sobre los dos cuerpos juntos, cuchicheaban, en lengua rítmica y alada, las aves. Y arriba el cielo, con su inmensidad y con su fiesta de nubes, plumas de oro, alas de fuego, vellones de púrpura, fondos azules flordelisados de ópalo, derramaba la magnificencia de su pompa, la soberanía de su grandeza augusta.

Bajo las aguas se agitaban, como en un remolino de sangre viva, los peces veloces de aletas doradas.

Al resplandor crepuscular, todo el paisaje se vela como envuelto en una polvareda de sol tamizado, y eran el alma del cuadro aquellos dos amantes: él, moreno, gallardo, vigoroso, con una barba fina y sedosa, de esas que gustan de tocar las mujeres; ella, rubia -¡un verso de Goethe!-, vestida con un traje gris lustroso, y en el pecho una rosa fresca, como su boca roja que pedía el beso.

13 de marzo de 2012

Las tres reinas magas


Rubén Darío

–Señor– dije al fraile de las barbas blancas-; vos que sabéis tantas cosas, decidme si en algún viejo libro, o en algún empolvado centón, habéis algo que se refiera a las mujeres de los tres Reyes Magos que fueron a adorar a Nuestro Señor Jesucristo cuando estaba, sonrosado y risueño niño, en el pesebre de Belén. Porque, de seguro, Gaspar, Melchor y Baltasar deben de haber tenido sendas esposas. 

En verdad me contestó el reliogoso no he visto nunca, en venerable biblioteca o vetusto archivo, nada que se refiera al objeto de tu pregunta. Es casi seguro que hayan tenido, no solamente una esposa, sino muchas esposas, pues eran paganos, o idólatras, o adoradores de dioses que, como representaciones del Maligno, aprobaban la poligamía. Mas nada sé sobre el particular, y no he leído jamás texto que con tal asunto tenga relación. 

Consulté a otros sabios y estudiosos y me convencí de que nada podría averiguar al respecto. Mas vi que iba por el camino de la Vida –muy al principio un joven de larga cabellera y ojos en que se reflejaba el misterio del cielo y de la tierra –un poeta, y recordé que los poetas suelen saber más cosas que los sabios. 

Abandona me dijo el creador de armoniosos sueñosel cuidado de esas vagas erudiciones y escucha el cuento de otras tres Reinas Magas, que han de estar, por cierto, más cerca de tu corazón. 

Mi alma se llama Crista. En un pesebre nació para ser coronada reina de martirio. Ella es hija de una virgen y un obrero, y la noche de su nacimiento danzaron y cantaron alrededor del pesebre cien pastores y pastoras. Una estrella apareció sobre el techo del pesebre de mi alma; y, a la luz de esa estrella, llegaron a visitar a la recién nacida tres Reinas Magas. 

Venían de países muy lejanos. La primera sobre una asna blanca, toda caparazonada de plata y perlas. La segunda sobre un unicornio. La tercera sobre un pavo real. 

La recién nacida recibió sus homenajes. La primera le ofreció incienso. La segunda oro, la tercera mirra. 

Hablaron las tres:

Yo soy la reina de Jerusalén.

Yo soy la reina de Ecbatana.

Yo soy la reina de Amatune.

Reina de martirio, pues has de padecer mañana la cruel crucifixión, he aquí el incienso. 

Reina de martirio, pues has de padecer mañana la cruel coronación, he aquí el oro. 

- Rena de martirio, pues has de padecer mañana la transfixión, he aquí la mirra. 

Y el alma infanta contestó con una voz suave:

¡Yo te saludo, reina de la Pureza!

¡Yo te saludo, reina de la Gloria!

¡Yo te saludo, reina del Amor!

Vosotras tres me traéis los más inapreciables regalos, de manera que entreveo, para mientras llega la hora de la fatalidad, tres paraísos que escoger. 

En el primero, forma la nube aromada y sacra del incienso un inmenso dombo, a través del cual se vislumbra el amor de los astros y las sonrisas arcangélicas. Allí imperan las Virtudes, ceñidas las blancas frentes de una luz paradisíaca. Los Tronos y las Dominaciones hacen percibir el brillo de sus incomparables magnificencias. Un místico son de salterios dice la paz poderosa del Padre, la sacrosanta magia del Hijo y el misterio sublime del Espíritu. Los lirios de divina nieve son las flores que en hechiceras vías lácteas cultivan y recogen las Vírgenes y los Bienaventurados. 

En el segundo, el Oro forma un maravilloso palacio constelado de diamantes de triunfo; arcadas vastas se desenvuelven en una polvareda de sol. Allí pasan los grandes, los fuertes, ceñidas las cabezas de laureles de oro. 

Allí crecen los antiguos laureles, y de las gigantescas columnas cuelgan coronas de roble y de laurel. Los más que hombres se complacen en visiones augustas sobre horizontes inmensos. Revuelan familiares las águilas. Y sobre los pavimentos de incomparables pórfidos y ágatas, se desperezan en una imperial calma de leones. Suena de tanto en tanto un trueno de trompetas, y el viento sonoro hace ondear ilustres oriflamas y banderas de púrpura. 

En el tercero, la mirra perfuma un suave ambiente en la más preciosa de las islas floridas. Es bajo un cielo azul y luminoso que baña de oro dulce glorietas encantadas y mágicos kioscos. Las rosas imperan en los jardines custodiadas de pabones, y los cisnes enlos estanques especulares y en las fuentes. Si oís una música lejana, es de flautas, liras y citarras, en lo secreto de los boscajes, de donde brotan también ruidos de besos, y aves y risas. 

Es el imperio de la mujer; es el país en donde la prodigiosa carne femenina, al mostrarse en su pagana y natural desnudez, tiñe de rosa los enternecedores crepúsculos. Pasan bajo el palio celeste bandadas de tórtolas, y tras las arboledas vence cruzar formas blancas perseguidas por seres velludos de pies hendidos. 

Pues has de sufrir, pues estás condenada inexorablemente, reina de martirio –dijo la reina de Jerusalén, ¿no es cierto que en el momento de tu ascensión preferirás el celeste paraíso del incienso?

Y el alma:

¡Ay!, en verdad que la parte más pura de mi ser tiende a tan mística mansión. Existe un diamante que se llama Fe, una perla que se llama Esperanza y un encendido rubí de amor que se llama Caridad. Tiemblo delante de la omnipotencia del Padre, me atrae la excelsitud del Hijo y me enciende la llama del Espíritu; mas...

Ya sé –interrumpió la reina de Ecbatana; por cierto que en el instante de tu ascensión preferirás el paraíso del oro...

Y el alma:

¡Ay! en verdad que me domina el deseo de la riqueza, del dominante porvenir, de la fuerza. Nada hay más bello que imperar, y los mantos purpúreos, o de armiño, y los cetros y la supremacía, son absolutamente atrayentes. Os juro que el grande Alejandro me hace pensar en Júpiter y que el son soberano de las tropas pone un heroico temblor en una parte de mi ser, pero...

La reina de Jerusalén suspiraba. La reina de Ecbatana sonreía. La reina de Amatunte dijo:

Crueles penas has de padecer; tu crucifixión será dolorosa y terrible; sufrirás las espinsas, la hiel y el vinagre...

Y el alma infanta interrumpió a la reina: 

–¡Yo seré contigo, Señora, en el paraíso de la mirra!..