23 de diciembre de 2015

Tokio Express


Al caer la tarde, Sandra caminó hasta la orilla, recogió una pieza de lego en forma de salvavidas, la guardó en su sostén y regresó. Cuando las amigas desde el vaivén de sus hamacas le preguntaron sobre lo encontrado, no respondió.

La playa estaba tranquila, ellas eran parte un conjunto armónico del tipo revista de turismo. Todas tuvieron ganas de contar sus propias historias. Pero cada una pensó que es mejor archivar los secretos, sin lástima de nadie, ni siquiera de sus mejores amigas. Ninguna sospechaba que el salvavidas de plástico guardaba sus propios secretos, desde hacía diez años cuando cayó al mar junto a otras cinco millones de piezas, a causa de una ola gigante que sacudió al carguero Tokio Express, frente a las costas inglesas.

Del libro "Esta palabra es nuestra". ANIDE, Managua 2015.-

17 de diciembre de 2015

La colina 155


Sergio Ramírez Mercado

A Henry Ruiz (Modesto)

La falta de la tapa del manjol puede ser causa de graves accidentes para los conductores de vehículos inadvertidos, y peor, para los peatones, sobre todo si se aventuran de noche por el medio de la calle. Esta clase de accidentes se ha multiplicado en los últimos tiempos debido al alza exagerada en los mercados internacionales del precio de los metales que se usan para fabricar las tapas, hierro, cobre, bronce, lo que las hace objeto de constantes robos.

El precio del cobre, por ejemplo, se ha triplicado en cinco años y ha alcanzado dieciséis mil dólares por tonelada, mientras que el valor del plomo ha llegado a un récord histórico de cuatro mil dólares por tonelada, precio similar al del bronce. La causa principal es el consumo voraz de esos metales por parte de países como China o la India.

Este fenómeno alienta a los talleres de fundición en Managua a comprar de manera inescrupulosa piezas y artículos metálicos que son producto del robo, entre ellas las tapas de los manjoles, cables del tendido eléctrico y telefónico, y medidores del servicio de agua potable. No se salvan los objetos sagrados de las iglesias, ni las verjas y adornos funerarios de los cementerios, ni tampoco los prohombres ilustres, como ocurrió en Managua con el busto de bronce del general Bernardo O’Higgins, recuperado por la policía una madrugada de manos de una cuadrilla de ladrones a quienes dieron persecución después que lo habían separado de su pedestal en la avenida de los Próceres de América, y lo transportaban en una carretilla de mano con la intención de venderlo a una chatarrería para ser fundido.

(Otro metal que goza de alta demanda es el aluminio, pues dada su ligereza de peso, su flexibilidad y resistencia, ya se sabe que es útil en la fabricación de envases desechables, sobre todo latas de bebidas, y permite el reciclaje. Quienes se dedican a recogerlos lo hacen sin exponerse a cometer acciones delictivas, pues generalmente se los encuentra en los tachos domésticos de basura y en los de restaurantes, hoteles, discotecas y cantinas.)

Había escrito lo anterior buscando la manera de dar inicio a esta historia, pero me está alejando del tema, y es lo primero que recomiendo a mis alumnos en los talleres literarios: una vez que se ha hecho la escogencia del asunto central en un cuento, no alejarse nunca de él y enfrentarlo sin rodeos. Al toro siempre por los cuernos.

Pero aún así, el asunto de los manjoles y las latas me da dos posibilidades de abrir la narración, que vamos a llamar A y B:

En la posibilidad A, un hombre de unos cincuenta años, que calza unas viejas botas militares, camina la mañana de un miércoles, a eso de las ocho, a la par de su hijo, por una de las calles sombreadas de los Altos de Santo Domingo, en el área residencial del sur de Managua, empujando un carretón. El hijo tiene unos doce años. El oficio del hombre es esculcar en los tachos de basura, con la ayuda del niño, en busca de latas desechadas de cerveza y bebidas gaseosas. Nada más le interesa. Es miércoles porque ese día pasa por el sector el camión recolector de la Alcaldía Municipal, y los tachos son sacados a las aceras desde temprano. Hacen el trabajo de la manera más callada posible para no poner en advertencia a las empleadas domésticas a quienes no les gusta para nada que revuelvan la basura que luego queda derramada sobre la acera.

Pero da la casualidad de que esa mañana, en el portón de servicio de una de las residencias, una empleada de uniforme celeste y delantal blanco está recibiendo de un mensajero montado en su motocicleta la factura de cobro de la luz eléctrica, y ve venir al hombre y al niño. La empleada es joven y agraciada, y su pelo negro luce húmedo porque acaba de bañarse. Ya los conoce, se ha peleado algunas veces con el hombre debido al reguero de basura, por lo que él intenta pasar de largo con el carretón, pero ya cuando el mensajero acelera y se pierde a la vuelta de la esquina, ella lo llama y le dice que adentro hay montones de latas, y se las ofrece.

Podríamos anotarlo como un rasgo repentino de generosidad, pero lo cierto es que la noche anterior ha habido allí una fiesta de cumpleaños con abundantes invitados. Es un excelente trato. Ella se libera de una carga porque le tocaría recoger las latas, meterlas en sacos de plástico negro y sacarlas a la vereda. Él recibe a cambio un tesoro, el equivalente de toda una mañana de búsqueda bajo el sol, adelantándose al paso del camión, que lo llevaría fuera de los linderos de los Altos, hacia Lomas de Santo Domingo y el Mirador.

Es por esa razón que el hombre y su hijo, precedidos por la empleada, entran aún un tanto temerosos a la residencia por la puerta de servicio, y siguiendo una vereda de piedra cantera que se abre en medio de la grama rasurada, bordean una piscina de aguas turquesa a resguardo de una alameda de cocoteros enanos cargados de frutos, para llegar hasta el rincón donde la noche anterior estuvo instalado el bar, la larga mesa de patas metálicas plegables ahora desnuda del mantel aún allí, y al lado de la mesa unas javas de vasos de alquiler y dos grandes recipientes de zinc que sirvieron para enfriar las latas de bebidas. El hielo ya se ha disuelto por completo en los recipientes, y en el agua nadan algunas latas que no llegaron a ser abiertas. Junto a un muro coronado por una frondosa mata de buganvilia, está el túmulo de latas vacías que los meseros fueron tirando de manera indolente, algunas de ellas estrujadas.

La mujer desaparece por un momento, y regresa con un atado de bolsas plásticas negras de las gigantes, que ellos de inmediato despliegan y comienzan a llenar. También hay botellas. Botellas de whisky, vodka, ron, tequila, pero ya se ha explicado que al hombre sólo le interesan los envases de aluminio, y por tanto las deja de lado, a pesar de las instancias de la empleada de celeste para que disponga también de las botellas. En total llegan a llenar cinco bolsas. En el primer viaje el padre alcanza a cargar dos, el niño una.

Cerca de la piscina de aguas turquesas hay un pabellón abierto al que en determinado momento la vereda, que hace una curva, se acerca en su recorrido. El piso es de ladrillos de barro barnizados que brillan a la luz encandilada de la mañana, y hay una hamaca de manila colgada de dos argollas empotradas a los pilares, y una mesa de fierro con sobre de vidrio rodeada de unos sillones también de fierro, forjados en arabescos.

La empleada, que va siempre adelante, abriendo el paso a los dos que cargan el primer viaje de bolsas, es la primera que se sorprende al ver en el pabellón al dueño de casa, en pijama, sentado en la silla de ruedas, con el periódico en el regazo. Ya estaba allí desde antes seguramente, sin que ninguno de los tres lo notara, cuando pasaron en busca de las latas. La fiesta de su cumpleaños terminó tarde, cerca de las cuatro de la madrugada, y ella lo hacía dormido. Detrás de la silla de ruedas está una enfermera, impecablemente vestida de blanco almidonado, asida a los manubrios.

El hombre que carga las dos bolsas de plástico negro ha descubierto también al ocupante de la silla de ruedas, y un impulso natural lo hace detenerse, lo que hace que también se detenga, a su vez, el niño que sigue sus pasos. Y los ojos del hombre no se entretienen en su cara, sino en que le falta una pierna, mutilada a la altura de la rodilla. La pernera del pijama se halla cuidadosamente doblada en ese punto, y sujeta por una gacilla.

El inválido lo mira primero fijamente, escrutándolo de manera un tanto socarrona. Después le sonríe, con cara de alegre sorpresa. Le ralea el pelo que tira a rojizo por la tintura con que lo tiñe, y la piel se le afloja en dos bolsas fláccidas bajo los ojos. Su color es malo, el color de los enfermos crónicos de diabetes mellitus. Huele de lejos al olor dulzón y triste de azahares del agua de colonia Tres Coronas con que friccionan a los caballeros viejos y enfermos cuando han acabado de bañarlos y los devuelven a sus camas plegables o los sientan en sus sillas de ruedas. El hombre se queda mudo y deposita las bolsas en la grama, como si hubiera sido sorprendido robando. Mientras tanto el niño, su hijo, a sus espaldas, conserva la suya siempre colgada del hombro.

En la posibilidad B, el barrio residencial es el mismo de los Altos de Santo Domingo, pero en horas de la madrugada, un poco antes de que comience a aparecer el sol. La calle también es la misma. Por en medio, porque no hay a esas horas ningún tráfico de vehículos, un carretón tirado por un caballo canoso y escuálido avanza desbocado. En el pescante, tajona en mano, un hombre de unos cincuenta años calzado con unas viejas botas militares lo apura a correr más allá de lo que dan sus pobres fuerzas, mientras a su lado un niño de unos doce años se agarra con miedo de la pretina del pantalón del padre, porque se trata de padre e hijo. Detrás viene dándoles persecución una radiopatrulla de la policía, y el agente que viaja al lado del conductor ya ha hecho dos disparos de prevención al aire. La sirena, que emite un ladrido agresivo de manera intermitente, no deja de sonar.

El caballo, agotado, se derrumba sobre sus patas delanteras, el eje del carretón se quiebra, y la caja, que queda suelta atrás, se volantinea contra la cuneta derramando su contenido oculto debajo de una lona, mientras tanto los ocupantes del carretón, repuestos de la caída, emprenden la carrera calle arriba, perseguidos por dos de los agentes de la radio-patrulla que ha frenado bruscamente, armados de fusiles AK. Otros dos agentes examinan el botín desparramado en la calle. Se trata de tapas de manjoles que al amparo de la noche padre e hijo han venido quitando de las alcantarillas, unos siete en total. Algunas han rodado al caer, como grandes monedas que luego se derrumban pesadamente.

Corren. El hombre de cincuenta años es flaco y ágil, entrenado en su juventud para huir de emboscadas, reptar entre matorrales bajo fuego enemigo, traspasar alambradas, atravesar corrientes con el fusil en alto, y a su hijo, los doce años le ponen alas en los pies. Los policías, en cambio, están fuera de forma. A uno de ellos le pesa la barriga tanto como los años, y el otro es un policía de escritorio, que debe hacer suplencias en las rondas nocturnas. Así que les llevan ventaja, y tras unos trescientos metros de carrera abierta, el padre, que va adelante, toma la iniciativa de saltar para alcanzar el muro de una residencia, el que le parece menos alto, a pesar de que se halla coronado con una serpentina de alambre de púas de acero, filosas y amenazantes, y lo mismo hace el hijo.

Caen al otro lado sobre un mullido colchón de grama mojada por el rocío de la madrugada, las manos, los brazos y las piernas desgarradas por el filo de las púas, y avanzan en cuatro patas hasta alcanzar una vereda de piedra cantera que se abre en medio de la grama rasurada. Frente a ellos hay una alameda de cocoteros enanos cargados de frutos, y detrás de la alameda una piscina de aguas que duplican el gris del cielo, que es también el gris de todas las cosas que van apareciendo, volviéndose reales, como la copia de un negativo que chorrea agua colgado de una cuerda en el cuarto oscuro.

A contra mano de la piscina, donde termina el colchón de grama húmeda, hay un pabellón en sombras al que en determinado momento la vereda, que hace una curva, se acerca en su recorrido. Una hamaca de manila cuelga de dos argollas empotradas a los pilares, y en el piso de ladrillos de barro descansa una mesa de fierro con sobre de vidrio rodeada de unos sillones también de fierro, forjados en arabescos. Exactamente en el mismo lugar está el inválido en su silla de ruedas, una sombra entre las sombras, con el mismo pijama, la pernera doblada a la altura del muñón de la rodilla, prensada con una gacilla. Siempre madruga. Después de las cinco de la mañana le es difícil conciliar el sueño. Detrás de la silla la enfermera vestida impecablemente de blanco almidonado se mantiene asida a los manubrios.

La luz estalla de pronto, violenta, encendiéndolo todo, como si el amanecer fuera una explosión de magnesio. En el mismo instante empieza a hacer calor, un calor pegajoso, y el inválido mira al hombre en cuatro pies, cubierto de heridas, primero fijamente, escrutándolo de manera un tanto socarrona. Después le sonríe, con cara de alegre sorpresa. El hombre se queda mudo, mientras tanto el niño, a sus espaldas, es el primero en incorporarse y se agarra el hombro donde la sangre mancha la camisa desgarrada. Detrás de ellos, tres guardaespaldas fornidos que han salido de la nada, las guayaberas demasiado cortas, los apuntan con sus escopetas recortadas.

El hombre se incorpora también, temeroso, y se acerca al hijo como si quisiera darle protección, o recibirla de él, mientras tanto afuera alborotan los policías haciendo sonar repetidamente el timbre. Los ladridos de la sirena de la radiopatrulla, estacionada frente a la puerta de servicio por donde se saca la basura, suenan con insistencia. La muchacha de uniforme celeste y delantal blanco, la misma que quería deshacerse del exceso de latas de la fiesta de cumpleaños, el pelo negro húmedo, ha ido a la puerta y conversa con los policías a través de la cancela. Después se acerca al inválido, se coloca respetuosa frente a él, y antes de que pueda pronunciar una palabra, recibe la orden de notificar a los policías que de ninguna manera pueden penetrar en la residencia sin orden judicial. Y punto. Es lo que dice cuando termina de transmitir sus instrucciones: y punto.

Pero además, con un gesto imperioso de la mano, ordena a los vigilantes que se retiren, y es hasta entonces que el hombre y su hijo se voltean y descubren a aquellos tres que los estaban apuntando tan de cerca, y que de mala gana retroceden hasta el fondo del jardín, cerca del garaje donde hay estacionados un todo terreno Mercedes Benz 240 gd plateado, una Suburban negra que parece una carroza funeraria, y un Lexus LS 600L gris, y desde allí siguen poniendo ojo, desconfiados, a lo que acontece.

Las voces de los policías se apagan afuera, se oyen los portazos cuando suben a la radiopatrulla, la sirena ladra un par de veces más, y luego se alejan. Entonces el inválido alza el rostro hacia la enfermera, le dice algo en voz baja, y ella desaparece para regresar con un botiquín de primeros auxilios que deposita en el sobre de vidrio de la mesa de fierro. Las heridas son casi todas superficiales, las desinfecta con tintura de mercurio cromo, y en algunas aplica apósitos de gasa que asegura con vendajes elásticos. Mientras tanto la empleada de celeste ha recibido instrucciones de ir a la cocina y ordenar a la cocinera que prepare un buen desayuno para los huéspedes. El inválido ha dicho eso mismo: un buen desayuno. Y ha dicho huéspedes.

Ahora las alternativas A y B se juntan y la historia ha de correr por un mismo cauce. El hombre que recoge latas vacías con su hijo, o que roba manjoles, perseguido una madrugada de tantas por la policía, sabe, o supo, huir de emboscadas, reptar entre matorrales bajo fuego enemigo, traspasar alambradas, atravesar corrientes con el fusil en alto. Para los fines de esta historia, son la misma persona.

El inválido es también en ambos casos la misma persona. Ahora está enfermo de diabetes mellitus, le han amputado una pierna, tiene mal color y sus carnes se han aflojado, pero en su juventud, igual que el hombre que ahora termina de ser curado de sus heridas, supo huir de emboscadas, reptar entre matorrales bajo fuego enemigo, traspasar alambradas, y atravesar corrientes con el fusil en alto.

Lleva ya tres años en la silla de ruedas y la amputación se debió a una gangrena. Sus célebres fiestas de cumpleaños, sin embargo, con doscientos o más invitados, grandes juergas que duran hasta el amanecer, se siguen celebrando en su residencia, aunque lo que él tome ahora sea Coca Cola dietética mientras la parranda amenizada con dos orquestas que se turnan, la última vez la Sonora Dinamita traída desde Monterrey, y los Tigres del Norte desde Los Ángeles, discurre alrededor de su silla de ruedas, asentada en el pabellón, hasta donde los invitados se acercan a rodearlo en turnos bulliciosos.

La última, la más rumbosa de todas, tuvo lugar algunas semanas atrás y fue para celebrar sus cincuenta años, con lo que se ve que no siendo tan viejo como parece es la enfermedad la que lo arruina. Hasta el comandante, que nunca va a fiestas, se hizo presente por una escasa media. El inválido, abogado de profesión, no tiene ningún cargo público pero detrás de los bastidores controla el aparato judicial de todo el país, y la voluntad de los magistrados y jueces que dictan las sentencias, se trate de juicios penales, civiles o laborales, y sin su visto bueno no se inscriben propiedades en el Registro Público. Las coimas, que él llama entre risas comisiones, las recibe en efectivo, en moneda de los Estados Unidos de América.

Es viudo desde joven, y no tiene ahora ningún hijo, aunque le nacieron dos, un varón y una mujer. El varón murió en un accidente de tránsito viniendo de un balneario un sábado de gloria, y la mujer de lupus eritematoso en un hospital de Houston, ambos muy jóvenes y solteros, por lo que ya no tendrá descendencia. Las habitaciones de los hijos siempre están listas sin embargo, las camas vestidas cada semana, los baños con las toallas que huelen a detergente colgadas en los toalleros, los jabones enteros en las jaboneras, las perchas en los percheros de los clósets, los aparatos de aire acondicionado sin apagar nunca su rumor.

La muchacha de uniforme celeste y delantal termina de tender el mantel sobre el cristal de la mesa de fierro librada ya de los frascos de tintura, las vendas elásticas, las tijeras y los apósitos, que han vuelto al maletín de primeros auxilios, y luego coloca la vajilla y los cubiertos. El inválido da voces para que urjan a la cocinera a terminar de preparar el desayuno, como un actor ansioso de entrar en escena que espera la subida del telón y no quiere que ningún ir y venir de bandejas, picheles de jugos y cafeteras interrumpa lo que tiene que contar, los oídos de la muchacha de celeste, de la enfermera almidonada, de los guardaespaldas de guayaberas apretadas, libres de distracciones y puestos en sus palabras.

Y lo que tiene que contar tiene que ver con aquel hombre de ropa manchada de sangre y desguazada por el filo de las púas de la serpentina. Lo reconoció de inmediato a pesar de que aún no amanecía. Han pasado muchos años pero su cara no se le ha perdido. Y enfermo, condenado a la silla de ruedas, solo como ha quedado en el mundo, aunque tiene fama de cínico, y el cinismo pasa por ser un atributo de los desalmados, se precia de ser de corazón generoso. Soy de corazón generoso, le está diciendo como preámbulo a la enfermera que se ha acercado desde atrás a su oído, sobre todo, le dice, si de por medio están los recuerdos del pasado, allí donde lo ve, ese hombre que anda de delincuente con su hijo robándose las tapas de los manjoles de la calle es como mi hermano. Fue como mi hermano, se corrige.

Cuando han traído por fin el desayuno y el inválido comienza a contar con entusiasmo y picardía la historia que ya desesperaba en su boca, supone que el hombre está recordando lo mismo, y por eso busca a cada paso su complicidad y lo insta a ratificar lo que va diciendo.

Pero el hombre nada más se aplica en comer, los ojos muy abiertos cada vez que traga, como si lo dominara un sentimiento de incredulidad, mientras el niño apuña cada bocado con los dedos y se llena los dos carrillos. Un desayuno como ése, huevos entomatados, gallopinto con hilachas de carne revueltas en el arroz y los frijoles, queso frito y tortillas, pan tostado, mantequilla, jalea de guayaba, café con leche, no forma parte de las realidades de su vida cotidiana; para empezar, desayunan de pie cada madrugada, aún oscuro, en el cuarto de tablas mal ajustadas del reparto Schick que es a la vez cocina y dormitorio, antes de salir con el carretón a su faena por las calles, y todo consiste en un pocillo de café aguado y un bollo de pan frío repartido entre ambos, que el hombre deja cada noche envuelto en un pedazo de periódico para librarlo de las cucarachas. La mujer del hombre, y madre del niño, se fue a rodar fortuna a Costa Rica y nunca más volvieron a saber de ella.

Ya se sabe que el inválido no puede probar nada de lo que ha mandado a servir a sus huéspedes, y de vez en cuando se interrumpe para mordisquear una tostada medio quemada a la que la enfermera se ha encargado de untar mantequilla falsa de la marca I can’t believe it is not butter!, y mermelada de frambuesa también falsa, endulzada con fructuosa. Y lo que bebe es una pálida infusión de manzanilla.

Pero es hora de escuchar lo que el inválido cuenta. Lo que está contando es acerca de la colina 155, como se conoció a la colina Miraflores en los mapas militares durante la guerra de liberación librada en 1979 contra la dictadura de Somoza. La colina se halla al borde de la frontera con Costa Rica, en la franja entre el Gran Lago de Nicaragua y el océano Pacífico, más hacia el océano, muy cerca del poblado costanero de El Ostional, toda el área un terreno de elevaciones de poca altura, cada una numerada, y cada una peleada a muerte, entre avances y retrocesos, conquistas y desalojos, en lo que se convirtió en una verdadera guerra de posiciones entre las fuerzas guerrilleras del Frente Sur “Benjamín Zeledón” y las tropas de la Guardia Nacional, que nunca se resolvió a favor de ninguna de las partes, hasta que Somoza huyó del país cuando los otros frentes guerrilleros confluían hacia Managua.

Tanto el hombre como el inválido fueron combatientes de la columna “Iván Montenegro”, se habían juntado en Costa Rica donde recibieron entrenamiento militar intensivo en una finca vecina al volcán Arenal, y luego fueron trasladados a Liberia y alojados en la misma casa de seguridad de donde salieron, ya armados y equipados, para cruzar la frontera, y es más, el hombre era su jefe, el jefe del destacamento de la columna, ¿se imaginan ustedes que yo le obedecía, me cuadraba ante su voz de mando, tenía que pedirle permiso hasta para ir a orinar a este cabrón que, de paso, tenía mal carácter?, los ojos del inválido chispean traviesos, compartieron la trinchera, compartieron el rancho de guineos cocidos y frijoles en bala, y hasta compartieron la misma muchacha de dieciséis años que les llevaba la comida, hija de un pescador de El Ostional, pero eso sí que no lo supiste, hermano, quien sabe qué castigo me hubieras puesto, y como si se excusara de su confesión pecaminosa vuelve la cabeza para mirar a la enfermera, así es la guerra, dice, una revoluta del carajo, y se encoje de hombros.

El Frente Sur hervía de combatientes y pudieron no haberse visto nunca pero el destino los puso juntos desde que se encontraron en el campamento del volcán Arenal hasta el final de la guerra cuando entraron victoriosos a Managua en el mismo camión de transporte de ganado, allí nos perdimos el rastro, hasta hora, hermano, ¿cuántos años?, pregunta el inválido al hombre, hacé la cuenta, treinta años, como quien dice nada.

El hombre, saciado ya su estómago, mira al inválido con la misma fijeza de antes. Cualquiera en Managua sabe de su poder, hay que hacer antesala por días para verlo, pero eso es algo que no tiene modo de llegar a los oídos de quien roba manjoles o busca latas vacías en la basura y ni siquiera oye las noticias porque el último radio de transistores que tuvo se descompuso hace años. El inválido se había escapado de su casa en Granada, de su familia y de sus apellidos, y había dejado sus estudios de derecho en la UCA de los jesuitas en Managua para sumarse a la guerrilla. Fue hasta después que el Frente Sandinista perdió las elecciones en 1990 que volvió a la universidad y sacó su título de abogado, en cursos sabatinos, pero ya se había hecho indispensable al comandante.

No sabe nada de la tajada que el inválido lleva en cada arreglo de pleitos judiciales que se resuelven según él mismo inclina la balanza, de las propiedades costaneras que quita de manos de otros, kilómetros de playas, una bahía tras otra, algunas muy cerca de El Ostional, precisamente allí donde se alza la colina 155, todo lo que un día serán hoteles de cinco estrellas, complejos residenciales para retirados extranjeros, marinas y campos de golf. Cuando alguien no quiere vender los registros catastrales son anulados, o aparecen partidas de campesinos armados que se toman la propiedad alegando títulos de reforma agraria de tiempos de la revolución, y no desalojan hasta que el dueño insumiso dobla el brazo y cede la mejor porción de las tierras.

Pero tampoco es que el inválido se lo esté contando al hombre. Es algo de lo que no hablaría ni con su propia madre si estuviera viva. Lo que le está contando es otra vez lo mismo, la trinchera que se llenaba con el agua de la lluvia, las cortinas de tierra y cascajos que levantaban los obuses disparados desde lejos por las katiuskas regaladas a Somoza por la dictadura argentina, los aviones push and pull cuya aproximación adivinaban por el insistente ronroneo de sus motores o por el deslumbre del sol en sus alas antes de que soltaran su carga de cohetes que dejaban en llamas los pocos árboles del paisaje, los cañonazos de los barcos de carga de la Mamenic Line, la compañía naviera de Somoza, artillados de manera improvisada, que las más de las veces estallaban en el agua, cerca de la playa, y, otra vez, la muchacha de dieciséis años que compartían y que ahora el inválido recuerda se llamaba Susana, una edad en la que ya no era virgen, o por lo menos no lo era cuando llegó a mis manos, eso te toca a vos aclararlo, le dice al hombre, y adorna esta parte de la historia con una carcajada que no encuentra eco en la enfermera impasible a sus espaldas, ni en la empleada de celeste que se ocupa de recoger el servicio del desayuno, ni en el hombre, ni en el niño, pero sí en los guardaespaldas que escuchan desde las vecindades del garaje y enseñan los dientes al reírse.

La verdad, lo que el hombre quiere es irse, pero le teme a la puerta y a lo que hay detrás, a lo mejor la policía los está esperando afuera. ¿Y qué habrá sido del caballo canoso, derrengado en la carrera, su posesión más valiosa junto con el viejo carretón del que sólo quedaron los restos en el pavimento? Calla, no por malagradecido. El inválido no sólo no lo denunció, sino que apartó a los guardaespaldas armados de escopetas, mandó que los curaran, y luego que les sirvieran de desayunar hasta hartarse. Calla porque esa cara avejentada por la enfermedad no le dice nada, debe ser cierto que estuvo en su destacamento pero él no lo recuerda, la fuerza bajo su manda era de doce a quince hombres, son caras que nunca volvió a ver, y tampoco recuerda las caras de los muertos.

Les llevaban la comida a veces desde El Ostional, a veces no, dependía de las condiciones, si había o no bombardeos, si había alguna contraofensiva de la guardia, pero eso nunca le tocó a Susana, eran colaboradores varones los responsables de esa tarea. A Susana la conoció una vez que bajaron a bañarse a la playa cercana al Ostional, para eso se necesitaba un permiso del mando de la columna, grupos de tres o cuatro que se acercaban sigilosos a la playa antes del amanecer, y dejaban que la tumbazón les escurriera la suciedad durante cinco minutos, por turnos, mientras uno de ellos montaba guardia, para luego ponerse de nuevo los uniformes sudados que quedaban esperando por ellos en la arena, junto con las botas endurecidas de lodo, y los equipos de combate.

A la semana de estar acampados en Managua, Susana vino a buscarlo, preguntando dio con él en los predios de la mansión El Retiro de Somoza donde estaba acuartelada la tropa del Frente Sur, vivieron juntos varios años, a él lo pusieron en la escolta de uno de los comandantes de entonces. Se aburrió. No se acuerda si es que pidió su baja, o desertó. Si alguien desertaba entonces no era tan grave, no había registros, ni archivos, ni nombres propios sino seudónimos. Su seudónimo era Abel. ¿Cuál sería el seudónimo del inválido?

Después empezó a probar de todo, ayudante de construcción, cobrador de un bus urbano, celador de una bodega de materiales eléctricos de donde se llevó una vez un rollo de cables y fue a dar por primera vez a la Cárcel Modelo en Tipitapa que estaba llena de guardias nacionales, los mismos que él había combatido en el Frente Sur, pasó luego a acarrear canastos en el mercado Oriental, a vender mercancías en las esquinas de los semáforos, Susana vendía lotería, se aburrió, luego se metió a carterista, armada de un cuchillo de zapatería se iba a recorrer los pasillos de Metrocentro haciendo que veía las vitrinas y con el cuchillo cortaba las carteras de las mujeres para meterles mano hasta que un día la agarró la Policía Sandinista y cuando la soltaron se regresó al Ostional sin darle parte a él y ya no volvieron a verse, entonces conoció a su segunda mujer que fue la que le dio el hijo y luego se fue por veredas a Costa Rica dejándoselo tiernito, si el inválido también se hizo de Susana en la guerra, o si la está confundiendo con otra, porque ella nunca llevó comida al campamento, de eso está seguro, no es asunto que quiera aclarar ahora, lo que pasó pasó, y si hubiera sido así no se le quita por eso el agradecimiento, tampoco de la cara de Susana se acuerda ya mucho y si se la encontrara ahora en la calle quién sabe si la reconocería, y peor si acaso ha botado los dientes.

 Y estaba pensando de nuevo en su caballo cuando se dio cuenta que el inválido había pedido a la enfermera acercar la silla de ruedas de manera que pudiera abrazarlo. Lo abrazó. Y ahora estaba diciendo, otra vez en voz alta, para que todos lo oyeran, que le estaría eternamente agradecido al compañero Abel por haberle salvado la vida, ¿siempre te llaman Abel?

Este hombre que está aquí me salvó la vida, porque veníamos corriendo en retirada, la guardia nos estaba arrebatando la colina, habíamos abandonado las trincheras, al artillero de la 30-30 lo habían matado y no había cómo detener el avance enemigo, entonces sentí algo así como un mordisco en la rodilla y era que me había alcanzado un charnel, caí de bruces y me quedé solo en descampado mientras ya se veían los cascos de los soldados asomar entre los matorrales. Y este hombre se regresó, arrastrándose bajo la balacera, llegó hasta donde yo estaba, y a como pudo me llevó hacia la hondonada donde el resto del destacamento había hallado refugio. Si no fuera por él, no estaría yo con vida.

Ahora el hombre recordaba algo de eso que el inválido estaba contando. Pero no era una sola vez que había hecho aquello, regresarse bajo el tiroteo a rescatar a algún compañero que se había quedado rezagado en la retirada, herido de bala o alcanzado por los charneles. Una vez el jefe de la columna dijo que iban a condecorarlo por eso, pero no había entonces condecoraciones, y cuando las hubo, ya pasado el día del triunfo, nadie volvió a acordarse de lo que el jefe de la columna había llamado “sus actos de heroísmo más allá del deber”, o cuando lo buscaron para condecorarlo ya no estaba, porque había sido dado de baja, o había desertado. ¿Quién era el jefe de la columna? No recordaba su nombre. Alto, fuerte, barbudo, empecinado, pero no recordaba su nombre. Desayunaba, almorzaba y cenaba una lata de sardina en cada tiempo, eso era todo lo que comía.

El inválido lo abraza de nuevo. De verdad se está quedando calvo. Y lo que siente ahora en sus narices es una mezcolanza de olor a orina y agua de colonia. El hombre no lo sabe, pero el inválido sufre de incontinencia urinaria. El pelo que ralea en su cabeza, el olor a orines, la pierna amputada, despiertan en él una mezcla de piedad y repugnancia. Nunca quisiera verse sentado en una silla de ruedas orinando en una bolsa de plástico colgada de un costado de la silla.

Ha llegado, por fin, la hora de la despedida. Van a ser las ocho de la mañana, y la casa se ha puesto en movimiento. Entran los choferes, aparecen los jardineros, más guardaespaldas, abogados auxiliares, dos secretarias, el inválido tiene sus oficinas en otra ala de la casa. Es una de las secretarias la que ha ido por el dinero, según las instrucciones que le da, cinco billetes de cien córdobas cada uno, tostados de tan nuevos, que le entrega al hombre con la última de sus gratas sonrisas de complicidad. Y vuelve a insistir, con emoción, mirando las caras de todos los presentes: me salvó la vida, allí donde lo ven este hombre me salvó la vida.

No te perdás, le dice cuando lo despide, cuando necesités de mí, ya sabés que estoy a tus órdenes. Y si querés trabajo, yo tengo trabajo. No tenés por qué andar robando, un día te puede costar caro, y a este muchacho lo mandamos a la escuela. Podés quedarte conmigo, como jardinero, o en alguna de mis fincas. El hombre nota que no ha dicho mi finca, sino mis fincas. Podés trabajar en los almácigos de café, en las lecherías, lo que querrás. Hasta de tractorista, podés aprender a manejar un tractor.

El hombre recibe los billetes y se los mete rápidamente en el bolsillo, como si se tratara de dinero mal habido. El temor de salir a la calle queda disipado porque uno de los choferes recibe órdenes de llevarlo junto con su hijo al lugar que él indique. Se suben al asiento trasero de la Suburban negra, de vidrios polarizados, que por dentro huele a cuero y a desodorante ambiental. El chofer mira a sus pasajeros con desconfianza a través del espejo retrovisor, y pregunta adónde. Al reparto Schick, nos deja por el tanque rojo, responde el hombre con voz tímida.

En la calle el chofer bordea los restos del carretón, que siguen allí. Nadie los ha levantado. Tampoco han levantado al caballo muerto, rondado por las moscas.

16 de diciembre de 2015

Aparición en la fábrica de ladrillos

Sergio Ramírez Mercado

A Danilo Aguirre

Siempre estará regresando a mi mente la noche aquella de la aparición que cambió mi destino, ahora que no tengo ni silla de ruedas por lo menos de un lado a otro dentro del templo como yo quisiera, a doña Carmen se la prometen de la Cruz Roja y nunca cumplen, doña Carmen, la más valedera entre mis feligresas aunque le sobran los años, ella me trae el bocado cuando puede, y me asea, sentado como quedé para el resto de mi vida en este taburete de palo no por ningún accidente que me hubiera dejado paralítico ni nada por el estilo, sino porque de pura gordura me fui inmovilizando hasta no poder levantarme más, con sólo el esfuerzo de incorporarme ya se manifiesta el ahogo del corazón, gordo del cuerpo y macilento de la cara, un enfermo con exceso de peso así como le ocurrió a Baby Ruth que igual padeció de males cardiacos, muy propio de cuartos bates engordarse demasiado pues es sabido que la potencia de un slugger para enviar una noche la bola a cuatrocientos pies más allá de la cerca, donde comienza la oscurana, depende de la alimentación apropiada, y por esa razón en tiempos de mi fama me sobraba qué comer, los propios directivos del seleccionado nacional me llevaban las cajas de alimentos a mi casa, además de suplementos dietéticos como Ovomaltina y Sustagen.

Pero eso ya todo acabó, todo se fue en un remolino de viento revuelto con la basura, y lo que me queda es la grasa de los viejos tiempos después que se me aflojaron y se consumieron los músculos, una reserva inútil que se me va agotando lentamente. Una vez, cuando todavía podía caminar, aunque ya con paso lerdo, me fui al Mercado Oriental con mi alforja de bramante a regatear mis compritas, y una carnicera que vendía cabezas de cerdo en la acera, al verme pasar, se asoma entre las cabezas colgadas de los ganchos, se pone las manos en el cuadril, muy festiva, y comenta a grandes gritos: "¡Ese gordiflón que va allí rinde por lo menos una lata de manteca!". Y viene otra de edad superior, que está cuchillo en mano pelando yucas, tapada con un sombrerón de vivos colores, y le dice: "¿Qué no te fijás que ese gordo mantecado fue nada menos que un gran bateador?"; a lo cual la de las cabezas de cerdo le contesta: "Verga me valen a mí los bateadores", y las dos se quedaron dobladas de la risa.

Tenía catorce años de edad en 1956 cuando ocurrió la aparición. Ya para entonces el béisbol era el motivo único de mis desvelos, bateando hasta piedras en los patios y en las calles, o naranjas verdes robadas de las huertas que se reventaban al primer estacazo, dueño además de una manopla de lona cosida por mí mismo, y tampoco me alejaba del radio de don Nicolás, el finquero cafetalero que vivía en la esquina frente a la fábrica de ladrillos "Santiago" de Jinotepe donde yo trabajaba, jugara quien jugara oyendo los partidos de la liga profesional que narraba Sucre Frech, ya no se diga los de la Serie Mundial entre los Yankees de Nueva York y los Dodgers de Brooklyn que narraba Bob Canel en la Cabalgata Deportiva Gillette, una voz llena de calma hasta en los momentos de mayor dramatismo, que se acercaba y se alejaba como un péndulo debido a que las estaciones locales tomaban de la onda corta esas transmisiones, y entonces, cuando el péndulo se alejaba, sólo don Nicolás podía oír lo que la voz decía porque pegaba la oreja al radio instalado en su sala, y nos lo repetía a todo el muchachero descamisado que se juntaba a escuchar el partido en la acera.

Pero confieso que mi peor pasión eran las figuras de jugadores de las Grandes Ligas que venían en sobrecaos de chicles sabor de pepermín y canela, y algunas de esas figuras, como las de Mickey Mantle o Yogi Berra alcanzaban un valor estratosférico en los intercambios, mientras otras eran despreciadas y uno podía hallárselas tiradas en la cuneta, como las de Carl Furillo o Salvatore Maglie, por ejemplo, una injusticia, no sé por qué, tal vez porque jugaban en los Dodgers y nosotros los del barrio de la ladrillería íbamos con los Yankees; pero entre esas injusticias estaba también despreciar la figura de Casey Stengel, el propio mánager de los Yankees, y en este caso quizá porque se le veía como un viejo agriado y a veces chistoso que sólo se pasaba sentado en la madriguera vigilando el juego, dando órdenes y apuntando en su libreta, y no había manera de hacer que nadie cambiara su opinión aunque mil veces yo explicara que se trataba de un verdadero sabio que ya había llevado a los Yankees a ganar varios campeonatos mundiales seguidos, prueba más que clara de que en el béisbol la sabiduría no siempre despierta admiración, sino por el contrario encumbra más tumbar cercas, robar bases y engarzar atrapadas espectaculares.

Todavía tengo bien presente lo que el viejo Casey Stengel había declarado a los reporteros antes de comenzar el quinto juego de la Serie Mundial de ese año de 1956 de que estoy hablando: "Abro con Don Larsen y no voy a cambiar de pitcher, ni mierda que voy a ensuciarme los zapatos caminando hasta el montículo para pedirle la pelota, porque él va a lanzar los nueve inning-s completos, y óiganme bien, cabrones, Don los tiene de este tamaño, así, como huevos de avestruz, y yo me corto los míos si no gana este juego" Y tenía toda la razón. Después de que en el segundo partido de esa Serie Mundial Don Larsen no había podido siquiera completar dos innings en el montículo, expulsado por la artillería inclemente de los Dodgers, salió de las sombras de la nada para lanzar aquella vez su histórico juego perfecto; y apenas colgó el último out, don Nicolás, entendido como pocos en béisbol, al grado de que llevaba su propio cuaderno de anotaciones y conservaba muchos récords en su cabeza, se salió a la acera y muy emocionado nos dijo: "Vean qué cosa, el más imperfecto de los lanzadores viene y lanza un juego perfecto".

La aparición ocurrió una noche de noviembre, recién terminada esa Serie Mundial que otra vez ganaron los Yankees. Había salido a orinar al patio de la ladrillería como lo hacía siempre, dejando que el chorro se regara sobre el cercado de piñuelas, desnudo en pelotas y calzado nada más con unos zapatones sin cordones porque en el encierro de la bodega donde dormía el sofoco era grande y prefería acostarme sin ningún trapo en el cuerpo, respirando a fuerza la nube de polvo gris suspendida día y noche en el aire ya que aquella era la bodega donde almacenaban las bolsas de cemento Canal para la mezcla de los ladrillos. Y así desnudo estaba orinando sin acabar nunca, con ese mismo ruido grueso y sordo con que orinan los caballos, cuando sentí una presencia detrás de mí, y sin dejar de orinar volteé la cabeza, y entonces lo reconocí. Era Casey Stengel. Bajo la luna llena parecía bañado por los focos de las torres del Yankee Stadium.

Su uniforme de franela a rayas lucía nítido y los zapatos de gancho los llevaba bien lustrados, pues ya ven que no le gustaba ensuciárselos. Y allí en el patio donde se apilaban los ladrillos ya cocidos, me volví hacia él, afligido de que me viera desnudo y fuera a regañarme por indecente; pero pensándolo bien, mi sonrojo no tenía por qué ser tanto, la indecencia está más que todo en la fealdad; yo no era ni gordo ni flojo como ahora, una bolsa de pellejo repleta de grasa que se va vaciando, sino un muchacho de músculos entecos, desarrollados en el trabajo de acarrear las bolsas de cemento a la batidora, vaciar la mezcla en los moldes y mover el torniquete de la prensa de ladrillos.

Sus ojos celestes me miraban bajo el pelambre de las cejas, y encorvado ya por los años dirigía hacia mí la nariz de gancho y la barbilla afilada, cabeceando corno un pájaro nocturno que buscara semillas en la oscuridad. Mantenía las manos metidas en la chaqueta de nylon azul y la gorra con el emblema de los Yankees embutida hasta las orejas, unas orejas sonrosadas que se doblaban por demasiado grandes.

"Tu destino es el béisbol, muchacho, un destino grande", me dijo a manera de saludo, con una sonrisa amable que yo no me esperaba, y luego se acercó unos pasos, y así desnudo como estaba, me echó el brazo al hombro. Sentí su mano fría y huesuda en mi piel que sudaba, cubierta del polvo del cemento que también tenía metido en el pelo. "¿Por qué?, no me lo preguntes; es así. Pero si insistes te diré que tienes brazos largos para un buen swing, una vista de lince y una potencia todavía oculta para tumbar cercas que ya te vendrá comiendo bien, huevos, leche, avena, carne roja. ¿Quieres saber más? Cuando Yogi Berra quiso que le dijera por qué estaba yo seguro de que sería un gran catcher, le respondí que no me preguntara estupideces, a las claras se veía que su cuerpo estaba hecho para recibir lanzamientos, lo mismo que el de un ídolo en cuclillas".

Desde que se me apareció Casey Stengel supe que mi destino era darle gloria a Nicaragua con el tolete al hombro, porque se acordarán que cada vez que me paré en la caja de bateo hice que las ilusiones levantaran vuelo en las graderías como palomas saliendo del sombrero de un mago prestidigitador, miles de fanáticos de pie, roncos de tanto ovacionarme mientras completaba la vuelta al cuadro después de cada cuadrangular.

Mi nombre, escribió el cronista Edgard Tijerino Mantilla, pertenece a la historia, y mis hazañas están contadas en todos esos fólderes llenos de recortes, fotos y diplomas que se apilan allí, al lado del altar, porque cuando perdí mi casa del barrio de Altagracia lo único que pude rescatar fueron mis papeles y dos de mis trofeos, esos que están colocados al lado de las cajas de fólderes; aquel trofeo dorado, que parece un templo griego sostenido por cuatro columnas, me lo otorgaron cuando me coroné campeón bate en la Serie Mundial de diciembre de 1972 que se celebró en Managua, la serie en que pegué el jonrón que dejó tendido al equipo de Cuba, hasta entonces invencible.

A los jugadores de la selección de Nicaragua nos tenían alojados esa vez en el Gran Hotel, y cuál es mi susto que la noche del triunfo contra Cuba tocan con mucho imperio la puerta de mi cuarto, y ya acostado porque temprano teníamos entrenamiento, y voy a abrir y es Somoza en persona acompañado de todo su séquito, detrás de él se ven caras de gente de saco y caras de militares con quepis, y yo corro a envolverme en una sábana porque igual que la vez que se me apareció Casey Stengel me encontraba desnudo tal corno fui parido, y entra Somoza y detrás de él las luces de la televisión, se sienta en mi cama, me pide que me acomode a su lado y los camarógrafos nos enfocan juntos, yo envuelto en la sábana como la estatua de Rubén Darío que está en el Parque Central, él de guayabera de lino y fumando un inmenso puro, y delante de las cámaras me dice: "¿Qué querés? Pedime lo que querrás". Y yo, después de mucho cavilar y tragar gordo, mientras él me aguarda con paciencia sin dejar de sonreírse, le digo: "General Somoza, quiero una casa".

Esa casa prefabricada de dos cuartos, un living y un porche ya la tenían lista de sólo instalarle la luz en uno de los repartos nuevos que no se cayó con el terremoto que desbarató Managua ese mismo diciembre, fui a verla varias veces con mucha ilusión y me prometieron que me la iban a entregar de inmediato, pero todo se disolvió en vanas promesas con el pretexto de que el terremoto había dejado sin casa a mucha gente más necesitada que yo. Entonces, tras mucho reclamar y suplicar se fue un año entero, y la propia fanaticada agradecida, aún palmada como había quedado con la ruina del terremoto, prestó oído a una colecta pública que inició La Prensa para regalarme mi casa, y unos llevaban dinero, otros una teja de zinc, otros bloques de cemento, y allí en mis fólderes tengo la foto del periódico donde el doctor Pedro Joaquín Chamorro me está entregando las llaves. Pero esa es la casa que perdí porque una hermana por parte de padre, de oficio prestamista, a quien se la confié cuando tuve que emigrar a Honduras, ya que nadie estaba con cabeza suficiente tras el terremoto para pensar en béisbol, la vendió sin mi consentimiento alegando que me había dado dinero en préstamo, es decir que me estafó, y otra vez quedé en la calle.

Hará dos años que me presenté al Instituto de Deportes y tras mucho acosarlos escucharon mi súplica de que me permitieran entrenar equipos infantiles, pues aunque fuera sentado en mi taburete podía aconsejar a los muchachitos de cómo agarrar correctamente el bate, cómo afirmarse sobre las piernas para esperar el lanzamiento, la manera de hacer el swing largo; pero me pagaban una nada, además de que los cheques salían siempre atrasados, exigían que fuera yo personalmente a retirarlos, y hastiado de tantas humillaciones mejor renuncié. ¿Qué podía hacer de todos modos con esa miseria de sueldo si ni siquiera me alcanzaba para las medicinas? Hagan de cuenta que soy una farmacia ambulante y doña Carmen, el Señor Jesús la bendiga, se las ve negras para conseguirme en los dispensarios de caridad las que más necesito, pastor como soy de una iglesia demasiado pobre en este barrio donde las casitas enclenques se alzan en el solazo entre los montarascales y las corrientes de agua sucia, la mayor parte hechas de ripios, unas que tienen las tejas de zinc viejas sostenidas con piedras a falta de clavos, y otras que a falta de pared las cubre en un costado un plástico negro y en otro cartones de embalar refrigeradoras, de dónde van a sacar mis feligreses para facilitarme el dinero de las medicinas si a duras penas consiguen ellos para el bocado, y no sólo pasan hambre, aquí donde estoy encerrado tengo que vérmelas con las quejas que en mi condición de pastor me vienen todos los días de casos de drogadictos que golpean sin piedad a sus madres, niñas que a los trece años andan ya en la prostitución, estancos de licor abiertos desde que amanece, y yo les ofrezco el consuelo divino, aunque sé que no basta con predicar la palabra para aplacar la maldad entre tanto delito y tantas necesidades, y todavía dicen que aquí hubo una revolución.

Esa mi casa del barrio Altagracia tenía para mí un valor incalculable porque me la regaló mi pueblo de aficionados. Allí guardaba en una vitrina especial los uniformes que usé en los distintos equipos que me tocó jugar, mi uniforme de la selección nacional con el nombre Nicaragua en letras azules y el número 37 en la espalda, un número que si tuviéramos respeto por las glorias ya debería haber sido retirado para que nadie más lo usara; mis bates, incluyendo el bate con el que pegué el jonrón contra Cuba, mi guante, mis medallas, reliquias que un día debieron ir a dar a un Salón de la Fama; pero mi hermana la usurera no se conformó con vender la casa al dueño de un billar sino que se hizo gato bravo de mis preseas o las destruyó, nunca llegué a saberlo; y si hoy puedo conservar estas cajas de fólderes y estos pocos trofeos, es sólo gracias a que otro hermano mío, uno que después perdió las piernas en un accidente de carretera, se metió a escondidas de ella en la casa antes de que la muy lépera la vendiera y los rescató.

Cuando se desató la guerra contra Somoza en 1979 yo era camionero. Con mil dificultades había conseguido fiado un camión, y no me iba mal transportando sandías y melones a Costa Rica, pero al arreciar los combates guardé mi camión por varias semanas esperando que se aliviara la situación, que se presentaba comprometida precisamente del lado de la frontera sur; y llega el día del triunfo, contagiado de alegría pongo el camión a la orden de los muchachos guerrilleros que van entrando a Managua a fin de acarrearlos a la plaza donde se va a dar la celebración, no menos de cinco viajes hago aportando el combustible de mi bolsa, y vaya a ver lo que ocurre entonces, que gente malintencionada de mi mismo barrio que está en la plaza me acusa de paramilitar y allí mismo me confiscan el camión, y va de gestionar para que me lo devuelvan y todo en vano, no me pudieron probar lo de paramilitar, algo ridículo, y entonces me salen con el cuento de que me había tomado una foto con el propio Somoza, véase a ver, la foto aquella de la noche en que llegó por sorpresa a mi cuarto del Gran Hotel para ofrecerme como regalo lo que yo le pidiera, una promesa vana, ya dije, pero nada, caso cerrado, sentencian, y me voy entonces a la agencia distribuidora de los camiones a explicarles y no ceden, deuda es deuda alegan, me echan a los abogados en jauría, si no pagás vas por estafa a la cárcel, con lo que de pronto me veo prófugo, el robo público que me hacen del camión y después el escarnio de tener que huir de los jueces, ese es el premio que me da la revolución por haber bateado consecutivamente de hit en los quince juegos de la Serie Mundial de 1972, un récord que nadie me ha podido quitar todavía, el premio de los comandantes a las cuatro triples coronas de mi impecable historial. La fama que me ofreció Casey Stengel aquella noche de luna, como bien pueden ver, no fue ninguna garantía frente a la injusticia.

De no haber sido beisbolista me hubiera gustado ser médico y cirujano, pero la pobreza me estranguló y desde pequeño tuve que ambular en muchos oficios, ayudante de panadero, oficial de mecánica, operario en la ladrillería "Santiago". "No te importe", me dijo aquella vez Casey Stengel, "yo quise ser dentista allá en Kansas City, pero mi familia era tan pobre como la tuya y jamás pude lograrlo, encima de que para sacar muelas cariadas yo no servía". Con esfuerzo estudié por las noches y aprobé la primaria, mientras de día me afanaba en la ladrillería donde me daban de dormir; y desde que ocurrió la aparición, aún siendo poco lo que ganaba me hice cargo de mi destino y fui apartando de mi sueldo para comprar mis útiles, los spikes, el bate, la manopla, a costas de quedarme sin una sola camisa de domingo, para no hablar de otros muchos sacrificios. "El béisbol es como una santidad y nada se parece más a la vida de un ermitaño", me había dicho Casey Stengel; "ya ves, tiene razón tu vecino don Nicolás: mi muchacho Don Larsen lanzó un juego perfecto siendo él imperfecto, porque creyéndose carita linda siempre le ha interesado más una noche de juerga que un trabajo a conciencia en el montículo. De modo que a ti puedo decírtelo en confidencia, hijo: ese juego perfecto de Don fue una chiripa, y te vaticino que en pocos años lo habrán olvidado. La gloria verdadera, por el contrario, es asunto de perseverancia, y cuando llega hay que apartarse de los vicios, licor, cigarrillo, juegos de azar, y sobre todo de las mujeres, porque todo eso junto es una mezcolanza que sólo lleva al despeñadero de la pobreza. La fama trae el dinero, pero no hay cosa más horrible que llegar a ser famoso y después quedar en la perra calle". Y vean qué vaticinio, todo lo que gané se me fue en mujeres.

No sé si ya he dicho que tengo diez hijos desperdigados, todos de distintas madres, porque en aquel tiempo de mi gloria y fama no me hacían falta las mujeres que tras una fiesta de batazos en el estadio se acercaban a mí donde me vieran, y me decía una en el oído, por ejemplo, mientras bailábamos: "Ando sin calzón ni nada, restregame la mano aquí sobre la minifalda para que veás que no es mentira", asuntos que recuerdo con recato por mi papel que ahora tengo de pastor y con bastante remordimiento porque a ese respecto nunca logré hacerle caso a Casey Stengel. Y por muy halagadores que todavía puedan ser esos recuerdos, que discurren ociosos en mi cerebro sin que yo lo quiera, ahora de qué me sirve, si a los casi sesenta años de edad que tengo padezco de inflamación del corazón, de artritis, soy hipertenso, y sobre todo de este mal de la gordura; y entonces esas visiones de mujeres se vuelven un tormento mortal que debe ser mi castigo, mujeres de toda condición y calaña que se me entregaron, dueña una de un Mercedes Benz de asientos que olían a puro cuero, otra que me invitaba a su mansión a la orilla del mar en Casares, también aquella de ojos zarcos que vendía productos de belleza de puerta en puerta llevando las muestras en un valijín, lo mismo una casada con un doctor en leyes que se tomó un veneno por mí y por poco muere, y por fin la doncella colegiala alumna de la escuela de mecanografía que fue la que pidió que le restregara la mano mientras bailábamos, y era cierto que andaba sin calzón ni nada.

Después de que me expropiaron el camión quedé en el más completo desamparo y entonces comenzaron a visitarme todos los días unos hermanos pentecostales que me llevaban folletos ilustrados donde aparecían a todo color en la portada escenas de familias felices, por ejemplo el esposo en overoles subido a una escalera cortando manzanas de los árboles repletos, la esposa y los niños cubiertos con sombreros de paja acarreando canastas con toda clase de frutas y verduras cosechadas en su propio huerto y unos corderos blancos con cintas en el cuello pastando en el prado verde, todo aquello bajo un sol brillante que parece que nunca se pone, un cuadro de dicha que sólo se logra por la bondad infinita de la fe, según la prédica locuaz de los hermanos que eran dos, uno de Puerto Rico y el otro de Venezuela, al Señor le importa un comino la gloria mundana o los ardides de la fama, sentados a conversar conmigo por horas como si nada más tuvieran que hacer en el mundo que predicarme la palabra, y como si yo fuera el único en el mundo entre tanta alma atribulada al que tuvieran que convencer, y ya después me dejaron una Biblia, y cuando se dieron cuenta de que la fruta estaba madura decidieron mi bautizo, que fue señalado para un día domingo.

Me obsequiaron para esa ocasión una camisa blanca de mangas largas, que por encontrarme tan gordo fue imposible cerrarle el botón del cuello, y una corbata negra, para que luciera con la misma catadura que siempre se presentaban ellos; alquilaron una camioneta de tina en la que me subieron con todo y taburete, y conmigo en la tina iban los hermanos predicadores y unos muchachos con guitarras que cantaron por todo el camino himnos de júbilo, y cuando llegamos a un recodo sereno del río Tipitapa junto a una hilera de sauces, más adentro de la fábrica de plywood, allí me bajaron y sentado en el taburete me metieron en el río, me sumergieron de cabeza en el agua los hermanos como si se tratara del mismo Jordán, y aunque esa noche me dio una afección del pecho y me desveló la tos, la paz interior que sentía era muy honda y muy grata porque el Señor Jesús estaba dentro de mí. Confieso que nunca me imaginé que yo fuera de la palabra, si lo que sabía era batear jonrones, para lo cual no se necesita ninguna elocuencia; pero el Espíritu Santo dispuso de mi lengua y aprendí a predicar, por lo que los hermanos me dejaron al servicio de esta iglesia antes de partir hacia otras tierras.

Si algún fanático beisbolero de aquellos tiempos me viera metido aquí, entre estas cuatro paredes sin repellar, bajo este techo de zinc pasconeado por el que se cuelan el polvo y la lluvia, en este templo que sólo tiene cuatro filas de bancas de palo y un altar con una cortina roja que fue una vez bandera de propaganda del Partido Liberal, mis cajas de fólderes y mis trofeos en una esquina, y el catre de tijera que doña Carmen me abre cada noche para que me acueste, porque el templo es mi hogar, ese fanático que digo no creería que soy el mismo que fui, y sobre todo si llegara a darse cuenta del estado de invalidez en que he caído, al extremo de haberme defecado una noche mientras dormía, en sueños sentí cómo se vaciaba sin yo quererlo mi intestino, y nunca he padecido un dolor más grande en mi vida, amanecer embarrado de mi propio excremento; y ese fanático que antes me adoró sufriría una tremenda decepción, ya no se diga las mujeres aquellas que se quitaban sus prendas íntimas antes de acercarse a mí, el rey de los cuadrangulares, para que yo les palpara la pura piel desnuda debajo de la minifalda.

¿De qué me sirvió la fama, conocer el mundo, salir fotografiado en los periódicos que ahora se ponen amarrillos de vejez metidos dentro de mis fólderes en la caja de cartón? Me acuerdo de aquella noche de enero de 1970 en el estadio Quisqueya de Santo Domingo, era mi turno al bate y sonaba un merengue que tocaba una orquesta en las graderías porque íbamos perdiendo ya en el séptimo innín y la gente bailaba, gritaba como endemoniada, mi cuenta era de dos strikes con corredor en segunda y en toda la noche no le había descifrado un solo lanzamiento al pitcher, un negrazo como de seis pies que tiraba bólidos de fuego, me quiere sorprender con una curva hacia adentro, le tiro con toda el alma y entonces veo la bola que va elevándose hasta las profundidades del centerfield, más allá de los focos, más allá de la noche estrellada, disolviéndose en la nada como una mota de algodón, como una pluma lejana, y yo viéndola nada más sin empezar a correr todavía, y hasta que ya no se divisa del todo dejo caer el bate como en cámara lenta y mientras inicio el trote alzo la gorra hacia las graderías en penumbra que ahora son un pozo de silencio al grado que hasta mis oídos llega el rumor del mar, voy corriendo las bases lleno de júbilo, paso encima del costal de tercera, erizo ya de emoción, y tengo unas ganas inmensas de llorar cuando piso el home plate aturdido por el resplandor de los flashes de los fotógrafos porque con ese batazo le he dado vuelta al marcador, un juego que ganamos, y entonces no es ya esa noche en Santo Domingo sino la tarde de diciembre del año de 1972 en que derrotamos a Cuba gracias al palo de cuatro esquinas que otra vez pegué y por el que me prometieron la casa que nunca me dieron, y ahora el rumor del mar son las voces de los fanáticos que se alzan incesantes desde las graderías, bulliciosas y encrespadas.


El Señor Jesús me ha puesto delante la vida y el bien, la muerte y el mal, porque muy cerca de mí está la palabra, en mi boca y en mi corazón, para que la cumpla; acepto entonces que no me debo quejar ni darle lugar a los remordimientos. Y en la soledad de este templo sobre el que se desgrana el viento sacudiendo las tejas de zinc, sentado en mi taburete de palo, ya sé que cuando la puerta se abra sola con un chirrido de bisagras engarradas, y en la contraluz del mediodía aparezca la figura de Casey Stengel con su cara de pájaro que busca semillas, y me diga: "¿Estás listo, muchacho?", será la hora de seguirlo.

Adán y Eva

Sergio Ramírez Mercado


A Napoleón López Villalta

Esa tarde de febrero salió de su casa decidido a tener una conversación con su Conciencia, y por eso mismo la invitó a tomar una cerveza. Ella, que leía echada en el sofá, dejó el número de Vanidades que tenía entre sus manos, y lo siguió tal como esta­ba, limpia de maquillaje, vestida con una blusa de al­godón sin mangas, un bluyín de perneras cortas que dejaba libres las pantorrillas, y sandalias plateadas.

Era uno de esos viejos barrios residenciales del sur de Managua, invadido con lentitud pero con eficacia por pequeños centros comerciales construi­dos de manera improvisada en los baldíos, sus cubículos rentados a tiendas de cosméticos y lavande­rías, farmacias y boutiques de ropa, mientras las casas de los años sesenta y setenta del siglo anterior iban siendo abandonadas para convertirse en far­macias, pizzerías, restaurantes y bares, sin que fal­taran las funerarias.

De modo que sólo tenían que caminar unas pocas cuadras para llegar al bar preferido suyo, sur­gido en las entrañas de una de aquellas residencias abandonadas por sus dueños, que se habían ido a vi­vir más arriba, siempre hacia el sur, en lo que eran las primeras estribaciones de la sierra, donde los tracto­res seguían derribando los plantíos de café para dar paso a las nuevas urbanizaciones amuralladas.

Ya nadie hubiera podido reconocer el local como un hogar de clase media, abatidas las paredes y todo puesto a media luz, la acera tomada para asentar en ella parte de las mesas bajo un toldo a ra­yas desflecado por el viento y agobiado de polvo. El rótulo mostraba el nombre del bar, Adán y Eva, y su emblema era una manzana que, al iluminarse de no­che con luces de neón, saltaba por todo el tablero.

Frank, el propietario, que llevaba el pelo en­trecano recogido en una cola de caballo, y que por las noches era también el guitarrista, se hallaba de guardia detrás del mostrador y lo saludó de lejos mientras pasaban a sentarse en un rincón del fondo. Era temprano aún, y las mesas se encontraban va­cías. La clientela solía aglomerarse sólo después de las cinco de la tarde, una vez salido todo el mundo de las oficinas cercanas, públicas y comerciales, y de los bancos, que es cuando empezaba la happy hour decretada por Frank, dos tragos al precio de uno, siempre que se tratara de licores nacionales.

Se sentó frente a su Conciencia, grácil y esbel­ta gracias a la calistenia aeróbica de cada mañana en el gimnasio Ilusiones, lo que le permitía vestirse como una muchacha. Acababa de cumplir los cin­cuenta, igual que acababa de cumplirlos él, y más que quitarse la edad se sentía orgullosa de sus años bien llevados.

Nuestro amigo pidió una cerveza. De su mis­mo vaso le daría de beber a ella algunos sorbos. No iba a incitarla a ningún exceso, porque debía tenerla sobria frente a él, desde luego que necesitaba de sus consejos. Vos y yo tenemos que hablar muy en serio, le dijo, apenas se habían sentado. Ella sólo se arregló un poco el pelo cortado a la garzón, y lo miró a los ojos sin decir palabra.

Trajeron la cerveza, sal y limón. Frank había vivido en México, donde regentaba también un bar en la colonia Condesa del Distrito Federal, y conser­vaba aquella costumbre de servir la cerveza con sal y limón.

Pasaron un rato en silencio. Ella hacía dibujos con la uña sobre el tablero de la mesa de pino barni­zada de verde. Te traje aquí para hacerte una consul­ta, dijo él.

Pero no me vas a tener a boca seca, dijo ella, prometiste darme unos sorbos de tu vaso, ya te acabaste la cerveza, y nada. De modo que él hizo un gesto resignado y llamó al mesero de corbatín negro, que vino en seguida. Vos estás tomando Corona, pero a mí que me traiga una Victoria. Te creés independiente, se mofó él. ¿Cuál es la consul­ta?, preguntó ella, sin abrirse a mofas ni bromas.

Mirá, dijo él, y puso los codos sobre la mesa buscando acercarse para empezar la confidencia, pero ella no lo estaba atendiendo. Había rebalsado el vaso al servirse, y al llevárselo a la boca la cerve­za se derramó sobre su blusa, que ahora intentaba limpiar con un puñado de servilletas arrancadas al servilletero. Qué es lo que ganan, rezongó ella, par­tir cada servilleta en cuatro para poner aquí hara­pos de servilletas, más trabajo les toma estarlas par­tiendo, y esta blusa que es nueva.

No le va bien a Frank, por eso busca el ahorro en todo, dijo él. Cómo le va a ir bien si esnifa como loco, dijo ella. ¿Dónde aprendiste esa palabra, esnifar?, preguntó él. ¿Cómo se dice entonces?, ¿ñatearse?, se rió ella, y agregó: en las películas de la tele, niño, no ves que mi diversión es ver tele. Y las revistas, dijo él, te pasás el santo día leyendo Vanidades. Más me gus­ta Hola, salen fotos a toda página de los baños de las mansiones de la nobleza europea, y se pueden ver los inodoros de oro puro donde cagan las marquesas. Qué vocabulario, dijo él. Cagar o no cagar, he allí el dilema, volvió a reír ella, mientras seguía secándose la blusa con los retazos de servilletas.

¿Me vas a poner atención, o no?, dijo él, sin dejar su posición acodada, ¿o todo eso de derramar el vaso y echarte encima la cerveza no es más que teatro porque no me querés oír? Soy toda tuya, dijo ella, y se acodó también sobre la mesa. Él se rió, con sorpresa boba. Deberías haber dicho «soy toda oí­dos», dijo. No en el caso mío, dijo ella. ¿Acaso sos mi mujer?, dijo él. Peor que eso, soy tu conciencia, dijo ella; eso es peor que coger con vos.

Bueno, entonces, dijo él. «¿Bueno, enton­ces?», es lo que yo te digo a vos, dijo ella. Me propu­sieron un negocio, dijo él. Los jueces no andan en negocios, dijo ella. Con vos ya veo que no se puede hablar en serio, refunfuñó él. Lo que te molesta es tener que hablar conmigo, dijo ella. ¿Por qué iba a molestarme?, se encogió él de hombros. Porque para eso estoy, para molestarte, soy tu conciencia, dijo ella, que ahora secaba con otro puño de servilletas la base de su vaso, antes de llevárselo otra vez a la boca.

Ese reo que está en mis manos de verdad está enfermo, dijo él, de todos modos tiene derecho a curarse en su casa. Hipertensión crónica, dijo ella, cuadro diabético. ¿Vos conocés el asunto?, pregun­tó él. Qué voy a conocer nada, es lo que todos los abogados de los narcos alegan, dijo ella, el filo del vaso en los labios. Pero en este caso ya te dije que es cierto, dijo él, el cuadro clínico da pie a la fianza de excarcelación. ¿Y el médico forense?, preguntó ella. Él guardó silencio, y sus dedos tamborilearon sobre la mesa. Hay que darle algo para que firme el dicta­men, respondió al fin. ¿Cuánto?, preguntó ella. No sé, tal vez unos dos mil. ¿Y a vos te tocan, enton­ces...?, volvió a preguntar ella. Veinte mil, respon­dió él. De los verdes, dijo ella. ¿Quién piensa en córdobas?, dijo él. Ya sé, dijo ella, no me ibas a ven­der en moneda nacional.

Vos bien sabés que es la primera vez que yo hago esto, dijo él, y suspiró hondamente. Bueno, se supone que sí, que tengo que saberlo, dijo ella. Y quie­ro que estés clara que jamás voy a volverlo a hacer, dijo él. No habrá reincidencia, se mofó ella. Es una emergencia justificada, dijo él, no tiene por qué vol­ver a repetirse. A menos que sobrevenga otra emer­gencia, and so on, and so on..., dijo ella. Te lo puedo jurar, dijo él. Qué divertido que te veo, dijo ella. ¿Qué cosa es divertida?, preguntó él. Que pretendás hacer­me juramentos a mí, nada menos que a mí. ¿Y ante quién más podría jurar?, delante de vos me confieso, delante de vos me comprometo, para eso estás. Al pan pan, y al vino vino, lo cortó ella, vas a aceptar plata de la droga, y querés dorarme la píldora con juramentos, recordá que vos y yo somos almas geme­las. «Dos almas que en el mundo había unido Dios», canturreó él, sin ánimo. Peor que eso, somos almas siamesas, dijo ella. Peor que si cogiéramos, ya dijiste, dijo él. Sí, dijo ella, pero, además, no sos mi tipo para la cama.

¿Entonces?, dijo él. ¿Entonces qué?, dijo ella. Entonces puedo aceptar el negocio, dijo él. Mirá, dijo ella, no soy tu enemiga, la prueba está en que acepté esta invitación, estoy aquí frente a vos, hasta me vine sin tiempo siquiera de pintarme los labios, siguiéndote a la carrera. A veces parece como si lo fueras, dijo él. ¿Si fuera qué? Mi enemiga, dijo él. Quiero ayudarte, eso es todo, dijo ella, en el fondo tengo el alma blanda.

Él dio un trago largo sin quitarle la vista. Vos sabés que mi sueldo... Ella lo interrumpió. Ya sé, tu sueldo es una mierda. Ésa es la palabra, dijo él, mil gracias. Y nunca te promovieron a magistrado de la Corte de Apelaciones, dijo ella. Qué me van a pro­mover, no soy servil, dijo él. Y pasás necesidades, yo lo sé, dijo ella. Cada vez es peor, dijo él, tengo que sacar a mis hijos de la UAM, trasladarlos a una uni­versidad pública, no es justo, ellos no tienen la cul­pa. Y las tarjetas de crédito, dijo ella, las tenés reven­tadas. Y vos sabés que las medicinas de mi mujer cuestan una fortuna, dijo él. Las medicinas para el mal de Parkinson, sí, dijo ella. Por eso te pido que veamos esto como una emergencia, dijo él.

Trajeron otras dos cervezas. Todo eso lo sé, y te comprendo, dijo ella tras servirse, pero también me tenés que comprender a mí. ¿Qué es lo que ten­go que comprender?, preguntó él, medio divertido. Yo tengo mis escrúpulos, dijo ella. Él se rió ahora abiertamente. ¿Escrúpulos de qué?, preguntó, ¿es­crúpulos de conciencia? Ese narco que vas a poner libre, ¿es mexicano? No, guatemalteco. Lo mismo da, una vez en la calle bajo fianza, lo sacan del país y no vuelve a aparecer nunca, dijo ella. ¿Y qué tene­mos que ver nosotros con eso?, dijo él.

Ella calló, y bajó la cabeza. ¿Entonces?, dijo él. Entonces nada, dijo ella, si vas a dar el paso, no te andés con temblores. Ya te juré que es sólo por esta vez, dijo él. Ya te dije que mí no me andés haciendo esa clase de juramentos, dijo ella, enfurruñada. ¿Vos creés acaso que me estoy prostituyendo?, preguntó él, lleno de pronto de una tristeza que lo desampara­ba hasta el frío, tanto que acunó los brazos. Ella le alcanzó la mano y se la apretó con cariño. Nadie se está prostituyendo, dijo ella.

¿De qué sirve pasarse la vida entera siendo honrado?, dijo él, nadie te lo agradece. Es cierto, dijo ella, sonriendo apenas, y si te morís de hambre, yo ya no te serviría de nada en la tumba fría. Ya ves, dijo él, hablando se entiende la gente. Y, además, yo misma ando escasa de fondos, dijo ella. Lo que que­rrás, de mi parte lo que querrás, dijo él, e hizo ade­mán de tocarse los bolsillos. Es el colmo que me tengás que comprar a mí misma, a tu propia con­ciencia, dijo ella, sonriendo más abiertamente. Pues de mi parte tenés siempre a la orden la cuota del gim­nasio para tus aeróbicos, y la cirugía facial, cuando necesités otra, dijo él, o un implante de los senos. Nunca he necesitado ninguna cirugía, respingó ella. Es una broma, niña, dijo él. A lo mejor un viaje a Miami sí necesito, para comprar ropa, dijo ella.

Él llamó para pedir la cuenta. En la mesa ha­bía ya cuatro botellas de cerveza de cada lado. Los platitos con sal y limón eran cuatro también. Te agradezco en el alma, dijo él, has hecho bien tu pa­pel. Ella alzó las cejas y dijo: no te entiendo. Tu papel de recriminarme, hacer que me odie por lo que voy a hacer, dijo él. ¿Creés que ha sido sólo un papel, que no soy sincera con vos?, dijo ella, con la voz herida. No es eso, dijo él, cuando digo papel, quiero decir que has cumplido con tu obligación. Ya te dije, enemiga tuya no soy, dijo ella, y, además, tu caso no es el único, conozco varios. Yo creí que sólo te ocupabas de mí, bromeó él. Una se da cuenta, dijo ella, Managua es un mundo chiquito.

¿Qué casos?, preguntó él, con vivo interés, mientras sacaba la cartera para pagar. Te veo deseo­so de consuelo en el ejemplo ajeno, dijo ella. Bueno, mal de muchos, consuelo de pendejos, dijo él. El mesero le entregó, al recibir el pago, una papeleta de propaganda para el show de esa noche. Iba a ser una noche de boleros románticos, con Keyla Rodrí­guez de vocalista, y Frank en la guitarra. Conozco a otros como vos, que han hecho lo mismo, o cosas peores, dijo ella. ¿Cosas peores como cuáles?, pre­guntó él, y contó treinta córdobas de propina.

Ella lo miró, risueña, como si lo examinara hueso por hueso. ¿Qué te parece violar a la propia hija, y después quedarse de amante con ella por años?, dijo ella. Sí, eso parece peor, dijo él. ¿Y qué te parece falsificar la firma de tu propia madre, ven­der sus propiedades, y dejarla en la calle? También es horrible, dijo él. Vos conocés esos casos, con nombres y apellidos, sabés que no estoy inventan­do, dijo ella. Tenés razón, dijo él, son cosas que se saben. Me alegra que entendás entonces que hay cosas peores, así me quedo tranquila, dijo ella. Y así yo también puedo dormir tranquilo, sabiendo que vos estás tranquila, dijo él. ¿Pedimos dos más?, pro­puso ella. Ya pagué la cuenta, dijo él. ¿Y eso qué im­porta?, respondió ella, hay motivo para celebrar. No debería, respondió él, pero bueno.

Trajeron la nueva tanda, con nuevos vasos es­carchados, sacados del congelador. Ella se volvía vieja, hay que reconocerlo, a pesar de la apariencia juvenil sostenida con los ejercicios Pilates. Tenía los mismos ojos claros y vivaces de cuando se habían conocido, las cejas tupidas que se juntaban encima del caballete de la nariz respingada, los mismos labios carnosos, un rostro de adolescente pícara que enmascaraba con ven­taja el paso de los años. Pero estaban las patas de gallo que empezaban a resquebrajar la piel al lado de los ojos, la leve sombra oscura que empezaba a embolsar los párpados inferiores, qué Pilates ni qué Pilates. A lo mejor de verdad iba a necesitar la cirugía facial.

La gente comenzaba a entrar al bar. En la mesa de al lado se sentó una pareja de empleados de banco; el varón, rapado con navaja, se deshacía de la corbata amarilla canario con alivio, como si se tra­tara de una soga; la mujer, de doble rabadilla, enta­llada dentro del uniforme gris, llevaba al cuello un pañuelo colorido. Las demás iban siendo ocupadas por agentes de seguros, vendedores de carros, corre­dores de bienes raíces, empleadas de agencias de via­jes. El rumor de voces, alegre y despreocupado, cre­cía entre el arrastrar de las sillas.

—Salud, entonces —dijo él, alzando el vaso.
—Salud —dijo ella, y alzando el suyo le son­rió con ternura.


Managua, julio 2007