Sergio
Ramírez Mercado
A
Danilo Aguirre
Siempre
estará regresando a mi mente la noche aquella de la aparición que cambió mi
destino, ahora que no tengo ni silla de ruedas por lo menos de un lado a otro
dentro del templo como yo quisiera, a doña Carmen se la prometen de la Cruz
Roja y nunca cumplen, doña Carmen, la más valedera entre mis feligresas aunque
le sobran los años, ella me trae el bocado cuando puede, y me asea, sentado
como quedé para el resto de mi vida en este taburete de palo no por ningún
accidente que me hubiera dejado paralítico ni nada por el estilo, sino porque
de pura gordura me fui inmovilizando hasta no poder levantarme más, con sólo el
esfuerzo de incorporarme ya se manifiesta el ahogo del corazón, gordo del
cuerpo y macilento de la cara, un enfermo con exceso de peso así como le
ocurrió a Baby Ruth que igual padeció de males cardiacos, muy propio de cuartos
bates engordarse demasiado pues es sabido que la potencia de un slugger para
enviar una noche la bola a cuatrocientos pies más allá de la cerca, donde
comienza la oscurana, depende de la alimentación apropiada, y por esa razón en
tiempos de mi fama me sobraba qué comer, los propios directivos del
seleccionado nacional me llevaban las cajas de alimentos a mi casa, además de
suplementos dietéticos como Ovomaltina y Sustagen.
Pero
eso ya todo acabó, todo se fue en un remolino de viento revuelto con la basura,
y lo que me queda es la grasa de los viejos tiempos después que se me aflojaron
y se consumieron los músculos, una reserva inútil que se me va agotando
lentamente. Una vez, cuando todavía podía caminar, aunque ya con paso lerdo, me
fui al Mercado Oriental con mi alforja de bramante a regatear mis compritas, y
una carnicera que vendía cabezas de cerdo en la acera, al verme pasar, se asoma
entre las cabezas colgadas de los ganchos, se pone las manos en el cuadril, muy
festiva, y comenta a grandes gritos: "¡Ese gordiflón que va allí rinde por
lo menos una lata de manteca!". Y viene otra de edad superior, que está
cuchillo en mano pelando yucas, tapada con un sombrerón de vivos colores, y le
dice: "¿Qué no te fijás que ese gordo mantecado fue nada menos que un gran
bateador?"; a lo cual la de las cabezas de cerdo le contesta: "Verga
me valen a mí los bateadores", y las dos se quedaron dobladas de la risa.
Tenía
catorce años de edad en 1956 cuando ocurrió la aparición. Ya para entonces el
béisbol era el motivo único de mis desvelos, bateando hasta piedras en los
patios y en las calles, o naranjas verdes robadas de las huertas que se
reventaban al primer estacazo, dueño además de una manopla de lona cosida por
mí mismo, y tampoco me alejaba del radio de don Nicolás, el finquero cafetalero
que vivía en la esquina frente a la fábrica de ladrillos "Santiago"
de Jinotepe donde yo trabajaba, jugara quien jugara oyendo los partidos de la liga
profesional que narraba Sucre Frech, ya no se diga los de la Serie Mundial
entre los Yankees de Nueva York y los Dodgers de Brooklyn que narraba Bob Canel
en la Cabalgata Deportiva Gillette, una voz llena de calma hasta en los
momentos de mayor dramatismo, que se acercaba y se alejaba como un péndulo
debido a que las estaciones locales tomaban de la onda corta esas
transmisiones, y entonces, cuando el péndulo se alejaba, sólo don Nicolás podía
oír lo que la voz decía porque pegaba la oreja al radio instalado en su sala, y
nos lo repetía a todo el muchachero descamisado que se juntaba a escuchar el
partido en la acera.
Pero
confieso que mi peor pasión eran las figuras de jugadores de las Grandes Ligas
que venían en sobrecaos de chicles sabor de pepermín y canela, y algunas de
esas figuras, como las de Mickey Mantle o Yogi Berra alcanzaban un valor
estratosférico en los intercambios, mientras otras eran despreciadas y uno
podía hallárselas tiradas en la cuneta, como las de Carl Furillo o Salvatore
Maglie, por ejemplo, una injusticia, no sé por qué, tal vez porque jugaban en
los Dodgers y nosotros los del barrio de la ladrillería íbamos con los Yankees;
pero entre esas injusticias estaba también despreciar la figura de Casey
Stengel, el propio mánager de los Yankees, y en este caso quizá porque se le
veía como un viejo agriado y a veces chistoso que sólo se pasaba sentado en la
madriguera vigilando el juego, dando órdenes y apuntando en su libreta, y no
había manera de hacer que nadie cambiara su opinión aunque mil veces yo
explicara que se trataba de un verdadero sabio que ya había llevado a los
Yankees a ganar varios campeonatos mundiales seguidos, prueba más que clara de
que en el béisbol la sabiduría no siempre despierta admiración, sino por el
contrario encumbra más tumbar cercas, robar bases y engarzar atrapadas
espectaculares.
Todavía
tengo bien presente lo que el viejo Casey Stengel había declarado a los
reporteros antes de comenzar el quinto juego de la Serie Mundial de ese año de
1956 de que estoy hablando: "Abro con Don Larsen y no voy a cambiar de
pitcher, ni mierda que voy a ensuciarme los zapatos caminando hasta el
montículo para pedirle la pelota, porque él va a lanzar los nueve inning-s
completos, y óiganme bien, cabrones, Don los tiene de este tamaño, así, como
huevos de avestruz, y yo me corto los míos si no gana este juego" Y tenía
toda la razón. Después de que en el segundo partido de esa Serie Mundial Don
Larsen no había podido siquiera completar dos innings en el montículo,
expulsado por la artillería inclemente de los Dodgers, salió de las sombras de
la nada para lanzar aquella vez su histórico juego perfecto; y apenas colgó el
último out, don Nicolás, entendido como pocos en béisbol, al grado de que
llevaba su propio cuaderno de anotaciones y conservaba muchos récords en su cabeza,
se salió a la acera y muy emocionado nos dijo: "Vean qué cosa, el más
imperfecto de los lanzadores viene y lanza un juego perfecto".
La
aparición ocurrió una noche de noviembre, recién terminada esa Serie Mundial que
otra vez ganaron los Yankees. Había salido a orinar al patio de la ladrillería
como lo hacía siempre, dejando que el chorro se regara sobre el cercado de
piñuelas, desnudo en pelotas y calzado nada más con unos zapatones sin cordones
porque en el encierro de la bodega donde dormía el sofoco era grande y prefería
acostarme sin ningún trapo en el cuerpo, respirando a fuerza la nube de polvo
gris suspendida día y noche en el aire ya que aquella era la bodega donde
almacenaban las bolsas de cemento Canal para la mezcla de los ladrillos. Y así
desnudo estaba orinando sin acabar nunca, con ese mismo ruido grueso y sordo
con que orinan los caballos, cuando sentí una presencia detrás de mí, y sin
dejar de orinar volteé la cabeza, y entonces lo reconocí. Era Casey Stengel.
Bajo la luna llena parecía bañado por los focos de las torres del Yankee
Stadium.
Su
uniforme de franela a rayas lucía nítido y los zapatos de gancho los llevaba
bien lustrados, pues ya ven que no le gustaba ensuciárselos. Y allí en el patio
donde se apilaban los ladrillos ya cocidos, me volví hacia él, afligido de que
me viera desnudo y fuera a regañarme por indecente; pero pensándolo bien, mi
sonrojo no tenía por qué ser tanto, la indecencia está más que todo en la
fealdad; yo no era ni gordo ni flojo como ahora, una bolsa de pellejo repleta
de grasa que se va vaciando, sino un muchacho de músculos entecos,
desarrollados en el trabajo de acarrear las bolsas de cemento a la batidora,
vaciar la mezcla en los moldes y mover el torniquete de la prensa de ladrillos.
Sus
ojos celestes me miraban bajo el pelambre de las cejas, y encorvado ya por los
años dirigía hacia mí la nariz de gancho y la barbilla afilada, cabeceando
corno un pájaro nocturno que buscara semillas en la oscuridad. Mantenía las
manos metidas en la chaqueta de nylon azul y la gorra con el emblema de los
Yankees embutida hasta las orejas, unas orejas sonrosadas que se doblaban por
demasiado grandes.
"Tu
destino es el béisbol, muchacho, un destino grande", me dijo a manera de
saludo, con una sonrisa amable que yo no me esperaba, y luego se acercó unos
pasos, y así desnudo como estaba, me echó el brazo al hombro. Sentí su mano
fría y huesuda en mi piel que sudaba, cubierta del polvo del cemento que
también tenía metido en el pelo. "¿Por qué?, no me lo preguntes; es así.
Pero si insistes te diré que tienes brazos largos para un buen swing, una vista
de lince y una potencia todavía oculta para tumbar cercas que ya te vendrá
comiendo bien, huevos, leche, avena, carne roja. ¿Quieres saber más? Cuando
Yogi Berra quiso que le dijera por qué estaba yo seguro de que sería un gran
catcher, le respondí que no me preguntara estupideces, a las claras se veía que
su cuerpo estaba hecho para recibir lanzamientos, lo mismo que el de un ídolo
en cuclillas".
Desde
que se me apareció Casey Stengel supe que mi destino era darle gloria a
Nicaragua con el tolete al hombro, porque se acordarán que cada vez que me paré
en la caja de bateo hice que las ilusiones levantaran vuelo en las graderías
como palomas saliendo del sombrero de un mago prestidigitador, miles de
fanáticos de pie, roncos de tanto ovacionarme mientras completaba la vuelta al
cuadro después de cada cuadrangular.
Mi
nombre, escribió el cronista Edgard Tijerino Mantilla, pertenece a la historia,
y mis hazañas están contadas en todos esos fólderes llenos de recortes, fotos y
diplomas que se apilan allí, al lado del altar, porque cuando perdí mi casa del
barrio de Altagracia lo único que pude rescatar fueron mis papeles y dos de mis
trofeos, esos que están colocados al lado de las cajas de fólderes; aquel
trofeo dorado, que parece un templo griego sostenido por cuatro columnas, me lo
otorgaron cuando me coroné campeón bate en la Serie Mundial de diciembre de
1972 que se celebró en Managua, la serie en que pegué el jonrón que dejó
tendido al equipo de Cuba, hasta entonces invencible.
A
los jugadores de la selección de Nicaragua nos tenían alojados esa vez en el
Gran Hotel, y cuál es mi susto que la noche del triunfo contra Cuba tocan con
mucho imperio la puerta de mi cuarto, y ya acostado porque temprano teníamos
entrenamiento, y voy a abrir y es Somoza en persona acompañado de todo su
séquito, detrás de él se ven caras de gente de saco y caras de militares con
quepis, y yo corro a envolverme en una sábana porque igual que la vez que se me
apareció Casey Stengel me encontraba desnudo tal corno fui parido, y entra
Somoza y detrás de él las luces de la televisión, se sienta en mi cama, me pide
que me acomode a su lado y los camarógrafos nos enfocan juntos, yo envuelto en
la sábana como la estatua de Rubén Darío que está en el Parque Central, él de
guayabera de lino y fumando un inmenso puro, y delante de las cámaras me dice:
"¿Qué querés? Pedime lo que querrás". Y yo, después de mucho cavilar
y tragar gordo, mientras él me aguarda con paciencia sin dejar de sonreírse, le
digo: "General Somoza, quiero una casa".
Esa
casa prefabricada de dos cuartos, un living y un porche ya la tenían lista de
sólo instalarle la luz en uno de los repartos nuevos que no se cayó con el
terremoto que desbarató Managua ese mismo diciembre, fui a verla varias veces
con mucha ilusión y me prometieron que me la iban a entregar de inmediato, pero
todo se disolvió en vanas promesas con el pretexto de que el terremoto había
dejado sin casa a mucha gente más necesitada que yo. Entonces, tras mucho
reclamar y suplicar se fue un año entero, y la propia fanaticada agradecida,
aún palmada como había quedado con la ruina del terremoto, prestó oído a una
colecta pública que inició La Prensa para regalarme mi casa, y unos llevaban
dinero, otros una teja de zinc, otros bloques de cemento, y allí en mis
fólderes tengo la foto del periódico donde el doctor Pedro Joaquín Chamorro me
está entregando las llaves. Pero esa es la casa que perdí porque una hermana
por parte de padre, de oficio prestamista, a quien se la confié cuando tuve que
emigrar a Honduras, ya que nadie estaba con cabeza suficiente tras el terremoto
para pensar en béisbol, la vendió sin mi consentimiento alegando que me había
dado dinero en préstamo, es decir que me estafó, y otra vez quedé en la calle.
Hará
dos años que me presenté al Instituto de Deportes y tras mucho acosarlos
escucharon mi súplica de que me permitieran entrenar equipos infantiles, pues
aunque fuera sentado en mi taburete podía aconsejar a los muchachitos de cómo
agarrar correctamente el bate, cómo afirmarse sobre las piernas para esperar el
lanzamiento, la manera de hacer el swing largo; pero me pagaban una nada,
además de que los cheques salían siempre atrasados, exigían que fuera yo
personalmente a retirarlos, y hastiado de tantas humillaciones mejor renuncié.
¿Qué podía hacer de todos modos con esa miseria de sueldo si ni siquiera me
alcanzaba para las medicinas? Hagan de cuenta que soy una farmacia ambulante y
doña Carmen, el Señor Jesús la bendiga, se las ve negras para conseguirme en
los dispensarios de caridad las que más necesito, pastor como soy de una
iglesia demasiado pobre en este barrio donde las casitas enclenques se alzan en
el solazo entre los montarascales y las corrientes de agua sucia, la mayor
parte hechas de ripios, unas que tienen las tejas de zinc viejas sostenidas con
piedras a falta de clavos, y otras que a falta de pared las cubre en un costado
un plástico negro y en otro cartones de embalar refrigeradoras, de dónde van a
sacar mis feligreses para facilitarme el dinero de las medicinas si a duras
penas consiguen ellos para el bocado, y no sólo pasan hambre, aquí donde estoy
encerrado tengo que vérmelas con las quejas que en mi condición de pastor me vienen
todos los días de casos de drogadictos que golpean sin piedad a sus madres,
niñas que a los trece años andan ya en la prostitución, estancos de licor
abiertos desde que amanece, y yo les ofrezco el consuelo divino, aunque sé que
no basta con predicar la palabra para aplacar la maldad entre tanto delito y
tantas necesidades, y todavía dicen que aquí hubo una revolución.
Esa
mi casa del barrio Altagracia tenía para mí un valor incalculable porque me la
regaló mi pueblo de aficionados. Allí guardaba en una vitrina especial los
uniformes que usé en los distintos equipos que me tocó jugar, mi uniforme de la
selección nacional con el nombre Nicaragua en letras azules y el número 37 en
la espalda, un número que si tuviéramos respeto por las glorias ya debería haber
sido retirado para que nadie más lo usara; mis bates, incluyendo el bate con el
que pegué el jonrón contra Cuba, mi guante, mis medallas, reliquias que un día
debieron ir a dar a un Salón de la Fama; pero mi hermana la usurera no se
conformó con vender la casa al dueño de un billar sino que se hizo gato bravo
de mis preseas o las destruyó, nunca llegué a saberlo; y si hoy puedo conservar
estas cajas de fólderes y estos pocos trofeos, es sólo gracias a que otro
hermano mío, uno que después perdió las piernas en un accidente de carretera,
se metió a escondidas de ella en la casa antes de que la muy lépera la vendiera
y los rescató.
Cuando
se desató la guerra contra Somoza en 1979 yo era camionero. Con mil
dificultades había conseguido fiado un camión, y no me iba mal transportando
sandías y melones a Costa Rica, pero al arreciar los combates guardé mi camión
por varias semanas esperando que se aliviara la situación, que se presentaba
comprometida precisamente del lado de la frontera sur; y llega el día del
triunfo, contagiado de alegría pongo el camión a la orden de los muchachos
guerrilleros que van entrando a Managua a fin de acarrearlos a la plaza donde
se va a dar la celebración, no menos de cinco viajes hago aportando el
combustible de mi bolsa, y vaya a ver lo que ocurre entonces, que gente
malintencionada de mi mismo barrio que está en la plaza me acusa de paramilitar
y allí mismo me confiscan el camión, y va de gestionar para que me lo devuelvan
y todo en vano, no me pudieron probar lo de paramilitar, algo ridículo, y
entonces me salen con el cuento de que me había tomado una foto con el propio
Somoza, véase a ver, la foto aquella de la noche en que llegó por sorpresa a mi
cuarto del Gran Hotel para ofrecerme como regalo lo que yo le pidiera, una promesa
vana, ya dije, pero nada, caso cerrado, sentencian, y me voy entonces a la
agencia distribuidora de los camiones a explicarles y no ceden, deuda es deuda
alegan, me echan a los abogados en jauría, si no pagás vas por estafa a la
cárcel, con lo que de pronto me veo prófugo, el robo público que me hacen del
camión y después el escarnio de tener que huir de los jueces, ese es el premio
que me da la revolución por haber bateado consecutivamente de hit en los quince
juegos de la Serie Mundial de 1972, un récord que nadie me ha podido quitar
todavía, el premio de los comandantes a las cuatro triples coronas de mi
impecable historial. La fama que me ofreció Casey Stengel aquella noche de
luna, como bien pueden ver, no fue ninguna garantía frente a la injusticia.
De
no haber sido beisbolista me hubiera gustado ser médico y cirujano, pero la
pobreza me estranguló y desde pequeño tuve que ambular en muchos oficios,
ayudante de panadero, oficial de mecánica, operario en la ladrillería
"Santiago". "No te importe", me dijo aquella vez Casey
Stengel, "yo quise ser dentista allá en Kansas City, pero mi familia era
tan pobre como la tuya y jamás pude lograrlo, encima de que para sacar muelas
cariadas yo no servía". Con esfuerzo estudié por las noches y aprobé la
primaria, mientras de día me afanaba en la ladrillería donde me daban de
dormir; y desde que ocurrió la aparición, aún siendo poco lo que ganaba me hice
cargo de mi destino y fui apartando de mi sueldo para comprar mis útiles, los
spikes, el bate, la manopla, a costas de quedarme sin una sola camisa de
domingo, para no hablar de otros muchos sacrificios. "El béisbol es como
una santidad y nada se parece más a la vida de un ermitaño", me había
dicho Casey Stengel; "ya ves, tiene razón tu vecino don Nicolás: mi muchacho
Don Larsen lanzó un juego perfecto siendo él imperfecto, porque creyéndose
carita linda siempre le ha interesado más una noche de juerga que un trabajo a
conciencia en el montículo. De modo que a ti puedo decírtelo en confidencia,
hijo: ese juego perfecto de Don fue una chiripa, y te vaticino que en pocos años
lo habrán olvidado. La gloria verdadera, por el contrario, es asunto de
perseverancia, y cuando llega hay que apartarse de los vicios, licor,
cigarrillo, juegos de azar, y sobre todo de las mujeres, porque todo eso junto
es una mezcolanza que sólo lleva al despeñadero de la pobreza. La fama trae el
dinero, pero no hay cosa más horrible que llegar a ser famoso y después quedar
en la perra calle". Y vean qué vaticinio, todo lo que gané se me fue en mujeres.
No
sé si ya he dicho que tengo diez hijos desperdigados, todos de distintas
madres, porque en aquel tiempo de mi gloria y fama no me hacían falta las
mujeres que tras una fiesta de batazos en el estadio se acercaban a mí donde me
vieran, y me decía una en el oído, por ejemplo, mientras bailábamos: "Ando
sin calzón ni nada, restregame la mano aquí sobre la minifalda para que veás
que no es mentira", asuntos que recuerdo con recato por mi papel que ahora
tengo de pastor y con bastante remordimiento porque a ese respecto nunca logré
hacerle caso a Casey Stengel. Y por muy halagadores que todavía puedan ser esos
recuerdos, que discurren ociosos en mi cerebro sin que yo lo quiera, ahora de
qué me sirve, si a los casi sesenta años de edad que tengo padezco de
inflamación del corazón, de artritis, soy hipertenso, y sobre todo de este mal
de la gordura; y entonces esas visiones de mujeres se vuelven un tormento
mortal que debe ser mi castigo, mujeres de toda condición y calaña que se me
entregaron, dueña una de un Mercedes Benz de asientos que olían a puro cuero,
otra que me invitaba a su mansión a la orilla del mar en Casares, también
aquella de ojos zarcos que vendía productos de belleza de puerta en puerta
llevando las muestras en un valijín, lo mismo una casada con un doctor en leyes
que se tomó un veneno por mí y por poco muere, y por fin la doncella colegiala
alumna de la escuela de mecanografía que fue la que pidió que le restregara la
mano mientras bailábamos, y era cierto que andaba sin calzón ni nada.
Después
de que me expropiaron el camión quedé en el más completo desamparo y entonces
comenzaron a visitarme todos los días unos hermanos pentecostales que me
llevaban folletos ilustrados donde aparecían a todo color en la portada escenas
de familias felices, por ejemplo el esposo en overoles subido a una escalera
cortando manzanas de los árboles repletos, la esposa y los niños cubiertos con
sombreros de paja acarreando canastas con toda clase de frutas y verduras
cosechadas en su propio huerto y unos corderos blancos con cintas en el cuello
pastando en el prado verde, todo aquello bajo un sol brillante que parece que
nunca se pone, un cuadro de dicha que sólo se logra por la bondad infinita de
la fe, según la prédica locuaz de los hermanos que eran dos, uno de Puerto Rico
y el otro de Venezuela, al Señor le importa un comino la gloria mundana o los
ardides de la fama, sentados a conversar conmigo por horas como si nada más
tuvieran que hacer en el mundo que predicarme la palabra, y como si yo fuera el
único en el mundo entre tanta alma atribulada al que tuvieran que convencer, y
ya después me dejaron una Biblia, y cuando se dieron cuenta de que la fruta
estaba madura decidieron mi bautizo, que fue señalado para un día domingo.
Me
obsequiaron para esa ocasión una camisa blanca de mangas largas, que por
encontrarme tan gordo fue imposible cerrarle el botón del cuello, y una corbata
negra, para que luciera con la misma catadura que siempre se presentaban ellos;
alquilaron una camioneta de tina en la que me subieron con todo y taburete, y
conmigo en la tina iban los hermanos predicadores y unos muchachos con
guitarras que cantaron por todo el camino himnos de júbilo, y cuando llegamos a
un recodo sereno del río Tipitapa junto a una hilera de sauces, más adentro de
la fábrica de plywood, allí me bajaron y sentado en el taburete me metieron en
el río, me sumergieron de cabeza en el agua los hermanos como si se tratara del
mismo Jordán, y aunque esa noche me dio una afección del pecho y me desveló la
tos, la paz interior que sentía era muy honda y muy grata porque el Señor Jesús
estaba dentro de mí. Confieso que nunca me imaginé que yo fuera de la palabra,
si lo que sabía era batear jonrones, para lo cual no se necesita ninguna
elocuencia; pero el Espíritu Santo dispuso de mi lengua y aprendí a predicar,
por lo que los hermanos me dejaron al servicio de esta iglesia antes de partir
hacia otras tierras.
Si
algún fanático beisbolero de aquellos tiempos me viera metido aquí, entre estas
cuatro paredes sin repellar, bajo este techo de zinc pasconeado por el que se
cuelan el polvo y la lluvia, en este templo que sólo tiene cuatro filas de
bancas de palo y un altar con una cortina roja que fue una vez bandera de
propaganda del Partido Liberal, mis cajas de fólderes y mis trofeos en una
esquina, y el catre de tijera que doña Carmen me abre cada noche para que me
acueste, porque el templo es mi hogar, ese fanático que digo no creería que soy
el mismo que fui, y sobre todo si llegara a darse cuenta del estado de
invalidez en que he caído, al extremo de haberme defecado una noche mientras
dormía, en sueños sentí cómo se vaciaba sin yo quererlo mi intestino, y nunca
he padecido un dolor más grande en mi vida, amanecer embarrado de mi propio
excremento; y ese fanático que antes me adoró sufriría una tremenda decepción,
ya no se diga las mujeres aquellas que se quitaban sus prendas íntimas antes de
acercarse a mí, el rey de los cuadrangulares, para que yo les palpara la pura
piel desnuda debajo de la minifalda.
¿De
qué me sirvió la fama, conocer el mundo, salir fotografiado en los periódicos
que ahora se ponen amarrillos de vejez metidos dentro de mis fólderes en la
caja de cartón? Me acuerdo de aquella noche de enero de 1970 en el estadio
Quisqueya de Santo Domingo, era mi turno al bate y sonaba un merengue que
tocaba una orquesta en las graderías porque íbamos perdiendo ya en el séptimo
innín y la gente bailaba, gritaba como endemoniada, mi cuenta era de dos strikes
con corredor en segunda y en toda la noche no le había descifrado un solo
lanzamiento al pitcher, un negrazo como de seis pies que tiraba bólidos de
fuego, me quiere sorprender con una curva hacia adentro, le tiro con toda el
alma y entonces veo la bola que va elevándose hasta las profundidades del
centerfield, más allá de los focos, más allá de la noche estrellada,
disolviéndose en la nada como una mota de algodón, como una pluma lejana, y yo
viéndola nada más sin empezar a correr todavía, y hasta que ya no se divisa del
todo dejo caer el bate como en cámara lenta y mientras inicio el trote alzo la
gorra hacia las graderías en penumbra que ahora son un pozo de silencio al
grado que hasta mis oídos llega el rumor del mar, voy corriendo las bases lleno
de júbilo, paso encima del costal de tercera, erizo ya de emoción, y tengo unas
ganas inmensas de llorar cuando piso el home plate aturdido por el resplandor
de los flashes de los fotógrafos porque con ese batazo le he dado vuelta al
marcador, un juego que ganamos, y entonces no es ya esa noche en Santo Domingo
sino la tarde de diciembre del año de 1972 en que derrotamos a Cuba gracias al
palo de cuatro esquinas que otra vez pegué y por el que me prometieron la casa
que nunca me dieron, y ahora el rumor del mar son las voces de los fanáticos
que se alzan incesantes desde las graderías, bulliciosas y encrespadas.
El
Señor Jesús me ha puesto delante la vida y el bien, la muerte y el mal, porque
muy cerca de mí está la palabra, en mi boca y en mi corazón, para que la
cumpla; acepto entonces que no me debo quejar ni darle lugar a los remordimientos.
Y en la soledad de este templo sobre el que se desgrana el viento sacudiendo
las tejas de zinc, sentado en mi taburete de palo, ya sé que cuando la puerta
se abra sola con un chirrido de bisagras engarradas, y en la contraluz del
mediodía aparezca la figura de Casey Stengel con su cara de pájaro que busca
semillas, y me diga: "¿Estás listo, muchacho?", será la hora de
seguirlo.
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