Flakoll/Alegría
El leía su periódico todos los días y hacía lo posible, con la ayuda del
Cuyás, por desentrañar el texto inglés del National Geographic. Soñaba con
regresar a Nicaragua, al paisaje rudo y azul de su niñez.
-Me formé solo -nos dice clavando en Alfredo los ojos-. Nadie me ayudó,
excepto mi tío Gregorio.
-Cállate, viejo -lo interrumpe mamá-, ese tu tío era malo contigo.
-No, Isabel, no hay que ser injusto, con él aprendí a ser hombre. Cuando
tenía nueve años -entrecierra los ojos para enfocar mejor el recuerdo-,
caminaba un día por la hacienda con mis hermanos y ví parir a una vaca. La
ayudamos como mejor pudimos. Me sentí contento al ver el ternerito.
Era color café, con manchas blancas y el pelo húmedo. Pensé qué noble
ayuda a traer la vida al mundo. Desde ese momento no se me quitó de la cabeza
el deseo de ser médico, ginecólogo, de ayudar a las mujeres a dar a luz. Un día
se lo dije a mis hermanos y ellos se rieron. "Que vas a estudiar" me
dijeron. "Aquí tenés que quedarte con nosotros, trabajando la
tierra".
Al fin convencí a mis padres de que me dejaran ir. "Idiay" me
dijo el tío que vivía en León y era fotógrafo. "¿Qué andás haciendo por
aquí?" "Quiero estudiar, tío, le dije. He venido a ver si me permite
que viva con usted. Tal vez de algo le pueda servir". "Bueno,
quedate" me dijo el tío. "Me hace falta un muchacho que me haga los
mandados". El tío vivía solo y tenía mal genio -se ríe papá-.
Todos los días a la hora de la siesta me ponía a leerle el periódico y
pobre de mí si me equivocaba. A veces amanecía de buenas y me llevaba a pasear
con él a caballo. Me contaba de su vida, me aconsejaba que estudiara, que fuera
honrado y que ayudara a sacar a los yanquis de Nicaragua cuando fuera mayor.
Otras veces estaba de malas y entonces Dios guarde. "Te pego para
que te hagás hombre" me decía. "Después me lo vas a agradecer".
Cuando llevé a la vieja a Nicaragua -la señala papá con aire reprobatorio- me
costó para que fuéramos a verlo. No quería ni conocerlo.
-Me caí mal por todo lo que te hizo sufrir -dice mamá levantando los
ojos de su costura-. No sé cómo no le guardaste rencor.
-Al fin la convencí -prosigue-. Era preciso que el tío Gregorio conociera a mi linda mujer y que viera mi título de médico. ¡Hubieran visto! Estaba feliz como un muchacho.
No -dice papá, clavando en Alfredo los ojos-, le debo mucho. El me
compró mi primer par de zapatos y me enseño a ser hombre.
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