6 de junio de 2012

Me enseño a ser hombre


Flakoll/Alegría

El leía su periódico todos los días y hacía lo posible, con la ayuda del Cuyás, por desentrañar el texto inglés del National Geographic. Soñaba con regresar a Nicaragua, al paisaje rudo y azul de su niñez.

-Me formé solo -nos dice clavando en Alfredo los ojos-. Nadie me ayudó, excepto mi tío Gregorio.

-Cállate, viejo -lo interrumpe mamá-, ese tu tío era malo contigo.

-No, Isabel, no hay que ser injusto, con él aprendí a ser hombre. Cuando tenía nueve años -entrecierra los ojos para enfocar mejor el recuerdo-, caminaba un día por la hacienda con mis hermanos y ví parir a una vaca. La ayudamos como mejor pudimos. Me sentí contento al ver el ternerito.

Era color café, con manchas blancas y el pelo húmedo. Pensé qué noble ayuda a traer la vida al mundo. Desde ese momento no se me quitó de la cabeza el deseo de ser médico, ginecólogo, de ayudar a las mujeres a dar a luz. Un día se lo dije a mis hermanos y ellos se rieron. "Que vas a estudiar" me dijeron. "Aquí tenés que quedarte con nosotros, trabajando la tierra".

Al fin convencí a mis padres de que me dejaran ir. "Idiay" me dijo el tío que vivía en León y era fotógrafo. "¿Qué andás haciendo por aquí?" "Quiero estudiar, tío, le dije. He venido a ver si me permite que viva con usted. Tal vez de algo le pueda servir". "Bueno, quedate" me dijo el tío. "Me hace falta un muchacho que me haga los mandados". El tío vivía solo y tenía mal genio -se ríe papá-.

Todos los días a la hora de la siesta me ponía a leerle el periódico y pobre de mí si me equivocaba. A veces amanecía de buenas y me llevaba a pasear con él a caballo. Me contaba de su vida, me aconsejaba que estudiara, que fuera honrado y que ayudara a sacar a los yanquis de Nicaragua cuando fuera mayor.

Otras veces estaba de malas y entonces Dios guarde. "Te pego para que te hagás hombre" me decía. "Después me lo vas a agradecer". Cuando llevé a la vieja a Nicaragua -la señala papá con aire reprobatorio- me costó para que fuéramos a verlo. No quería ni conocerlo.

-Me caí mal por todo lo que te hizo sufrir -dice mamá levantando los ojos de su costura-. No sé cómo no le guardaste rencor.

-Al fin la convencí -prosigue-. Era preciso que el tío Gregorio conociera a mi linda mujer y que viera mi título de médico. ¡Hubieran visto! Estaba feliz como un muchacho.

No -dice papá, clavando en Alfredo los ojos-, le debo mucho. El me compró mi primer par de zapatos y me enseño a ser hombre.

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