Rubén Darío
El día gris
se presta a las ilusiones.
Y en el aire,
he aquí los mirajes:
Un campo de
pelea, grande y noble concurrencia, dos caballeros reales, armaduras, yelmos,
morriones; Turín y Orleáns van a luchar.
¡Batid,
tambores; sonad, clarines!
Las damas
tienen rosas en los corpiños, las banderas flotan a los heroicos vientos, el
cielo está azul como el éxtasis; imponen, hermosas, las anguilas bordadas.
Solares,
irradian los oros de las joyas. Nada como el ojo de la princesa que ilumina de
glorioso presagio al príncipe novio.
¡Batid,
tambores; sonad, clarines!
Un caballo,
crin de Berbería, golpea el suelo con sus zuecos de bronce; otro caballo, ojo
de llama, sacude la cabeza, y relincha como en el libro de Job.
Un príncipe
tuvo por madrina una hada; otro por padrino a un encantador. Y el uno ama la
rosa blanca y el unicornio, y el otro el clavel rojo y la quimera.
¡Batid,
tambores; sonad, clarines!
El escudero
del uno es buen citarista; el escudero del otro sabe juegos de manos, y a la
hora de asar el jabalí, junto al hogar no hay como él para decir decires y
contar cuentos.
El escudero
del uno tiene una mejilla partida de un sablazo: al escudero del otro le faltan
cuatro dedos: ambos son gordos y tienen buen apetito.
¡Batid, tambores;
sonad, clarines!
El torneo
empieza y al primer choque, las dos armaduras parecen bañadas de plata,
flordelisadas de fuego. En los estrados dice una voz que el uno se asemeja a
San Miguel Arcángel; y otra le contesta que el otro es igual a San Jorge, aquel
divino hermafrodita que da de beber a su caballo después de matar al dragón.
¡Batid,
tambores; sonad, clarines!
Un águila
pasa por el cielo y dice: ¡Turín!
Otra águila
pasa por el cielo y clama: ¡Orleáns!
A lo cual
contesta un estandarte ondulando al viento norte.
A lo cual
contesta otro estandarte ondulando al viento sur.
Y un águila
se coloca en la punta de un asta y otra en la otra.
¡Batid,
tambores; sonad, clarines!
Al segundo
choque un príncipe es desarzonado; y al caer hace la armadura como un trueno de
oro. Y el águila de su estandarte, parte, triste, a decir a Francia el duelo.
El de Turín
hace caracolear su caballo; del corpiño de la princesa novia se desprende la
más rosada rosa y de su sonrisa, también la más rosada, vuela una promesa.
¡Batid,
tambores; sonad, clarines!
Y el miraje,
cruel fata-morgana, cambia, y la musa me tira de las orejas.
He aquí dos
levitas; he aquí dos reales clubmen; he aquí un Orleáns periodista y un Turín
espadachín.
Y mientras el
arte quiere unir lo que las políticas rompen, y circula más fragante y potente
que nunca la sangre latina, y la alondra canta a la loba, el hijo del duque de
Chartres reportea poco discretamente; por lo cual el hijo de Amadeo le mete el
sable en la barriga.
¡Batid,
tambores; sonad, clarines!
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