Fernando Centeno Zapata
Al
pasar el vehículo, dos mujeres desgreñadas estiraron sus huesudas manos para
que se detuviera.
-Indias
brutas –dijo el chofer-, como si es caballo el que voy manejando.
Las
mujeres discutieron el precio de la “llevada” con el conductor. Al fin
treparon.
La
primera saludó con las encías al subir: los dientes delanteros se le habían
escapado, dejando una ventana abierta por donde silbaban las palabras.
Con
la segunda, subió la “marimba”: siete caritas lánguidas y alunadas –como mangos
alunados-, dos gallinas, un perro flaco y sarnoso, un gato chelicoso, con una
quemada de manteca en la cara, y un motete de ropa sucia que hedía. Todos ellos
también hedían.
Se
sentaron juntos, apiñados, miedosos, como queriendo darse calor, las mujeres en
medio, los cipotes a los lados, uno iba chineado , la mujer lo arrullaba y
trataba de cubrirlo con unos harapos andrajosos que si le tapaban la carita se
le salían los pies. El muchacho iba emberrinchado.
-¡Va
con la calentura o es que lleva hambre este jodido! –le dijo a la compañera que
llevaba otra cipota cargada. La criatura volvió a verla con unos ojitos rojos
que le salían de unos párpados hinchados; tosía con dificultad, como si una
mano le apretara la garganta, se retorcía, por los pies y la carita, carita de
ángel de iglesia abandonado, le iba brotando el sarampión.
La
mujer ya no aguantó más, porque todos los del “chunche“ le iban protestando por
el berrinche y se levantó la camiseta para darle de mamar; el muchacho no mamaba,
pero ya llevaba un tapón en la boca, un tapón sucio, negro, tierroso, con unas
venas moradas y gruesas que se le metían en la boca. El muchacho se durmió o se
desmayó, pero terminó el berrinche y terminaron también las protestas.
*****
El vehículo que iba sin escape, hacía un ruido del demonio y subía en primera
la cuesta del cerro, un cerro panzón, que llevaba la carretera apretada a su
barriga, como un fajero.
La
mayorcita de aquella extraña carga, una niña de siete años, seguía con los ojos
el paisaje, unos ojos amarillos, su pelito lacio, suelto al viento, hacíale
cosquillas a la otra hermana que se le recostaba en el hombro, ésta iba
mareada, sudaba helado, por fin vomitó sobre las gallinas las que no hallaron
qué comer en aquel vómito blanco, chirre, espumoso. El perro lamió la sombra
húmeda que había quedado pegada en el piso.
La
muchachita se sacó un sonoro coscorrón en la cabeza.
Sobre
la carpa del “chunche”, el sol hervía, y los frágiles espejos del viento
quebrábanse al pasar.
Siguiendo
la carretera, volaba un río con sus líquidas alas, por fin, como una lanza, se
metió en el monte y desapareció...
Una
mujer ciega, con una cara picada de viruelas, “volaba” a las criaturas porque
la iban apretando.
-Muchachos
brutos, parecen animales- les dijo la ciega con voz colérica.
Los
muchachos, al verla, le tuvieron miedo y se enrollaron como un yagual.
-Va,
pues –contestaron las mamas, y el ruido del motor hicieron chingaste las demás
palabras, que le salían silbando por la ventana de la dentadura de una de
ellas, envuelta en la saliva prieta de su chilcagre.
La
vieja, al oírlas, abrió los ojos, no vio nada, y se quedó callada.
*****
A la entrada del pueblo, el “chunche” se paró en seco, se sacudió el polvo
violentamente y siguió temblando su parálisis.
Todos
los del “chunche” también temblaron.
El conductor, un negro con una negra conciencia, saltó de la cabina como una fiera en acecho y comenzó a cobrar: siete.... ocho.... nueve córdobas.... El niño de pecho también paga.
Las
mujeres esculcaron el motete, lo revolvieron, y dentro de los trapos sucios que
hedían (ellos también hedían) sacaron los “riales” y comenzaron a contar....
La
mano del cobrador se habría como una maldición: cinco puñales de avaricia
clavados en el corazón de la miseria.
-Señor,
rebájenos que no nos queda ni para la comida, mire que no hemos pasado bocado
desde que salimos....
El
“chunche” pitaba y pitaba, iba atrasado en su itinerario. El conductor, al
despedirse, le arrebató de la mano el último peso a la mujer, y la mano quedó
vacía, como el estómago de aquella extraña tropa.
El
niño de pecho sufrió un ataque y otro y otro: se estiraba, se encogía, se iba
poniendo morado, la boquita espumosa y torcida, lo ojitos brillantes; otro
ataque y por fin un suspiro....
La
madre gritó, todos los cipotes también gritaron.
El
“chunche” salió huyendo, envolviendo con su ruidaje las lamentaciones.
Los
gritos de angustia y de dolor se partieron en el filo de aquel rayo de sol que
caía indiferente sobre la tierra.
Los
curiosos acudieron con los ojos abiertos, abrieron la boca y alguien,
caritativo, propuso comprar las gallinas:
-Ocho
pesos por las dos...
-Si
me costaron cinco cada una, señor, no me haga perder...
Por
caridad señor, es una ayuda....
-Siete
cincuenta, si se resuelve ya....
-Siete,
si los quiere, y antes que me arrepienta.
La
mujer tomó los siete pesos. De sus brazos se le escapó un soplo de vida que
como una hostia arrugada se hundió en el misterio....
En
la extraña tropa iba uno menos.
La
tierra estaba caliente, hervía...
La
mujer cargó con el perro que lloraba. Y siguieron el viaje......
una pregunta como era el ambiente de este cuento
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