29 de abril de 2010

Historia de amor con final anunciado

Cuento de Bolivar González.

Llego al trópico vestido de negro. Al bajar de la lancha aquella tarde extremadamente calurosa y polvorienta, era imposible no fijar la atención en su figura lánguida, su tez del color de noches desveladas y de frío. Su belleza flamenca y deslucida en medio del tumulto de colores, gritos, y olvidados de Dios, resultaba una visión incongruente, absurda, divertida... Cargaba una mochila donde más tarde yo encontraría los libros que ahora llenan mis noches. Camino lentamente por la única calle asfaltada del pueblo; buscando con su mirada perdida un lugar donde encontrarse. Se instaló en la única pensión. Luego se duchó sin prisa, sintiendo el extraño olor metálico del agua, escuchando la bandada de chocoyos que volaban hacia el volcán vecino.

Sacó la poca ropa que tenía y la puso en el ropero. Luego se desnudó y se acostó en el viejo cobertor de extraños celestes. Respiró profundamente oliendo el polvo seco que lo cubría todo, estornudó. Sus enormes ojos amanecieron fijos en el viejo cielo raso agrietado por las lejanas lluvias. Sus ojos miraban el pasado, recordando otro mundo mas allá del calor y el polvo.

Todas las tardes caminaba al encuentro del lago, los campos secos le recordaban el otoño, las hojas resecas y doradas le hacían doler el alma. Contaba los pasos con su andar de muchacho despreocupado. Se sentaba en el viejo bote tirado bajo la sombra de un anciano árbol; mirando con fervor cómo el Sol quemaba el día y teñía de sangre el agua.

Le veía pasar todas las tardes, desde el primer momento que lo vi, supe que ese andariego marcaría mi vida. En el pueblo decían que el extranjero venido de tierras frías, estaba loco. Lo confirmaba el hecho de que no hablara con nadie, que se la pasara todo el día en la cama, que comía poco y hablaba con las urracas. Yo intuía su sufrimiento y me invadía el deseo de tenerlo conmigo; cada vez que lo miraba sentía una necesidad imperiosa de ayudarle con su carga. Lo veía cada día más lánguido, más solo, más triste, hasta que después de muchas tardes él me miró, y me sonrió.

Después nos veían conversar en la orilla del lago, vieron que reíamos y también vieron cómo nos tomamos de la mano. Esa mano que era mi sostén y que ahora tanto extraño. Por la noche regresábamos juntos al hostal; el pueblo nos miró extrañados. No podían entender nuestro amor, ni comprendían que pudiéramos caminar juntos siendo tan distintos. Me tomó de las manos muy dulcemente, sin temor y habló de su mundo. Me contó de calles enormes como ríos, de edificios tan altos como montañas y de gente bella y lejanas como dioses. Sentí miedo porque comprendí que lo amaba, y que yo no pertenecía ni a su mundo, ni a su gente, ni a su tiempo.

Hicimos el amor sobre el viejo cobertor, nos desnudamos con cariño, y sus manos y su boca recorrieron todo mi cuerpo como si me conociera desde siempre. Respondí a sus besos con toda la pasión de mis noches de soledad y con la avidez de mi cuerpo joven y marchito a la vez. Nos amamos intensamente, el viento traía olores de felicidad compartida, mientras cansados dormíamos tomados de la mano. Fuimos felices.

Los días habían adquirido sentido y la naturaleza renacía con las primeras lluvias del invierno. Caminábamos juntos hasta el lago, nos estremecía el atardecer y nos besábamos con sabor a tamarindo; la gente nos miraba con envidia puesto que nuestro amor era un agravio a sus míseras vidas. Regresábamos a la pensión donde nos amábamos con la ternura de los amores de antes. Poco a poco aprendí de memoria su cuerpo, encontré su alma, me fascinaba escucharlo hablar su lengua; adoré sus ojos tristes; entendía sus silencios y su melancolía; comprendí también que extrañaba su pasado y su futuro.
 
Cuando aquel día vino a verme con el telegrama en las manos, entendí que el ciclo había sido cumplido. Sus ojos azules no disimulaban su llanto; me tomó de las manos, me acarició la cara y besó mis lágrimas, dijo que se marchaba, que su amor de antes y de siempre lo esperaba. Me dio un último beso y se alejó, seguro de su destino. Ahora camino solo hacia el lago mientras el Sol enrojecido añora sus manos.

La Ciguacoatl

Recopilado por: Luis Castellón.
(Publicado por La Prensa, el sabado 18 de mayo del 2002)

Cuenta la leyenda que en un antiguo pueblo aborigen, asentado a orillas del Río Viejo, existía una hermosa mujer esposa del cacique principal. Se decía que esta mujer, de proceder extraño y misterioso, acostumbraba ir todos los viernes a un determinado lugar del río, llevando abundantes alimentos, aves ricamente preparadas y sabrosas bebidas.

Uno de los servidores del cacique, extrañado por el comportamiento de la mujer, determinó seguirla a prudente distancia. Lo que vio ese día lo aterró tanto que echando a correr fue a contárselo a su Señor. El cacique no dijo nada a su mujer fingiendo ignorancia. El siguiente viernes la sigió, y confirmó lo que le dijera su servidor.

Vio, según dice la leyenda, que sentada en una piedra junto al río golpeaba con su mano el agua, y al llamado emergía impetuosamente una inmensa serpiente que tenía su cueva en el mismo río. El terrible reptil, posaba su inmensa cabeza en las bellas piernas de la mujer, y una vez alimentada, serpiente y mujer se entregaban al placer sexual.

El indignado esposo mató a la infiel mujer. Entonces la enfurecida serpiente agitó las aguas del río y su corriente destruyó el milenario pueblo. Según la leyenda, los sobrevivientes reconstruyeron su pueblo, al cual dieron por llamar Ciguacoatl, que en lengua nahuatl significa mujer serpiente .

El Sisimique

Recopilado por: Francis Orozco.
(Publicado por La Prensa,  el sábado 18 de mayo del 2002)

Contaban que siempre que comenzaba a oscurecer se aparecían dos enormes animales con cara de hombre, tenían los ojos rojos como llamas, una cola bien larga y se llamaban el Sisimique y el Sisimicón.

Decían que estos animales se les aparecían a las muchachas solteras y que si les gustaban se las llevaban enrolladas con la cola.

Donde primero se aparecían era en el río y después seguían el camino para la casa y que en camino iban llamando a las muchachas a las que les gustaba hacerle ojitos a los hombres, y se oían unos gritos y gruñidos que nadie podía imitar.

Decían que para que el Sisimique y el Sisimicón no entraran a las casas no había que hacer ruido, muchos menos reírse, ya que las risas de las mujeres era lo que más les gustaba.

A varias muchachas se las habían robado, porque ellas eran bien bandidas y ellos sabían dónde había mujeres que les coqueteaban a los hombres.

14 de abril de 2010

Los caminos del Señor

Cuento de Juan Centeno

Pablo despertó aquella mañana de diciembre con el mismo ruido que hacía la gente del mercado. Se sentó al borde de la cama y le pidió a Dios que lo cuidara ese día. El no era un hombre religioso, pero desde pequeño su madre lo llevaba a la iglesia bautista donde aprendió a no arrodillarse ante las imágenes ni a creer en los santos. Por eso se enojaba y profería insultos contra el alcalde cuando se enteraba que de los impuestos se compraba la pólvora para las festividades de los católicos o cuando a la medianoche era despertado por el sonido incesante de una sirena, entonces se agarraba los cabellos y gritaba:

-Va entrando la virgen ¡ Va entrando la virgen !

Ya no se diga cuando saltaba de la cama a las cuatro de la madrugada asustado por las veinti-tantas detonaciones en honor a la virgen, que hacían caer en su rostro puños de arena del cerro negro que aún quedaban en el techo de su casa. Cuando terminó la oración se metió al baño. Llevaba siempre su pequeño radio para oír las noticias de la mañana.

Aquel hombre llamado Pablo tenía 40 años y una especial relación con Dios. Se dirigía a él como a un viejo amigo y le pedía ayuda para todo lo que debía hacer cada día, desde encontrar un taxi al salir a la puerta hasta rogar encarecidamente que al bajar no estuviera lloviendo. En más de una ocasión, cuando Pablo tenía una cita de amor, le pedía a Dios no desbordarse al primer intento o encontrar los puntos más excitantes en su pareja y dejar a su amante complacida tras los estertores de la pasión. Así era Pablo de amigo con Dios y Dios le entendía y le ayudaba a cumplir sus deseos, total era por una buena causa.

Esa mañana, Pablo salió de la ducha con la plena confianza que contaba con la protección del altísimo. Se marchó al trabajo. A la hora del café como era la costumbre, los empleados conversaron sigilosamente sobre el último escándalo de corrupción del gobierno, luego todo transcurrió con la normalidad de siempre. Al llegar las cinco de la tarde, el viejo reloj anunció el final de la jornada de trabajo. Los amigos de Pablo hacían planes pues era viernes y había que empezar temprano el fin de semana. Pablo se unió al grupo, no sin antes pedir a Dios que le fuera bien en aquella jornada de tragos y diversión. Más tarde la noche se fue haciendo vieja y casi al amanecer los amigos dejaron a Pablo cerca de su casa. Con paso tambaleante fue buscando las referencias necesarias para orientarse y poder llegar. Cuando estaba a una cuadra de su destino, un grupo de maleantes lo interceptó; lo despojaron de su cartera, el reloj, los zapatos... y como los borrachos son valientes se quiso defender de tal agresión. Un helado cuchillo se hundió varias veces en su abdomen, al final quedó tirado en la calle sintiendo que la vida se le escapaba poco a poco y peor aún, abandonado por Dios.

Un mes después, Pablo aún no se acostumbraba a defecar por aquel orificio que conectaba a una bolsa plástica, pero no le importaba, a fin de cuentas seguía vivo. Además, al momento de la operación los cirujanos extirparon de su intestino una masa que resultó ser un tumor maligno, descubierto a tiempo gracias a la puñalada que recibió aquella noche. Cuando le dieron la noticia, miró al techo, guiñó un ojo agradeciéndole a Dios – su cómplice – y acarició suavemente el cabello de Maria Eugenia, la más bella enfermera del hospital de León, mientras sonreía y pensaba: ¡Qué maravillosa es la vida y que sorprendentes son los caminos del señor!

4 de abril de 2010

Las gallinas de la difunta

Por Adolfo Calero Orozco

Como tirado a la buena de Dios, a media cuestecita, quedaba el rancho de los Garmendia. Si se subía un poco por detrás, podía contemplarse un extenso valle, todo verde y apenas arbolado, que se dilataba hasta el pie de la cordillera; si se bajaba unos pasos por delante, lueguito estaba uno sobre el riachuelo, que venía de muy lejos serpenteando entre la verdura chontaleña que por las tardes es casi azul. Sobre el nivel de la planicie se alcanzaba a ver la cresta de una robusta arboleda densa y verdeoscura, que seguía la line ondulada del curso del río, aunque sin lograr destacarse toda entera sobre el horizonte, como que fincaba sus raíces en la negra tierra de la hondonada.

Ahí mismo, junto al chagüite que se nutría en la humedad del bajo, había estado por años y años el viejo rancho, miserable y aislado. En la comarca seguía llamándolo de los Garmendia, por más que solo un Garmendia quedaba, que era Secundino. El más viejo, primitivo había acabado matoneado una noche que volvía de la fiestas de San Blas y José Juan, el otro Garmendia, se fue una vez para la guerra, reclutado, y nunca volvió. Había habido también dos mujeres, pero de ellas “sepa el Diablo”, como decía Secundino, ambas buscaron hombres apenas alcanzada la pubertad y se fueron de la comarca, donde unos creían que estaban sirviendo en Granada y otros que se había hecho malas en Managua.

A Secundino le tocó, pues, enterrar a la vieja el día que le llego su sábado a la pobre.

Fue un viernes, al filo de medio día, que la señora se estiro de veras después de una enfermedad de 15 días. Don Marcial el curandero que la estuvo viendo, dijo “que había sido el hígado”; toda la gente que llegó a la novedad de la agonía y del final repetía “que había sido del hígado”.

Apenas volvía a entrar al rancho Secundino, que había salido a dejar en el sol el cuero de res, que sirviera de último lecho a su progenitora, cuando se le acercó don Marcial y ambos estuvieron hablando en voz baja por unos momentos estaban arreglando las cuentas de la asistencia, eso podía colegirse, porque Secundino se llevaba las manos a los bolsillos y luego se encogía de hombros, con la cabeza ladeada. Los presentes callaban siguiendo atentamente con la vista los gestos que acompañaban al diálogo. Secundino le estaba diciendo al curandero que no tenía ni un centavo para pagarle, pero finalmente llegaron a un arreglo: Don Marcial se cobraría quedándose con las gallinas de la difunta, volvería al anochecer para cogerlas de los palos, mientras los animales durmieran. Y así se despidieron, satisfecho él y Secundino conforme.

Las dos o tres comadres que se habían encargado de los detalles domésticos en el rancho, con motivo de la muerte, contaron a los presentes, que eran todavía pocos, y tras un viaje al chagüite, y una recogida de huevos (que esos no entraban en el trato con Don Marcial) le dieron un “ bocado” a todos, que estaban “pasados” pues ya eran casi las tres. Después del “puntalito” algunos se marcharon a invitar gente para la vela y buscar entre los conocidos, macanas, palas y una guitarra. En cuanto al aguardiente, Secundino mismo tendría que arreglárselas de algún modo para proveerlo, pues era de rigor que a él le tocara.

A medida que la tarde caía iban llegando donde los Garmendia otros vecinos y amigos, unos a caballos, los más a pie. Volvieron los de la macana y empezaron a cavar las 7 cuartas de ley en un planito inmediato; volvió el de la guitarra y muy discretamente la dejo colgando de un gancho del lado de afuera del envarillado, sin templarla siquiera con toda la aprobación de los circunstantes que estaban acordes en que “era muy temprano para darle comienzo ya”.

Cuando Secundino vio que la concurrencia se nutria y que ya podían ser mas de las cuatro, le pidió a una vecina “que le viera un ratito el cuerpo” y en la compañía de los buenos amigos salió a caballo. Sus alforjas de mecates iban vacías.

No fue larga la ausencia del doliente ya cuando volvió, los tapones de olotes de las botellas litreras asomaban de las alforjas, a ambos lados de la albarda moviéndose al compás del paso de la bestia -“como que ya viene el blanquito”-“Como que ya viene”.

Era mucho pedir que se esperara hasta la noche para empezar con las botellas. Por una parte los excavadores estaban sudando a mares y expuestos a resfriarse, por otra la gente podía pensar que la dilación obedeciera a tacañería del doliente, y así lo mejor era descabezar el primer litro.

El campesino gusta de darle cierta formalidad a la toma de su primera copa del día: alza el cristal hasta la altura de sus ojos, contempla el cordoncillo de burbujas que se forma contra el vidrio, carraspea, escupe, se pasa por los labios –como si se los limpiara- la manga de la camisa que lleva puesta, o el brazo mismo desnudo, y luego dice: “salú” a los que esperan su turno… Uno de estos le cambia por jocote la copa vacía. Con los tragos siguientes la ceremonia es harto más breve.

A medida que el nivel del aguardiente bajaba en las botellas el de la animación subía en los circunstantes; aún entre los muy contados que todavía no habían empezado; aún entre las mujeres.

Junto a una de las entradas del rancho, las comadres que habían arreglado el “puntalito” estaban discutiendo cómo se las arreglarían para dar a la gente algo de comer “a la hora llegada”. En la casa no había otra cosa más que gallinas y los plátanos, y con las gallinas no había que contar, porque era la paga de don Marcial; en cuanto Secundino, ya lo había dicho “que como tener reales no tenía ni medio”. Había vecinas que seguramente contribuirían con café negro, con frijoles, con huevos… Ah, pero que fácil sería todo si se pudiera disponer de las gallinas.

El problema parecía sin solución inmediata cuando llegó al rancho la señora Paya, tan “curiosa” y tan autorizada como don Marcial en eso de asistir enfermos y de verlos sanar o verlos morir, según lo quisiera Dios. De una vez pasó ella al lado del cadáver, que descansaba sobre un tapesco; le quitó de la cara el trapo que se la cubría y se puso a contemplarlo con mucha atención, en silencio. Una de la mujeres que se había ido a situar cerca de ella, impaciente ya de no oír a doña Paya su cesuda opinión o decir una palabra por lo menos, se atrevió a insinuar: “fue el hígado…” la curandera la oyó sin darse por avisada, y todavía guardó silencio unos instantes más, en seguida alzó a ver a la que dijo “fue el hígado”, y cabeceando su parecer negativo, declaró con un aplomo que no dejaba campo para la duda: -“fue el bazo”.

Los que alcanzaron a oírla se miraron unos a otros con sorpresa y sin mas pasaron las voz al resto de veladores:

“Doña Paya dice que fue el bazo”. “Fue el bazo”. Pronto le llegó la nueva a Secundino.

-“Ya viste? No fue el hígado. Doña Paya dice que fue el bazo”.

-“Que sabe don Marcial!”

-“Las gallinas era lo que él quería”.

-“Mejor hubieras llamado a doña Paya, no que fuiste trayendo a don Marcial…”

Muy bien, pero si había sido el hígado o el bazo la botella seguía circulando y la copita única acompañándola en la órbita que describía como el lucero haragán sigue a la Luna. Ya el de la guitarra había empezado a ponerla con un rasgue timorato primero, mas subido después y un apretar y aflojar de clavijas. La Zoila Rosa segura de que algo le tocaría cantar a ella dada la fama de voz, estaba calladita, pensando cual debía de ser su primera tonada de la noche; Marco Antonio, el mejor zapateador en dos leguas a la redonda había observado el piso del patio que le pareció más duro y más parejo por detrás de la casa que por el frente y las comadres de la comida seguían preocupadas con aquello de que no habría gallinas disponibles para dar de cenar a los veladores.

Ah, pero los tragos aguzan el ingenio y con el ardorcito del último quemón todavía jugándolo en el cielo de la boca el viejo Simón en voz bien alta se dirigió a un grupo que le quedaba cerca:

-Yo digo que si fue el bazo, Secundino no tiene porqué deberle nada a don Marcial que le dio a la difunta cochinadas contra el hígado.

Aquella sabía observación cayó como una luz en las tinieblas para las comadres de la comida, una de las cuales inmediatamente argulló:

-Pues claro! Y si no fue el hígado más bien debía de tener vergüenza y no andar cobrando gallinas. Las gallinas son de la difunta y nosotras podemos retorcerlas para su vela.

Nunca su gestión alguna fue más unánimemente aprobada y acogida. Todo mundo estuvo de acuerdo, primero: en que “había sido el bazo” y no el hígado; segundo: en que don Marcial no tenía derecho a ningún cobro por haber estado dándole a la difunta cochinadas contra el hígado, y tercero... bueno, las pobres gallinas no tuvieron tiempo para saber si fue antes o después de cogerlas que ya le estaban retorciendo el pescuezo, porque todas fueron ejecutadas en cuestión de segundos y mas bien faltaron animales para tanta mano exterminadora.

***
Una sonrisa de triunfo iluminaba los rostros de las comadres mientras se aplicaban con singular diligencia a la preparación de las gallinas de la difunta entre chismes y bromas.

-Niñá, aunque sea unos tomatitos le debíamos de guardar a don Marcial.

-O unas plumas…

-El viejo bruto! Decir que había sido el hígado…


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