17 de diciembre de 2015

La colina 155


Sergio Ramírez Mercado

A Henry Ruiz (Modesto)

La falta de la tapa del manjol puede ser causa de graves accidentes para los conductores de vehículos inadvertidos, y peor, para los peatones, sobre todo si se aventuran de noche por el medio de la calle. Esta clase de accidentes se ha multiplicado en los últimos tiempos debido al alza exagerada en los mercados internacionales del precio de los metales que se usan para fabricar las tapas, hierro, cobre, bronce, lo que las hace objeto de constantes robos.

El precio del cobre, por ejemplo, se ha triplicado en cinco años y ha alcanzado dieciséis mil dólares por tonelada, mientras que el valor del plomo ha llegado a un récord histórico de cuatro mil dólares por tonelada, precio similar al del bronce. La causa principal es el consumo voraz de esos metales por parte de países como China o la India.

Este fenómeno alienta a los talleres de fundición en Managua a comprar de manera inescrupulosa piezas y artículos metálicos que son producto del robo, entre ellas las tapas de los manjoles, cables del tendido eléctrico y telefónico, y medidores del servicio de agua potable. No se salvan los objetos sagrados de las iglesias, ni las verjas y adornos funerarios de los cementerios, ni tampoco los prohombres ilustres, como ocurrió en Managua con el busto de bronce del general Bernardo O’Higgins, recuperado por la policía una madrugada de manos de una cuadrilla de ladrones a quienes dieron persecución después que lo habían separado de su pedestal en la avenida de los Próceres de América, y lo transportaban en una carretilla de mano con la intención de venderlo a una chatarrería para ser fundido.

(Otro metal que goza de alta demanda es el aluminio, pues dada su ligereza de peso, su flexibilidad y resistencia, ya se sabe que es útil en la fabricación de envases desechables, sobre todo latas de bebidas, y permite el reciclaje. Quienes se dedican a recogerlos lo hacen sin exponerse a cometer acciones delictivas, pues generalmente se los encuentra en los tachos domésticos de basura y en los de restaurantes, hoteles, discotecas y cantinas.)

Había escrito lo anterior buscando la manera de dar inicio a esta historia, pero me está alejando del tema, y es lo primero que recomiendo a mis alumnos en los talleres literarios: una vez que se ha hecho la escogencia del asunto central en un cuento, no alejarse nunca de él y enfrentarlo sin rodeos. Al toro siempre por los cuernos.

Pero aún así, el asunto de los manjoles y las latas me da dos posibilidades de abrir la narración, que vamos a llamar A y B:

En la posibilidad A, un hombre de unos cincuenta años, que calza unas viejas botas militares, camina la mañana de un miércoles, a eso de las ocho, a la par de su hijo, por una de las calles sombreadas de los Altos de Santo Domingo, en el área residencial del sur de Managua, empujando un carretón. El hijo tiene unos doce años. El oficio del hombre es esculcar en los tachos de basura, con la ayuda del niño, en busca de latas desechadas de cerveza y bebidas gaseosas. Nada más le interesa. Es miércoles porque ese día pasa por el sector el camión recolector de la Alcaldía Municipal, y los tachos son sacados a las aceras desde temprano. Hacen el trabajo de la manera más callada posible para no poner en advertencia a las empleadas domésticas a quienes no les gusta para nada que revuelvan la basura que luego queda derramada sobre la acera.

Pero da la casualidad de que esa mañana, en el portón de servicio de una de las residencias, una empleada de uniforme celeste y delantal blanco está recibiendo de un mensajero montado en su motocicleta la factura de cobro de la luz eléctrica, y ve venir al hombre y al niño. La empleada es joven y agraciada, y su pelo negro luce húmedo porque acaba de bañarse. Ya los conoce, se ha peleado algunas veces con el hombre debido al reguero de basura, por lo que él intenta pasar de largo con el carretón, pero ya cuando el mensajero acelera y se pierde a la vuelta de la esquina, ella lo llama y le dice que adentro hay montones de latas, y se las ofrece.

Podríamos anotarlo como un rasgo repentino de generosidad, pero lo cierto es que la noche anterior ha habido allí una fiesta de cumpleaños con abundantes invitados. Es un excelente trato. Ella se libera de una carga porque le tocaría recoger las latas, meterlas en sacos de plástico negro y sacarlas a la vereda. Él recibe a cambio un tesoro, el equivalente de toda una mañana de búsqueda bajo el sol, adelantándose al paso del camión, que lo llevaría fuera de los linderos de los Altos, hacia Lomas de Santo Domingo y el Mirador.

Es por esa razón que el hombre y su hijo, precedidos por la empleada, entran aún un tanto temerosos a la residencia por la puerta de servicio, y siguiendo una vereda de piedra cantera que se abre en medio de la grama rasurada, bordean una piscina de aguas turquesa a resguardo de una alameda de cocoteros enanos cargados de frutos, para llegar hasta el rincón donde la noche anterior estuvo instalado el bar, la larga mesa de patas metálicas plegables ahora desnuda del mantel aún allí, y al lado de la mesa unas javas de vasos de alquiler y dos grandes recipientes de zinc que sirvieron para enfriar las latas de bebidas. El hielo ya se ha disuelto por completo en los recipientes, y en el agua nadan algunas latas que no llegaron a ser abiertas. Junto a un muro coronado por una frondosa mata de buganvilia, está el túmulo de latas vacías que los meseros fueron tirando de manera indolente, algunas de ellas estrujadas.

La mujer desaparece por un momento, y regresa con un atado de bolsas plásticas negras de las gigantes, que ellos de inmediato despliegan y comienzan a llenar. También hay botellas. Botellas de whisky, vodka, ron, tequila, pero ya se ha explicado que al hombre sólo le interesan los envases de aluminio, y por tanto las deja de lado, a pesar de las instancias de la empleada de celeste para que disponga también de las botellas. En total llegan a llenar cinco bolsas. En el primer viaje el padre alcanza a cargar dos, el niño una.

Cerca de la piscina de aguas turquesas hay un pabellón abierto al que en determinado momento la vereda, que hace una curva, se acerca en su recorrido. El piso es de ladrillos de barro barnizados que brillan a la luz encandilada de la mañana, y hay una hamaca de manila colgada de dos argollas empotradas a los pilares, y una mesa de fierro con sobre de vidrio rodeada de unos sillones también de fierro, forjados en arabescos.

La empleada, que va siempre adelante, abriendo el paso a los dos que cargan el primer viaje de bolsas, es la primera que se sorprende al ver en el pabellón al dueño de casa, en pijama, sentado en la silla de ruedas, con el periódico en el regazo. Ya estaba allí desde antes seguramente, sin que ninguno de los tres lo notara, cuando pasaron en busca de las latas. La fiesta de su cumpleaños terminó tarde, cerca de las cuatro de la madrugada, y ella lo hacía dormido. Detrás de la silla de ruedas está una enfermera, impecablemente vestida de blanco almidonado, asida a los manubrios.

El hombre que carga las dos bolsas de plástico negro ha descubierto también al ocupante de la silla de ruedas, y un impulso natural lo hace detenerse, lo que hace que también se detenga, a su vez, el niño que sigue sus pasos. Y los ojos del hombre no se entretienen en su cara, sino en que le falta una pierna, mutilada a la altura de la rodilla. La pernera del pijama se halla cuidadosamente doblada en ese punto, y sujeta por una gacilla.

El inválido lo mira primero fijamente, escrutándolo de manera un tanto socarrona. Después le sonríe, con cara de alegre sorpresa. Le ralea el pelo que tira a rojizo por la tintura con que lo tiñe, y la piel se le afloja en dos bolsas fláccidas bajo los ojos. Su color es malo, el color de los enfermos crónicos de diabetes mellitus. Huele de lejos al olor dulzón y triste de azahares del agua de colonia Tres Coronas con que friccionan a los caballeros viejos y enfermos cuando han acabado de bañarlos y los devuelven a sus camas plegables o los sientan en sus sillas de ruedas. El hombre se queda mudo y deposita las bolsas en la grama, como si hubiera sido sorprendido robando. Mientras tanto el niño, su hijo, a sus espaldas, conserva la suya siempre colgada del hombro.

En la posibilidad B, el barrio residencial es el mismo de los Altos de Santo Domingo, pero en horas de la madrugada, un poco antes de que comience a aparecer el sol. La calle también es la misma. Por en medio, porque no hay a esas horas ningún tráfico de vehículos, un carretón tirado por un caballo canoso y escuálido avanza desbocado. En el pescante, tajona en mano, un hombre de unos cincuenta años calzado con unas viejas botas militares lo apura a correr más allá de lo que dan sus pobres fuerzas, mientras a su lado un niño de unos doce años se agarra con miedo de la pretina del pantalón del padre, porque se trata de padre e hijo. Detrás viene dándoles persecución una radiopatrulla de la policía, y el agente que viaja al lado del conductor ya ha hecho dos disparos de prevención al aire. La sirena, que emite un ladrido agresivo de manera intermitente, no deja de sonar.

El caballo, agotado, se derrumba sobre sus patas delanteras, el eje del carretón se quiebra, y la caja, que queda suelta atrás, se volantinea contra la cuneta derramando su contenido oculto debajo de una lona, mientras tanto los ocupantes del carretón, repuestos de la caída, emprenden la carrera calle arriba, perseguidos por dos de los agentes de la radio-patrulla que ha frenado bruscamente, armados de fusiles AK. Otros dos agentes examinan el botín desparramado en la calle. Se trata de tapas de manjoles que al amparo de la noche padre e hijo han venido quitando de las alcantarillas, unos siete en total. Algunas han rodado al caer, como grandes monedas que luego se derrumban pesadamente.

Corren. El hombre de cincuenta años es flaco y ágil, entrenado en su juventud para huir de emboscadas, reptar entre matorrales bajo fuego enemigo, traspasar alambradas, atravesar corrientes con el fusil en alto, y a su hijo, los doce años le ponen alas en los pies. Los policías, en cambio, están fuera de forma. A uno de ellos le pesa la barriga tanto como los años, y el otro es un policía de escritorio, que debe hacer suplencias en las rondas nocturnas. Así que les llevan ventaja, y tras unos trescientos metros de carrera abierta, el padre, que va adelante, toma la iniciativa de saltar para alcanzar el muro de una residencia, el que le parece menos alto, a pesar de que se halla coronado con una serpentina de alambre de púas de acero, filosas y amenazantes, y lo mismo hace el hijo.

Caen al otro lado sobre un mullido colchón de grama mojada por el rocío de la madrugada, las manos, los brazos y las piernas desgarradas por el filo de las púas, y avanzan en cuatro patas hasta alcanzar una vereda de piedra cantera que se abre en medio de la grama rasurada. Frente a ellos hay una alameda de cocoteros enanos cargados de frutos, y detrás de la alameda una piscina de aguas que duplican el gris del cielo, que es también el gris de todas las cosas que van apareciendo, volviéndose reales, como la copia de un negativo que chorrea agua colgado de una cuerda en el cuarto oscuro.

A contra mano de la piscina, donde termina el colchón de grama húmeda, hay un pabellón en sombras al que en determinado momento la vereda, que hace una curva, se acerca en su recorrido. Una hamaca de manila cuelga de dos argollas empotradas a los pilares, y en el piso de ladrillos de barro descansa una mesa de fierro con sobre de vidrio rodeada de unos sillones también de fierro, forjados en arabescos. Exactamente en el mismo lugar está el inválido en su silla de ruedas, una sombra entre las sombras, con el mismo pijama, la pernera doblada a la altura del muñón de la rodilla, prensada con una gacilla. Siempre madruga. Después de las cinco de la mañana le es difícil conciliar el sueño. Detrás de la silla la enfermera vestida impecablemente de blanco almidonado se mantiene asida a los manubrios.

La luz estalla de pronto, violenta, encendiéndolo todo, como si el amanecer fuera una explosión de magnesio. En el mismo instante empieza a hacer calor, un calor pegajoso, y el inválido mira al hombre en cuatro pies, cubierto de heridas, primero fijamente, escrutándolo de manera un tanto socarrona. Después le sonríe, con cara de alegre sorpresa. El hombre se queda mudo, mientras tanto el niño, a sus espaldas, es el primero en incorporarse y se agarra el hombro donde la sangre mancha la camisa desgarrada. Detrás de ellos, tres guardaespaldas fornidos que han salido de la nada, las guayaberas demasiado cortas, los apuntan con sus escopetas recortadas.

El hombre se incorpora también, temeroso, y se acerca al hijo como si quisiera darle protección, o recibirla de él, mientras tanto afuera alborotan los policías haciendo sonar repetidamente el timbre. Los ladridos de la sirena de la radiopatrulla, estacionada frente a la puerta de servicio por donde se saca la basura, suenan con insistencia. La muchacha de uniforme celeste y delantal blanco, la misma que quería deshacerse del exceso de latas de la fiesta de cumpleaños, el pelo negro húmedo, ha ido a la puerta y conversa con los policías a través de la cancela. Después se acerca al inválido, se coloca respetuosa frente a él, y antes de que pueda pronunciar una palabra, recibe la orden de notificar a los policías que de ninguna manera pueden penetrar en la residencia sin orden judicial. Y punto. Es lo que dice cuando termina de transmitir sus instrucciones: y punto.

Pero además, con un gesto imperioso de la mano, ordena a los vigilantes que se retiren, y es hasta entonces que el hombre y su hijo se voltean y descubren a aquellos tres que los estaban apuntando tan de cerca, y que de mala gana retroceden hasta el fondo del jardín, cerca del garaje donde hay estacionados un todo terreno Mercedes Benz 240 gd plateado, una Suburban negra que parece una carroza funeraria, y un Lexus LS 600L gris, y desde allí siguen poniendo ojo, desconfiados, a lo que acontece.

Las voces de los policías se apagan afuera, se oyen los portazos cuando suben a la radiopatrulla, la sirena ladra un par de veces más, y luego se alejan. Entonces el inválido alza el rostro hacia la enfermera, le dice algo en voz baja, y ella desaparece para regresar con un botiquín de primeros auxilios que deposita en el sobre de vidrio de la mesa de fierro. Las heridas son casi todas superficiales, las desinfecta con tintura de mercurio cromo, y en algunas aplica apósitos de gasa que asegura con vendajes elásticos. Mientras tanto la empleada de celeste ha recibido instrucciones de ir a la cocina y ordenar a la cocinera que prepare un buen desayuno para los huéspedes. El inválido ha dicho eso mismo: un buen desayuno. Y ha dicho huéspedes.

Ahora las alternativas A y B se juntan y la historia ha de correr por un mismo cauce. El hombre que recoge latas vacías con su hijo, o que roba manjoles, perseguido una madrugada de tantas por la policía, sabe, o supo, huir de emboscadas, reptar entre matorrales bajo fuego enemigo, traspasar alambradas, atravesar corrientes con el fusil en alto. Para los fines de esta historia, son la misma persona.

El inválido es también en ambos casos la misma persona. Ahora está enfermo de diabetes mellitus, le han amputado una pierna, tiene mal color y sus carnes se han aflojado, pero en su juventud, igual que el hombre que ahora termina de ser curado de sus heridas, supo huir de emboscadas, reptar entre matorrales bajo fuego enemigo, traspasar alambradas, y atravesar corrientes con el fusil en alto.

Lleva ya tres años en la silla de ruedas y la amputación se debió a una gangrena. Sus célebres fiestas de cumpleaños, sin embargo, con doscientos o más invitados, grandes juergas que duran hasta el amanecer, se siguen celebrando en su residencia, aunque lo que él tome ahora sea Coca Cola dietética mientras la parranda amenizada con dos orquestas que se turnan, la última vez la Sonora Dinamita traída desde Monterrey, y los Tigres del Norte desde Los Ángeles, discurre alrededor de su silla de ruedas, asentada en el pabellón, hasta donde los invitados se acercan a rodearlo en turnos bulliciosos.

La última, la más rumbosa de todas, tuvo lugar algunas semanas atrás y fue para celebrar sus cincuenta años, con lo que se ve que no siendo tan viejo como parece es la enfermedad la que lo arruina. Hasta el comandante, que nunca va a fiestas, se hizo presente por una escasa media. El inválido, abogado de profesión, no tiene ningún cargo público pero detrás de los bastidores controla el aparato judicial de todo el país, y la voluntad de los magistrados y jueces que dictan las sentencias, se trate de juicios penales, civiles o laborales, y sin su visto bueno no se inscriben propiedades en el Registro Público. Las coimas, que él llama entre risas comisiones, las recibe en efectivo, en moneda de los Estados Unidos de América.

Es viudo desde joven, y no tiene ahora ningún hijo, aunque le nacieron dos, un varón y una mujer. El varón murió en un accidente de tránsito viniendo de un balneario un sábado de gloria, y la mujer de lupus eritematoso en un hospital de Houston, ambos muy jóvenes y solteros, por lo que ya no tendrá descendencia. Las habitaciones de los hijos siempre están listas sin embargo, las camas vestidas cada semana, los baños con las toallas que huelen a detergente colgadas en los toalleros, los jabones enteros en las jaboneras, las perchas en los percheros de los clósets, los aparatos de aire acondicionado sin apagar nunca su rumor.

La muchacha de uniforme celeste y delantal termina de tender el mantel sobre el cristal de la mesa de fierro librada ya de los frascos de tintura, las vendas elásticas, las tijeras y los apósitos, que han vuelto al maletín de primeros auxilios, y luego coloca la vajilla y los cubiertos. El inválido da voces para que urjan a la cocinera a terminar de preparar el desayuno, como un actor ansioso de entrar en escena que espera la subida del telón y no quiere que ningún ir y venir de bandejas, picheles de jugos y cafeteras interrumpa lo que tiene que contar, los oídos de la muchacha de celeste, de la enfermera almidonada, de los guardaespaldas de guayaberas apretadas, libres de distracciones y puestos en sus palabras.

Y lo que tiene que contar tiene que ver con aquel hombre de ropa manchada de sangre y desguazada por el filo de las púas de la serpentina. Lo reconoció de inmediato a pesar de que aún no amanecía. Han pasado muchos años pero su cara no se le ha perdido. Y enfermo, condenado a la silla de ruedas, solo como ha quedado en el mundo, aunque tiene fama de cínico, y el cinismo pasa por ser un atributo de los desalmados, se precia de ser de corazón generoso. Soy de corazón generoso, le está diciendo como preámbulo a la enfermera que se ha acercado desde atrás a su oído, sobre todo, le dice, si de por medio están los recuerdos del pasado, allí donde lo ve, ese hombre que anda de delincuente con su hijo robándose las tapas de los manjoles de la calle es como mi hermano. Fue como mi hermano, se corrige.

Cuando han traído por fin el desayuno y el inválido comienza a contar con entusiasmo y picardía la historia que ya desesperaba en su boca, supone que el hombre está recordando lo mismo, y por eso busca a cada paso su complicidad y lo insta a ratificar lo que va diciendo.

Pero el hombre nada más se aplica en comer, los ojos muy abiertos cada vez que traga, como si lo dominara un sentimiento de incredulidad, mientras el niño apuña cada bocado con los dedos y se llena los dos carrillos. Un desayuno como ése, huevos entomatados, gallopinto con hilachas de carne revueltas en el arroz y los frijoles, queso frito y tortillas, pan tostado, mantequilla, jalea de guayaba, café con leche, no forma parte de las realidades de su vida cotidiana; para empezar, desayunan de pie cada madrugada, aún oscuro, en el cuarto de tablas mal ajustadas del reparto Schick que es a la vez cocina y dormitorio, antes de salir con el carretón a su faena por las calles, y todo consiste en un pocillo de café aguado y un bollo de pan frío repartido entre ambos, que el hombre deja cada noche envuelto en un pedazo de periódico para librarlo de las cucarachas. La mujer del hombre, y madre del niño, se fue a rodar fortuna a Costa Rica y nunca más volvieron a saber de ella.

Ya se sabe que el inválido no puede probar nada de lo que ha mandado a servir a sus huéspedes, y de vez en cuando se interrumpe para mordisquear una tostada medio quemada a la que la enfermera se ha encargado de untar mantequilla falsa de la marca I can’t believe it is not butter!, y mermelada de frambuesa también falsa, endulzada con fructuosa. Y lo que bebe es una pálida infusión de manzanilla.

Pero es hora de escuchar lo que el inválido cuenta. Lo que está contando es acerca de la colina 155, como se conoció a la colina Miraflores en los mapas militares durante la guerra de liberación librada en 1979 contra la dictadura de Somoza. La colina se halla al borde de la frontera con Costa Rica, en la franja entre el Gran Lago de Nicaragua y el océano Pacífico, más hacia el océano, muy cerca del poblado costanero de El Ostional, toda el área un terreno de elevaciones de poca altura, cada una numerada, y cada una peleada a muerte, entre avances y retrocesos, conquistas y desalojos, en lo que se convirtió en una verdadera guerra de posiciones entre las fuerzas guerrilleras del Frente Sur “Benjamín Zeledón” y las tropas de la Guardia Nacional, que nunca se resolvió a favor de ninguna de las partes, hasta que Somoza huyó del país cuando los otros frentes guerrilleros confluían hacia Managua.

Tanto el hombre como el inválido fueron combatientes de la columna “Iván Montenegro”, se habían juntado en Costa Rica donde recibieron entrenamiento militar intensivo en una finca vecina al volcán Arenal, y luego fueron trasladados a Liberia y alojados en la misma casa de seguridad de donde salieron, ya armados y equipados, para cruzar la frontera, y es más, el hombre era su jefe, el jefe del destacamento de la columna, ¿se imaginan ustedes que yo le obedecía, me cuadraba ante su voz de mando, tenía que pedirle permiso hasta para ir a orinar a este cabrón que, de paso, tenía mal carácter?, los ojos del inválido chispean traviesos, compartieron la trinchera, compartieron el rancho de guineos cocidos y frijoles en bala, y hasta compartieron la misma muchacha de dieciséis años que les llevaba la comida, hija de un pescador de El Ostional, pero eso sí que no lo supiste, hermano, quien sabe qué castigo me hubieras puesto, y como si se excusara de su confesión pecaminosa vuelve la cabeza para mirar a la enfermera, así es la guerra, dice, una revoluta del carajo, y se encoje de hombros.

El Frente Sur hervía de combatientes y pudieron no haberse visto nunca pero el destino los puso juntos desde que se encontraron en el campamento del volcán Arenal hasta el final de la guerra cuando entraron victoriosos a Managua en el mismo camión de transporte de ganado, allí nos perdimos el rastro, hasta hora, hermano, ¿cuántos años?, pregunta el inválido al hombre, hacé la cuenta, treinta años, como quien dice nada.

El hombre, saciado ya su estómago, mira al inválido con la misma fijeza de antes. Cualquiera en Managua sabe de su poder, hay que hacer antesala por días para verlo, pero eso es algo que no tiene modo de llegar a los oídos de quien roba manjoles o busca latas vacías en la basura y ni siquiera oye las noticias porque el último radio de transistores que tuvo se descompuso hace años. El inválido se había escapado de su casa en Granada, de su familia y de sus apellidos, y había dejado sus estudios de derecho en la UCA de los jesuitas en Managua para sumarse a la guerrilla. Fue hasta después que el Frente Sandinista perdió las elecciones en 1990 que volvió a la universidad y sacó su título de abogado, en cursos sabatinos, pero ya se había hecho indispensable al comandante.

No sabe nada de la tajada que el inválido lleva en cada arreglo de pleitos judiciales que se resuelven según él mismo inclina la balanza, de las propiedades costaneras que quita de manos de otros, kilómetros de playas, una bahía tras otra, algunas muy cerca de El Ostional, precisamente allí donde se alza la colina 155, todo lo que un día serán hoteles de cinco estrellas, complejos residenciales para retirados extranjeros, marinas y campos de golf. Cuando alguien no quiere vender los registros catastrales son anulados, o aparecen partidas de campesinos armados que se toman la propiedad alegando títulos de reforma agraria de tiempos de la revolución, y no desalojan hasta que el dueño insumiso dobla el brazo y cede la mejor porción de las tierras.

Pero tampoco es que el inválido se lo esté contando al hombre. Es algo de lo que no hablaría ni con su propia madre si estuviera viva. Lo que le está contando es otra vez lo mismo, la trinchera que se llenaba con el agua de la lluvia, las cortinas de tierra y cascajos que levantaban los obuses disparados desde lejos por las katiuskas regaladas a Somoza por la dictadura argentina, los aviones push and pull cuya aproximación adivinaban por el insistente ronroneo de sus motores o por el deslumbre del sol en sus alas antes de que soltaran su carga de cohetes que dejaban en llamas los pocos árboles del paisaje, los cañonazos de los barcos de carga de la Mamenic Line, la compañía naviera de Somoza, artillados de manera improvisada, que las más de las veces estallaban en el agua, cerca de la playa, y, otra vez, la muchacha de dieciséis años que compartían y que ahora el inválido recuerda se llamaba Susana, una edad en la que ya no era virgen, o por lo menos no lo era cuando llegó a mis manos, eso te toca a vos aclararlo, le dice al hombre, y adorna esta parte de la historia con una carcajada que no encuentra eco en la enfermera impasible a sus espaldas, ni en la empleada de celeste que se ocupa de recoger el servicio del desayuno, ni en el hombre, ni en el niño, pero sí en los guardaespaldas que escuchan desde las vecindades del garaje y enseñan los dientes al reírse.

La verdad, lo que el hombre quiere es irse, pero le teme a la puerta y a lo que hay detrás, a lo mejor la policía los está esperando afuera. ¿Y qué habrá sido del caballo canoso, derrengado en la carrera, su posesión más valiosa junto con el viejo carretón del que sólo quedaron los restos en el pavimento? Calla, no por malagradecido. El inválido no sólo no lo denunció, sino que apartó a los guardaespaldas armados de escopetas, mandó que los curaran, y luego que les sirvieran de desayunar hasta hartarse. Calla porque esa cara avejentada por la enfermedad no le dice nada, debe ser cierto que estuvo en su destacamento pero él no lo recuerda, la fuerza bajo su manda era de doce a quince hombres, son caras que nunca volvió a ver, y tampoco recuerda las caras de los muertos.

Les llevaban la comida a veces desde El Ostional, a veces no, dependía de las condiciones, si había o no bombardeos, si había alguna contraofensiva de la guardia, pero eso nunca le tocó a Susana, eran colaboradores varones los responsables de esa tarea. A Susana la conoció una vez que bajaron a bañarse a la playa cercana al Ostional, para eso se necesitaba un permiso del mando de la columna, grupos de tres o cuatro que se acercaban sigilosos a la playa antes del amanecer, y dejaban que la tumbazón les escurriera la suciedad durante cinco minutos, por turnos, mientras uno de ellos montaba guardia, para luego ponerse de nuevo los uniformes sudados que quedaban esperando por ellos en la arena, junto con las botas endurecidas de lodo, y los equipos de combate.

A la semana de estar acampados en Managua, Susana vino a buscarlo, preguntando dio con él en los predios de la mansión El Retiro de Somoza donde estaba acuartelada la tropa del Frente Sur, vivieron juntos varios años, a él lo pusieron en la escolta de uno de los comandantes de entonces. Se aburrió. No se acuerda si es que pidió su baja, o desertó. Si alguien desertaba entonces no era tan grave, no había registros, ni archivos, ni nombres propios sino seudónimos. Su seudónimo era Abel. ¿Cuál sería el seudónimo del inválido?

Después empezó a probar de todo, ayudante de construcción, cobrador de un bus urbano, celador de una bodega de materiales eléctricos de donde se llevó una vez un rollo de cables y fue a dar por primera vez a la Cárcel Modelo en Tipitapa que estaba llena de guardias nacionales, los mismos que él había combatido en el Frente Sur, pasó luego a acarrear canastos en el mercado Oriental, a vender mercancías en las esquinas de los semáforos, Susana vendía lotería, se aburrió, luego se metió a carterista, armada de un cuchillo de zapatería se iba a recorrer los pasillos de Metrocentro haciendo que veía las vitrinas y con el cuchillo cortaba las carteras de las mujeres para meterles mano hasta que un día la agarró la Policía Sandinista y cuando la soltaron se regresó al Ostional sin darle parte a él y ya no volvieron a verse, entonces conoció a su segunda mujer que fue la que le dio el hijo y luego se fue por veredas a Costa Rica dejándoselo tiernito, si el inválido también se hizo de Susana en la guerra, o si la está confundiendo con otra, porque ella nunca llevó comida al campamento, de eso está seguro, no es asunto que quiera aclarar ahora, lo que pasó pasó, y si hubiera sido así no se le quita por eso el agradecimiento, tampoco de la cara de Susana se acuerda ya mucho y si se la encontrara ahora en la calle quién sabe si la reconocería, y peor si acaso ha botado los dientes.

 Y estaba pensando de nuevo en su caballo cuando se dio cuenta que el inválido había pedido a la enfermera acercar la silla de ruedas de manera que pudiera abrazarlo. Lo abrazó. Y ahora estaba diciendo, otra vez en voz alta, para que todos lo oyeran, que le estaría eternamente agradecido al compañero Abel por haberle salvado la vida, ¿siempre te llaman Abel?

Este hombre que está aquí me salvó la vida, porque veníamos corriendo en retirada, la guardia nos estaba arrebatando la colina, habíamos abandonado las trincheras, al artillero de la 30-30 lo habían matado y no había cómo detener el avance enemigo, entonces sentí algo así como un mordisco en la rodilla y era que me había alcanzado un charnel, caí de bruces y me quedé solo en descampado mientras ya se veían los cascos de los soldados asomar entre los matorrales. Y este hombre se regresó, arrastrándose bajo la balacera, llegó hasta donde yo estaba, y a como pudo me llevó hacia la hondonada donde el resto del destacamento había hallado refugio. Si no fuera por él, no estaría yo con vida.

Ahora el hombre recordaba algo de eso que el inválido estaba contando. Pero no era una sola vez que había hecho aquello, regresarse bajo el tiroteo a rescatar a algún compañero que se había quedado rezagado en la retirada, herido de bala o alcanzado por los charneles. Una vez el jefe de la columna dijo que iban a condecorarlo por eso, pero no había entonces condecoraciones, y cuando las hubo, ya pasado el día del triunfo, nadie volvió a acordarse de lo que el jefe de la columna había llamado “sus actos de heroísmo más allá del deber”, o cuando lo buscaron para condecorarlo ya no estaba, porque había sido dado de baja, o había desertado. ¿Quién era el jefe de la columna? No recordaba su nombre. Alto, fuerte, barbudo, empecinado, pero no recordaba su nombre. Desayunaba, almorzaba y cenaba una lata de sardina en cada tiempo, eso era todo lo que comía.

El inválido lo abraza de nuevo. De verdad se está quedando calvo. Y lo que siente ahora en sus narices es una mezcolanza de olor a orina y agua de colonia. El hombre no lo sabe, pero el inválido sufre de incontinencia urinaria. El pelo que ralea en su cabeza, el olor a orines, la pierna amputada, despiertan en él una mezcla de piedad y repugnancia. Nunca quisiera verse sentado en una silla de ruedas orinando en una bolsa de plástico colgada de un costado de la silla.

Ha llegado, por fin, la hora de la despedida. Van a ser las ocho de la mañana, y la casa se ha puesto en movimiento. Entran los choferes, aparecen los jardineros, más guardaespaldas, abogados auxiliares, dos secretarias, el inválido tiene sus oficinas en otra ala de la casa. Es una de las secretarias la que ha ido por el dinero, según las instrucciones que le da, cinco billetes de cien córdobas cada uno, tostados de tan nuevos, que le entrega al hombre con la última de sus gratas sonrisas de complicidad. Y vuelve a insistir, con emoción, mirando las caras de todos los presentes: me salvó la vida, allí donde lo ven este hombre me salvó la vida.

No te perdás, le dice cuando lo despide, cuando necesités de mí, ya sabés que estoy a tus órdenes. Y si querés trabajo, yo tengo trabajo. No tenés por qué andar robando, un día te puede costar caro, y a este muchacho lo mandamos a la escuela. Podés quedarte conmigo, como jardinero, o en alguna de mis fincas. El hombre nota que no ha dicho mi finca, sino mis fincas. Podés trabajar en los almácigos de café, en las lecherías, lo que querrás. Hasta de tractorista, podés aprender a manejar un tractor.

El hombre recibe los billetes y se los mete rápidamente en el bolsillo, como si se tratara de dinero mal habido. El temor de salir a la calle queda disipado porque uno de los choferes recibe órdenes de llevarlo junto con su hijo al lugar que él indique. Se suben al asiento trasero de la Suburban negra, de vidrios polarizados, que por dentro huele a cuero y a desodorante ambiental. El chofer mira a sus pasajeros con desconfianza a través del espejo retrovisor, y pregunta adónde. Al reparto Schick, nos deja por el tanque rojo, responde el hombre con voz tímida.

En la calle el chofer bordea los restos del carretón, que siguen allí. Nadie los ha levantado. Tampoco han levantado al caballo muerto, rondado por las moscas.

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