7 de febrero de 2012

El año que viene siempre es azul

Rubén Darío

“El Año que viene siempre es azul”. Así dije en una de las semanas anteriores, y no habría creído que mi frase fuera la causa de una dulce confidencia de mujer.

El año que viene suele ser gris, lectoras, y para vosotras escribo esta demostración de ello. Sencillamente, una historia referida por una asidua amiga de El Heraldo, historia melancólica quizá, seguramente verdadera, y que bien pudiera ser la motivadora de una serie de sonetos, escrita por cualquier nervioso que conozca el ritmo y la prosodia y sea un poco soñador. La historia es ésta.

Había una vez una niña rubia, que muy fácilmente hubiera nacido paloma o lirio, por causa de una dulce humedad que hacía los ojos adorables y una blancura pálida que hacía su frente luminosa y casi paradisíaca.

Cuando esta niña destrenzaba sus cabellos, el sol empapaba de luz las hebras, y cuando se asomaba a la ventana, que daba al jardín, las abejas confundían sus labios con una fresca centifolia.

Tanta hermosura había provocado la factura de gruesos cuadernillos de madrigales; pero el padre, hombre sesudo, tenía la excelente idea de no dejar acercarse a su hija a los poetas.

Llegó el tiempo de la primavera en el primer año en que la hermosa niña vestía de largo.

Por primera vez pensó al ver el azul del cielo, una tarde misteriosa, en que sus oídos escucharían con placer un amoroso ritornelo y en que no está de más un bozo de seda y otro sobre un labio sonrosado.

Después de la primavera con sus revelaciones ardientes llegó el verano, todo calor, despertando los gérmenes, poniendo oro en las espigas, caldeando la tierra con su incendio.

La niña había encontrado el bozo rubio sobre una boca roja; pero no en el salón, en la gran capital, sino a la orilla del mar inmenso, lleno de ondas pérfidas como las mujeres, según Shakespeare, en el puerto donde por la ley del verano llegó la niña que empezaba a despertar a la vida de los deseos amorosos, con los anhelos de una adolescencia en flor.

Tiempo. Los amantes –no os extrañéis, lectoras, ¡y qué os habéis de extrañar! –se comprendieron en un día en que una misma vibración de luz hirió sus pupilas. Una mirada –y esto es lugar común en asuntos de amor– es una declaración.

¡Oh, se amaron mucho! El era joven, virgen el alma como ella. Fue aquello una sublime confidencia mutua, un desgarramiento de los velos íntimos del alma, un “yo te amo” pronunciado por dos bocas en silencio, pero cuyo eco resonó en los dos pechos a la vez.

Se hablaban de lejos con flores. Lengua perfumada y místicamente deliciosa. Una azucena sobre el seno de ella era un mensaje; un botón de rosa en el ojal de la levita de él, era un juramento.

El viento del mar, propicio a los enamorados, les favorecía llevando los suspiros de uno y otro. La naturaleza y el sueño tienen ciertos mensajeros para los corazones que se aman. Un ave puede muy bien llevar un verso, y a Puck, hecho mariposa, le es permitido entregar, sin ruido ni deslumbramiento, un beso de un amado a una amada, o viceversa.

Aquellos amores de lejos fueron profundísimos. En el alma de él había un sol y en la de ella un alba.

Pero el verano partía.

El viejo invierno, con la cabellera blanca de nieve, anunciaba su llegada.

La niña debía partir a la ciudad, al salón donde aparecería por primera vez a los ojos de todos, señorita hecha, con crujidor traje de raso, de esos en que ríe la luz.

Y partió. Pero llevando consigo –¡caso casi increíble!– toda la inefable ilusión que le había llenado el alma en su despertamiento.

El quedó en la vida de la esperanza, agitado, conmovido y soñando en el año venidero.

–¡El año que viene siempre es azul! –pensaría.

La hermosura encontró admiración en la gran capital. Su mano fue solicitada por muchos pretendientes. Pero aquel corazón de mujer fiel y rara tenía su compañero aquí, junto al gran Océano, donde sopla un viento salado y hay ondas pérfidas, como las mujeres, según el poeta inglés.

Y pensaba –¡ella también! – en la dicha del año que viene, del año azul.

Pero Dios dispone unas tristezas tan hondas, que hacen meditar en su infinito amor de abuelo para con los hombres, a veces incomprensible.

La dulce niña se volvió tísica.

De su opulencia, en medio de riqueza y lujo, de sedas, oro y mármol, se la llevó la muerte, como quien arranca una flor de un macetero.

¡La pálida estrella! Aquel encanto se hundió en la sepultura, y la corona de azahares y el velo blanco fueron para la tierra.

La lectora de El Heraldo que me ha referido esta historia fue confidente de la muerta enamorada.

Le reveló su amor al morir y cerró los ojos para siempre, pensando en el amado, que era casi un adolescente, con su sedoso bozo y su primera pasión.

Y la narradora agregó:

–¡Oh! Ese joven es hoy un escéptico y un corazón de hielo. El año que vino fue para él negro.

–¡Si, pero para ella siempre fue azul. Voló a ser rosa celeste, alma sagrada, donde debe de existir el ensueño como realidad, la poesía como lenguaje y como luz el amor!

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