7 de febrero de 2012

Las pérdidas de Juan Bueno


Rubén Darío

Éste era un hombre que se llamaba Juan Bueno. Se llamaba así porque desde chico, cuando le pegaban un coscorrón por un lado, presentaba la cabeza por otro. Sus compañeros lo despojaban de sus dulces y bizcochos, le dejaban casi en cueros, y cuando llegaba a la casa, sus padres, un por aquí, otro por allá, a pellizco y mojicón, le ponían hecho un San Lázaro. Así fue creciendo, hasta que llegó a ser todo un hombre.

¡Cuánto sufrió el pobrecito Juan! Le dieron las viruelas y no murió, pero quedó con la cara como si hubiesen picoteado en ella una docena de gallinas. Estuvo preso por culpa de otro Juan, que era un Juan Lanas. Y todo lo sufría con paciencia, a punto de que todo el mundo, cuando decían: ¡Allá va Juan Bueno!, soltaban la risa. Así las cosas, llegó un día en que se casó.

Una mañana, vestido con manto nuevo, sonriente, de buen humor, con su gloria de luz en la cabeza, sus sandalias flamantes y su largo bastón florido, salió el señor San José de paseo por el pueblo y que vivía y padecía Juan Bueno. Se acercaba la Navidad e iba él pensando en su niño Jesús y en los preparativos del nacimiento, bendiciendo a los creyentes y tarareando, de cuando en cuando, uno que otro aire de villancico. Al pasar por una calle oyó unos lamentos y encontró ¡oh cuadro lastimoso! A la mujer de Juan Bueno, pim, pam, pum, magullando a su infeliz consorte.

–Alto ahí -gritó el padre putativo del divino Salvador–. ¡Delante de mí no hay escándalos!

Así fue. Calmóse la feroz gorgona, se hicieron las paces, y como Juan refiriese sus cuitas, el Santo se condolió, le dio unas palmaditas en la espalda, y despidiéndose le dijo:

–No tengas cuidado. Ya cesarán tus penas. Yo te ayudaré en lo que pueda. Ya sabes, para lo que se ofrezca: en la parroquia, en el altar a la derecha. Abur.

Contentísimo quedó el buen Juan. Y no hay palabra para qué decir si iría donde su paño de lagrimas, día a día y casi hora a hora. ¡Señor, que esto!¡ Señor que lo otro!¡ Señor, que lo de más allá! Pedía todo y todo le era concedido. Lo que sí le daba vergüencita contarle al santo era que su tirana no perdía la costumbre de aporrearle. Y cuando San José le preguntaba: ¿Qué es ese chichón que tienes en la cabeza?, él reía y cambiaba de conversación. Pero San José bien sabía...y le alababa la paciencia.

Un día llegó con la cara muy afligida.

–Se me ha perdido- gimoteó-una taleguilla de planta que tenía guardada. Quiero que la encontréis

–Aunque ésas son cosas que corresponden a Antonio, haremos lo que se pueda.

Y así fue. Cuando Juan volvió a su casa, halló la taleguilla.

Otro día llegó con un carrillo hinchado y un ojo a medio salir:

–¡Que la vaca que me distes se me ha desaparecido!

Y el bondadoso anciano:

–Anda, que ya la encontrarás.

Y otra vez:

–¡Que el mulo que me ofrecisteis se fue de mi huertecito!

Y el Santo:

–Vaya, vaya, vete que él volverá.

Y por tal tenor.

Hasta que una ocasión el Santo no se encontraba con muy buen humor, y se apareció Juan Bueno con la cara hecha un tomate y la cabeza como una anona. Desde que le vio:

–Hum., hum –hizo el Santo.

–Señor, vengo a suplicaros un nuevo servicio. Se me ha ido mi mujer, y como vos sois tan bueno...

San José alzó el bastón florido y dándole a Juan en medio de las dos orejas, le dijo con voz airada:

–¡Anda a buscarla a los infiernos, zopenco!

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