21 de mayo de 2012

Ésta era una reina


Rubén Darío

¿Gloriana? Quizás. O tal vez Viriana, o todas ellas, y a la cabeza de la tropa, Mab, fueron madrinas suyas.

Se llama Amelia, nombre que como oís, sienta bien a una princesa. Está en Madrid triunfando con su belleza, la reina gen­til que se casó por amor con un príncipe rubio, la reina Amelia de Portugal. Jamás ha hecho el torno de la gracia un cuello a que mejor sienten las perlas y los luminosos diamantes reales; y rara vez se ha visto cuerpo más a propósito para el manto. Ade­más, esta linda señora es lo que se llama "una reina simpática". Yo he estado buscando esta madrugada dos o tres rimas líricas que, a la manera románica de mi amigo Duplessis, ensalzaran a la regia beldad; pero Mariano de Cavia, periodista endia­blado, me ha sacado de mi ensueño cortesano esta mañana, que ha gritado desde los balcones de El Liberal: ¡Viva la reina bar­biana ! Eso es: esta dama, alta de cuerpo, de rango y de hermo­sura, encanta, sobre todo, porque es muy mujer, porque tiene una cara de cielo y porque al verla mirar y sonreír, se olvida uno de los heráldicos lises y de las coronas de oro, ante la flor de juventud que se presenta perfumada por una divina primavera, flor que arranca a los labios un despropósito andaluz: el viva de Cavia, la capa al suelo, o: ¡Me la comería! Anoche, en verdad, no daban tantos deseos de comerla, sino de besar su pequeña diestra de marfil rosado, cuando después de subir la escalera del palacio real, entre lacayos estirados, en un cuadro de féerie, se hallaba uno en los incomparables salones, y sonaban las palma­das de etiqueta, y se abría calle entre la aristocrática muchedum­bre, y venían juntas la Regente, doña Cristina, erguida, majes­tuosa, y, risueño el precioso rostro, la reina Amelia, una reina de cuento azul, propia para prometida del príncipe de Trebizonda, o del príncipe de Camaralzamán; –y para hacerle la genufle­xión, y el marqués feliz darle el beso correcto en la mano que ella tiende, haciendo la gran merced. En vez de Camaralzamán venía el marido dichoso, D. Carlos, a quien a pesar del sport y de sus frescos veintinueve años se le ha agrandado un poco la barriga. La Orleáns gusta de hablar lengua española. Así saluda en ese idioma al viejo general conocido, a las nobles ricas hem­bras a quienes su coronada amiga le presenta. Camina como una diosa, como una diosa joven y gallarda. El patuit dea la denun­ciaría en todos lugares. Los ojos son lo que aquí en España se ¡laman gachones; húmedos y dulces, pero siempre majestuosos. Pero ¿y el pajecillo? ¿Y el enano que se echa cerca de ella como un alegre perro? ¿Y la madrina del carro alado y de la estrella en la frente? Las que venían tras ella, como sacadas de los cuentos, eran condesas regordetas, sofocándose, no dando paz al abanico; las damas de honor entradas en años, con su andar de pato ésta, algo miope aquélla, brazos gordos, sedas y terciopelos; esmeral­das y brillantes. El rey de los hidalgos portugueses, menos simpático que su padre don Luis, el literato, saluda con marcialidad a un lado y otro. Y han pasado las majestades, ya se ve, sobre todas las cabezas, allá lejos, en el extremo del salón de porcelana, la estrella de diamantes que tiembla en la diadema de la augusta Amelia de Portugal.

Alguien –¿quién ha de ser? ¡un amigo poeta!– se acerca a mi lado y evoca en mi memoria la figura de Ruy Blas.

Y a propósito: los diarios dan esta mañana la noticia de que el rey ha cazado ayer en el Prado diez perdices.

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