Sergio Ramírez Mercado
A Napoleón López Villalta
Esa tarde de
febrero salió de su casa decidido a tener una conversación con su Conciencia, y
por eso mismo la invitó a tomar una cerveza. Ella, que leía echada en el sofá,
dejó el número de Vanidades que tenía entre sus manos, y lo siguió tal
como estaba, limpia de maquillaje, vestida con una blusa de algodón sin
mangas, un bluyín de perneras cortas que dejaba libres las pantorrillas, y
sandalias plateadas.
Era uno de
esos viejos barrios residenciales del sur de Managua, invadido con lentitud
pero con eficacia por pequeños centros comerciales construidos de manera
improvisada en los baldíos, sus cubículos rentados a tiendas de cosméticos y
lavanderías, farmacias y boutiques de ropa, mientras las casas de los años
sesenta y setenta del siglo anterior iban siendo abandonadas para convertirse
en farmacias, pizzerías, restaurantes y bares, sin que faltaran las
funerarias.
De modo que
sólo tenían que caminar unas pocas cuadras para llegar al bar preferido suyo,
surgido en las entrañas de una de aquellas residencias abandonadas por sus
dueños, que se habían ido a vivir más arriba, siempre hacia el sur, en lo que
eran las primeras estribaciones de la sierra, donde los tractores seguían derribando
los plantíos de café para dar paso a las nuevas urbanizaciones amuralladas.
Ya nadie
hubiera podido reconocer el local como un hogar de clase media, abatidas las
paredes y todo puesto a media luz, la acera tomada para asentar en ella parte
de las mesas bajo un toldo a rayas desflecado por el viento y agobiado de
polvo. El rótulo mostraba el nombre del bar, Adán y Eva, y su emblema era una
manzana que, al iluminarse de noche con luces de neón, saltaba por todo el
tablero.
Frank, el
propietario, que llevaba el pelo entrecano recogido en una cola de caballo, y
que por las noches era también el guitarrista, se hallaba de guardia detrás del
mostrador y lo saludó de lejos mientras pasaban a sentarse en un rincón del
fondo. Era temprano aún, y las mesas se encontraban vacías. La clientela solía
aglomerarse sólo después de las cinco de la tarde, una vez salido todo el mundo
de las oficinas cercanas, públicas y comerciales, y de los bancos, que es
cuando empezaba la happy hour decretada por Frank, dos tragos al precio de uno,
siempre que se tratara de licores nacionales.
Se sentó
frente a su Conciencia, grácil y esbelta gracias a la calistenia aeróbica de
cada mañana en el gimnasio Ilusiones, lo que le permitía vestirse como una
muchacha. Acababa de cumplir los cincuenta, igual que acababa de cumplirlos
él, y más que quitarse la edad se sentía orgullosa de sus años bien llevados.
Nuestro
amigo pidió una cerveza. De su mismo vaso le daría de beber a ella algunos
sorbos. No iba a incitarla a ningún exceso, porque debía tenerla sobria frente
a él, desde luego que necesitaba de sus consejos. Vos y yo tenemos que hablar
muy en serio, le dijo, apenas se habían sentado. Ella sólo se arregló un poco
el pelo cortado a la garzón, y lo miró a los ojos sin decir palabra.
Trajeron la
cerveza, sal y limón. Frank había vivido en México, donde regentaba también un
bar en la colonia Condesa del Distrito Federal, y conservaba aquella costumbre
de servir la cerveza con sal y limón.
Pasaron un
rato en silencio. Ella hacía dibujos con la uña sobre el tablero de la mesa de
pino barnizada de verde. Te traje aquí para hacerte una consulta, dijo él.
Pero no me
vas a tener a boca seca, dijo ella, prometiste darme unos sorbos de tu vaso, ya
te acabaste la cerveza, y nada. De modo que él hizo un gesto resignado y llamó
al mesero de corbatín negro, que vino en seguida. Vos estás tomando Corona,
pero a mí que me traiga una Victoria. Te creés independiente, se mofó él. ¿Cuál
es la consulta?, preguntó ella, sin abrirse a mofas ni bromas.
Mirá, dijo
él, y puso los codos sobre la mesa buscando acercarse para empezar la
confidencia, pero ella no lo estaba atendiendo. Había rebalsado el vaso al
servirse, y al llevárselo a la boca la cerveza se derramó sobre su blusa, que ahora
intentaba limpiar con un puñado de servilletas arrancadas al servilletero. Qué
es lo que ganan, rezongó ella, partir cada servilleta en cuatro para poner
aquí harapos de servilletas, más trabajo les toma estarlas partiendo, y esta
blusa que es nueva.
No le va
bien a Frank, por eso busca el ahorro en todo, dijo él. Cómo le va a ir bien si
esnifa como loco, dijo ella. ¿Dónde
aprendiste esa palabra, esnifar?, preguntó él. ¿Cómo se dice entonces?,
¿ñatearse?, se rió ella, y agregó: en las películas de la tele, niño, no ves
que mi diversión es ver tele. Y las revistas, dijo él, te pasás el santo día
leyendo Vanidades. Más me gusta
Hola, salen fotos a toda página de los baños de las mansiones de la
nobleza europea, y se pueden ver los inodoros de oro puro donde cagan las
marquesas. Qué vocabulario, dijo él. Cagar o no cagar, he allí el dilema,
volvió a reír ella, mientras seguía secándose la blusa con los retazos de
servilletas.
¿Me vas a
poner atención, o no?, dijo él, sin dejar su posición acodada, ¿o todo eso de
derramar el vaso y echarte encima la cerveza no es más que teatro porque no me
querés oír? Soy toda tuya, dijo ella, y se acodó también sobre la mesa. Él se
rió, con sorpresa boba. Deberías haber dicho «soy toda oídos», dijo. No en el
caso mío, dijo ella. ¿Acaso sos mi mujer?, dijo él. Peor que eso, soy tu
conciencia, dijo ella; eso es peor que coger con vos.
Bueno,
entonces, dijo él. «¿Bueno, entonces?», es lo que yo te digo a vos, dijo ella.
Me propusieron un negocio, dijo él. Los jueces no andan en negocios, dijo
ella. Con vos ya veo que no se puede hablar en serio, refunfuñó él. Lo que te
molesta es tener que hablar conmigo, dijo ella. ¿Por qué iba a molestarme?, se
encogió él de hombros. Porque para eso estoy, para molestarte, soy tu
conciencia, dijo ella, que ahora secaba con otro puño de servilletas la base de
su vaso, antes de llevárselo otra vez a la boca.
Ese reo que
está en mis manos de verdad está enfermo, dijo él, de todos modos tiene derecho
a curarse en su casa. Hipertensión crónica, dijo ella, cuadro diabético. ¿Vos conocés el asunto?, preguntó
él. Qué voy a conocer nada, es lo que todos los abogados de los narcos alegan,
dijo ella, el filo del vaso en los labios. Pero en este caso ya te dije que es
cierto, dijo él, el cuadro clínico da pie a la fianza de excarcelación. ¿Y el
médico forense?, preguntó ella. Él guardó silencio, y sus dedos tamborilearon
sobre la mesa. Hay que darle algo para que firme el dictamen, respondió al
fin. ¿Cuánto?, preguntó ella. No sé, tal vez unos dos mil. ¿Y a vos te tocan,
entonces...?, volvió a preguntar ella. Veinte mil, respondió él. De los
verdes, dijo ella. ¿Quién piensa en córdobas?, dijo él. Ya sé, dijo ella, no me
ibas a vender en moneda nacional.
Vos bien sabés que es la primera vez que yo hago esto,
dijo él, y suspiró hondamente. Bueno, se supone que sí, que tengo que saberlo,
dijo ella. Y quiero que estés clara que jamás voy a volverlo a hacer, dijo él.
No habrá reincidencia, se mofó ella. Es una emergencia justificada, dijo él, no
tiene por qué volver a repetirse. A menos que sobrevenga otra emergencia, and
so on, and so on..., dijo ella. Te lo puedo jurar, dijo él. Qué divertido que
te veo, dijo ella. ¿Qué cosa es divertida?, preguntó él. Que pretendás hacerme
juramentos a mí, nada menos que a mí. ¿Y ante quién más podría jurar?, delante
de vos me confieso, delante de vos me comprometo, para eso estás. Al pan pan, y
al vino vino, lo cortó ella, vas a aceptar plata de la droga, y querés dorarme
la píldora con juramentos, recordá que vos y yo somos almas gemelas. «Dos
almas que en el mundo había unido Dios», canturreó él, sin ánimo. Peor que eso,
somos almas siamesas, dijo ella. Peor que si cogiéramos, ya dijiste, dijo él.
Sí, dijo ella, pero, además, no sos mi tipo para la cama.
¿Entonces?, dijo él. ¿Entonces qué?, dijo ella.
Entonces puedo aceptar el negocio, dijo él. Mirá, dijo ella, no soy tu enemiga,
la prueba está en que acepté esta invitación, estoy aquí frente a vos, hasta me
vine sin tiempo siquiera de pintarme los labios, siguiéndote a la carrera. A
veces parece como si lo fueras, dijo él. ¿Si fuera qué? Mi enemiga, dijo él.
Quiero ayudarte, eso es todo, dijo ella, en el fondo tengo el alma blanda.
Él dio un trago largo sin quitarle la vista. Vos sabés
que mi sueldo... Ella lo interrumpió. Ya sé, tu sueldo es una mierda. Ésa es la
palabra, dijo él, mil gracias. Y nunca te promovieron a magistrado de la Corte
de Apelaciones, dijo ella. Qué me van a promover, no soy servil, dijo él. Y
pasás necesidades, yo lo sé, dijo ella. Cada vez es peor, dijo él, tengo que
sacar a mis hijos de la UAM, trasladarlos a una universidad pública, no es
justo, ellos no tienen la culpa. Y las tarjetas de crédito, dijo ella, las
tenés reventadas. Y vos sabés que las medicinas de mi mujer cuestan una
fortuna, dijo él. Las medicinas para el mal de Parkinson, sí, dijo ella. Por
eso te pido que veamos esto como una emergencia, dijo él.
Trajeron otras dos cervezas. Todo eso lo sé, y te
comprendo, dijo ella tras servirse, pero también me tenés que comprender a mí.
¿Qué es lo que tengo que comprender?, preguntó él, medio divertido. Yo tengo
mis escrúpulos, dijo ella. Él se rió ahora abiertamente. ¿Escrúpulos de qué?,
preguntó, ¿escrúpulos de conciencia? Ese narco que vas a poner libre, ¿es mexicano?
No, guatemalteco. Lo mismo da, una vez en la calle bajo fianza, lo sacan del
país y no vuelve a aparecer nunca, dijo ella. ¿Y qué tenemos que ver nosotros
con eso?, dijo él.
Ella calló, y bajó la cabeza. ¿Entonces?, dijo él.
Entonces nada, dijo ella, si vas a dar el paso, no te andés con temblores. Ya
te juré que es sólo por esta vez, dijo él. Ya te dije que mí no me andés
haciendo esa clase de juramentos, dijo ella, enfurruñada. ¿Vos creés acaso que
me estoy prostituyendo?, preguntó él, lleno de pronto de una tristeza que lo
desamparaba hasta el frío, tanto que acunó los brazos. Ella le alcanzó la mano
y se la apretó con cariño. Nadie se está prostituyendo, dijo ella.
¿De qué sirve pasarse la vida entera siendo honrado?,
dijo él, nadie te lo agradece. Es cierto, dijo ella, sonriendo apenas, y si te
morís de hambre, yo ya no te serviría de nada en la tumba fría. Ya ves, dijo
él, hablando se entiende la gente. Y, además, yo misma ando escasa de fondos,
dijo ella. Lo que querrás, de mi parte lo que querrás, dijo él, e hizo ademán
de tocarse los bolsillos. Es el colmo que me tengás que comprar a mí misma, a
tu propia conciencia, dijo ella, sonriendo más abiertamente. Pues de mi parte
tenés siempre a la orden la cuota del gimnasio para tus aeróbicos, y la
cirugía facial, cuando necesités otra, dijo él, o un implante de los senos.
Nunca he necesitado ninguna cirugía, respingó ella. Es una broma, niña, dijo
él. A lo mejor un viaje a Miami sí necesito, para comprar ropa, dijo ella.
Él llamó para pedir la cuenta. En la mesa había ya
cuatro botellas de cerveza de cada lado. Los platitos con sal y limón eran
cuatro también. Te agradezco en el alma, dijo él, has hecho bien tu papel.
Ella alzó las cejas y dijo: no te entiendo. Tu papel de recriminarme, hacer que
me odie por lo que voy a hacer, dijo él. ¿Creés que ha sido sólo un papel, que
no soy sincera con vos?, dijo ella, con la voz herida. No es eso, dijo él,
cuando digo papel, quiero decir que has cumplido con tu obligación. Ya te dije,
enemiga tuya no soy, dijo ella, y, además, tu caso no es el único, conozco
varios. Yo creí que sólo te ocupabas de mí, bromeó él. Una se da cuenta, dijo
ella, Managua es un mundo chiquito.
¿Qué casos?, preguntó él, con vivo interés, mientras
sacaba la cartera para pagar. Te veo deseoso de consuelo en el ejemplo ajeno,
dijo ella. Bueno, mal de muchos, consuelo de pendejos, dijo él. El mesero le
entregó, al recibir el pago, una papeleta de propaganda para el show de esa
noche. Iba a ser una noche de boleros románticos, con Keyla Rodríguez de
vocalista, y Frank en la guitarra. Conozco a otros como vos, que han hecho lo
mismo, o cosas peores, dijo ella. ¿Cosas peores como cuáles?, preguntó él, y
contó treinta córdobas de propina.
Ella lo miró, risueña, como si lo examinara hueso por
hueso. ¿Qué te parece violar a la propia hija, y después quedarse de amante con
ella por años?, dijo ella. Sí, eso parece peor, dijo él. ¿Y qué te parece
falsificar la firma de tu propia madre, vender sus propiedades, y dejarla en
la calle? También es horrible, dijo él. Vos conocés esos casos, con nombres y
apellidos, sabés que no estoy inventando, dijo ella. Tenés razón, dijo él, son
cosas que se saben. Me alegra que entendás entonces que hay cosas peores, así
me quedo tranquila, dijo ella. Y así yo también puedo dormir tranquilo,
sabiendo que vos estás tranquila, dijo él. ¿Pedimos dos más?, propuso ella. Ya
pagué la cuenta, dijo él. ¿Y eso qué importa?, respondió ella, hay motivo para
celebrar. No debería, respondió él, pero bueno.
Trajeron la nueva tanda, con nuevos vasos escarchados,
sacados del congelador. Ella se volvía vieja, hay que reconocerlo, a pesar de
la apariencia juvenil sostenida con los ejercicios Pilates. Tenía los mismos
ojos claros y vivaces de cuando se habían conocido, las cejas tupidas que se
juntaban encima del caballete de la nariz respingada, los mismos labios
carnosos, un rostro de adolescente pícara que enmascaraba con ventaja el paso
de los años. Pero estaban las patas de gallo que empezaban a resquebrajar la
piel al lado de los ojos, la leve sombra oscura que empezaba a embolsar los
párpados inferiores, qué Pilates ni qué Pilates. A lo mejor de verdad iba a
necesitar la cirugía facial.
La gente comenzaba a entrar al bar. En la mesa de al
lado se sentó una pareja de empleados de banco; el varón, rapado con navaja, se
deshacía de la corbata amarilla canario con alivio, como si se tratara de una
soga; la mujer, de doble rabadilla, entallada dentro del uniforme gris,
llevaba al cuello un pañuelo colorido. Las demás iban siendo ocupadas por
agentes de seguros, vendedores de carros, corredores de bienes raíces,
empleadas de agencias de viajes. El rumor de voces, alegre y despreocupado,
crecía entre el arrastrar de las sillas.
—Salud, entonces —dijo él, alzando el vaso.
—Salud —dijo ella, y alzando el suyo le sonrió con
ternura.
Managua,
julio 2007
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