Rodrigo Peñalba Franco.
Medianoche. Ya vamos a
cenar, pensó el guardia. Con la escopeta, de pie en medio de la carretera
apuntó directamente al bus que de frente venía. Pasamontañas, camuflaje, cinto
de balas, botas de asfalto, rostros de metal. Su compañero se adelantó a
inspeccionar el vehículo. Otro encañonó al chofer desde la ventana.
“Saldremos bien de ésta, es la rutina”, pensó el
chofer. Nublado, cuarto menguante. “Sus documentos”, pronunció la voz del
guardia desde la ventana. Entre los pasajeros no había sorpresa, “controles de
desgane” decían entre ellos. (El Señor llegará como ladrón, en medio de la
noche y sin avisar). El ayudante abrió la puerta y salió a estirarse un poco, a
pretender calma, quizás sueño, relajarse un poco. El segundo guardia venía
rodeando el bus por la parte de atrás y al ver al ayudante fuera le ordenó
abrir el compartimiento de las valijas. “¿Para que salió?, siempre le digo que
no ande abriendo la puerta cuando nos paren en los retenes”, pensó el chofer. “Tome
oficial, todos los documentos en orden” le dijo al primer guardia. “Casado y
tres hijos”. Parecía persona segura. “Rápido, saque esos bultos”. El ayudante
sacó tres valijas. Con el cuchillo que esconde en la bota abrió el último bulto
de un tajo. El guardia iluminó con su foco: ropa, bolsas de granos, un álbum de
fotos, nadie conocido o buscado en las mismas. “Está bien todo aquí” dijo el
guardia. “Espera, entraré al bus” le dijo el otro. El chofer encendió las luces
de adentro. Con el fusil por delante se fue abriendo paso el soldado
despertando al que no le diera la cara o le escondiera la mirada. El ayudante
dejó pasar al militar mientras de reojo contaba cuantos guardias había en la
garita. “Dos afuera, dos con nosotros, uno delante del bus apuntando al
conductor... ¿quién sabe cuántos más en el cuarto a oscuras?. Estos no tienen
ojos, sino agujeros.” Sólo un poste de luz alumbraba un costado de la caseta
militar. En lo que volteó hacía el interior del bus el militar que venía
bajando apartó al ayudante con una descarga en el rostro del mismo (todos los
pasajeros despiertan). Éste cayó con la mitad del cuerpo colgando de la
escalinata de la puerta. El soldado lo terminó de botar fuera del vehículo con
sus botas. “Todo en orden, pueden seguir”, gritó el otro oficial.
La cena está servida. El soldado que apuntaba al
chofer se apartó y dejó continuar al expreso. El chofer no pidió explicaciones
y uno de los pasajeros voluntariamente tomó las funciones del ayudante. Las
valijas extraídas ya no eran de importancia. Los guardias de la garita se
acercaron a los tres primeros, y destapándose las cabezas mostraron sus
mandíbulas de metal y empezaron a desmembrar al cadáver con los mismos dientes.
Libro de
cuentos Holanda /1ª. Edición/Managua 2006
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