27 de enero de 2016

Inundación

Rodrigo Peñalba Franco.
 
Todavía sigo nublado. Sentado en el techo de mi casa de dos pisos espero que bajen las aguas. Enfrente mío un nuevo océano se ha formado uniendo al Xolotlán con el Cocibolca, llevando en sus aguas a flotar todas las nuevas zonas residenciales, los asentamientos, entre escombros, chatarra, y papel mojado. Los cadáveres vienen flotando sobre el lodo. Arriba, en el cielo, vampiros diurnos, los zopilotes, vueltas alrededor de sí mismos.
 
La radio de baterías que tengo a mi lado reporta largos infartos de estática y señal inaudible. Al parecer no ha quedado ni una sola radioemisora en pie, aunque desde aquí puedo ver todas sus antenas sobresalir de las aguas como espigas de plantas subacuáticas, franjas rojas y blancas. Recordé que siempre me gustó el sonido del mar, pero no el de las olas. Aquí había ese sonido, el del mar.
 
Las láminas de zinc en que me apoyo, ahora me doy cuenta, tienen un penetrante olor a sarro. Con los huesos húmedos hasta la médula, espero un rayo de luz que abra paso entre el cielo encapotado de gris y ayude secarme el cuerpo. Pero eso no pasa y el olor del sarro penetra en mí ahora que soy esponja absorbiendo aromas.
 
La línea del horizonte está pérdida. A lo lejos las aguas se convierten reflejo del cielo, y las nubes que siguen los vientos anuncian más torrenciales. Ciento ochenta grados de curvatura sobre mi cabeza. De horizonte a horizonte. Todo el universo asentado bajo la simple y grande nube gris que lo cubre el caos todo.
 
En el cénit un agujero se abre entre las nubes y da espacio a un rayo de luz. El calor concentrado de toda la fuerza del sol baja por ese hilo de fotones enfocado hacia mi soberano pedazo de techo. Tendido a mis anchas, dejo que el vapor me abandone y suba como aire caliente, asándome en el zinc caliente de un mediodía eterno. La columna de aire que asciende permite apreciar el centro de la luz, en medio de las nubes, rodeado de ángeles, espectros que en círculos hacen cantos marianos. El sonido del zinc caliente, se me olvida cuál es ese sonido, lo he perdido entre los cantos angelicales. La brisa del océano es la gente que pide ayuda flotando desde las aguas. Ángeles sentados conmigo curándome las heridas. Los zopilotes.
 
Una visión bajó del cielo, con cuatro brazos que agitados a gran velocidad se mantenía suspendida como si colgara de un gran lazo. Cuerpo voluminoso y hueco, y en su interior seres con cráneos de acero y cruces rojas en el pecho que colgaban como crías de marsupial con los cordones umbilicales todavía fijos a su madre. El cuerpo hueco tenía una cola giratoria para balancearse en el aire, y con el movimiento de los brazos llamaba grandes vientos y sonidos de golpes secos repetidos cientos de veces por segundo. Los seres bajaron de su medio e intentaron cargarme. Su lenguaje era incomprensible, sus pies de hule y caucho, el cuerpo cubierto de telas blancas manchadas de lodo. Con sus brazos persiguieron a los ángeles y les doblaron los cuellos como si fueran gallinas. Abandonado me dejé llevar dentro del ser voluminoso, elevándome por los aires, con el océano que enterró a Managua abajo, océano uniforme, perfecto, lodoso, cubierto de nubes, fondo tapizado de cadáveres atrapados en sus casas. El infierno, la perfección. Infierno. Pasteles. Y cielos de cielos, infiernos de infiernos, pasteles de toda suerte. Sube helicóptero, sube.

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