Alejandro Bravo.
(del
libro Baile con el Diablo y otros cuentos)
La mujer revisó las vasijas de barro donde guardaba
el maíz y los frijoles. Cuando mucho tenía solo para tres días. Unas cuantas
monedas de cobre eran todo su capital. Su hombre había llegado descorazonado el
fin de semana. No les habían pagado en la hacienda, el mandador les había dicho
que en Granada había guerra y que el patrón no había podido mandar la plata de
la planilla. Las cosas eran mucho más sencillas antes.
La mujer había fiado frijoles cocidos, queso y
plátanos días atrás en la pulpería del vecindario. Con la noticia
que le diera el hombre no se animó a darle la cara a la pulpera para solicitar
más crédito. Eso de deber era cosa nueva, como casi todo en su vida. Si fuera
solo por ella aguantaría hambre, pero los hijos demandaban alimento y ella
pensó que no los trajo al mundo a sufrir.
Salió al patio. Un gallo, tres gallinas y un
chanchito eran toda su hacienda. Varias matas de plátano crecían promisorias,
un limonero, un palito de mango dentro de algunos años sería sombra segura y
fruto abundante. De las gallinas no podía deshacerse, representaban el huevo
mañanero para sus dos hijos. Agarró al chanchito, dejó a sus hijos al cuidado
de una vecina y se fue a buscarle venta.
De precios no sabía nada. La pulpera le dijo que
podía pedir dos chelines por el animalito. Ella se lo hubiera comprado, se veía
bonito, pero las ventas no habían estado buenas con la noticia esa de la guerra
en Granada. Tal vez alguien en el mercado se animaba, bien criado ese chanchito
podía llegar a ser un animalón al que se le podían sacar dos latas de
manteca.
La mujer se internó en el pueblo. Era la primera
vez que paseaba su negritud en el centro de Nandaime. Había un mundo de
diferencia entre las casa de adobe con techos de tejas y el rancho de cañas de
techo pajizo donde ella vivía. Conforme se acercaba al centro notaba que
la actividad aumentaba. Pasaban a su lado carretas cargadas con panela, burros
que llevaban pichingas con crema de las haciendas cercanas. La mujer llegó al
centro del pueblo y la deslumbró el edificio fuerte y grande la de la iglesia,
el cuadro perfecto de la plaza, las casonas con corredor afuera, que imitaban
la plaza de Granada, según oyó decir alguna vez en la hacienda donde viviera
antes.
En un costado de la plaza funcionaba el mercado.
Tenderetes improvisados donde se vendía de todo para la vida del pueblo. No
sabía cómo hacer para ofrecer su chanchito. Miraba las chalinas y telas que
ofrecían las marchantes, las frutas de vivos colores, los manojos de cebollas,
las chiltomas verdes y rojas que le dan vida al arroz en la cazuela, los sacos
de frijoles y maíz, sartenes de hierro, cuchillos, platos de porcelana
enlozada, cazuelas de barro. Se puso en cuclillas a la par de una mujer que
vendía pipianes. La otra le dijo de mala manera “negra me vas a espantar la
clientela, andáte con tu chancho para otra parte”. La plaza es pública le dijo
ella, yo tengo tanto derecho a vender aquí como vos. La otra se calló, le
retorció los ojos y se puso a pregonar “pipianes, pipiancitos tiernos para
guiso, para pescozones, para echarlos en sopa, me va a querer marchante”. Una
mujer se detuvo, pero no para comprar pipianes sino para preguntarle a ella,
morena, en cuanto das el chanchito? Fíjese que por necesidad lo
estoy vendiendo, lo criaba para matarlo en navidad, para mi familia, pero no me
le pagaron al hombre esta semana en el valle Menier y tengo que venderlo para
darle de comer a mis hijos, por ser Usted se lo doy en dos chelines.
La otra quedó viendo al chanchito, con la vista lo
midió y lo pesó. Cuatro reales si querés le dijo. La vende-pipianes se metió en
la conversación, agarralos negra no seas dunda, le dijo. La mujer pensó, debo
quince centavos en la pulpería, me queda algo para comprarle de comer a mis
hijos. Dele pues le dijo a la compradora y con dolor de su alma se deshizo del
chanchito.
Compró cinco centavos de carne de cerdo para darle
un festín a sus hijos. Preguntó a la vendedora si tenía piel de cerdo, pensó en
chicharrones que tenía rato de no comer y la otra le dijo que eso no era comida
para cristianos, que eso se lo tiraban a los perros. Si se lo compro en cuanto
me lo vende, preguntó. Por un centavo te daría toda la piel de un cerdo. La negra
le preguntó por la dirección de la casa a la chanchera y los días en que mataba
y se regresó a su casa con el corazón contento y una idea que le alumbraba el
futuro.
La mujer preparó el almuerzo y convidó a la
Alejandra Cordero, la vecina que le había hecho el favor de cuidar a sus hijos
mientras anduvo en el mercado vendiendo el chanchito. Mientras almorzaban le
expuso su idea. La otra le dijo que la cosa no se veía mal, pero que tuviera
mucho cuidado. No era común que los negros se aventuraran al centro de Nandaime
y menos que se dedicaran a comerciar. Entonces para qué nos dieron la libertad,
le replicó la mujer, quién quiere libertad con hambre, eso no es libertad,
mejor nos hubieran dejado de esclavos en el valle Menier. Allí por lo menos
trabajábamos y comíamos. Qué nos ha traído la mentada independencia, guerra
tras guerra. Ahora dicen que hay guerra otra vez en Granada y todas las cosas
van mal. La otra no le contradijo y cambió la plática diciéndole que la
política era cosa de hombres, pero ella insistió. Somos libres dicen, pero
estamos bajo el yugo del marido, si tenés la mala suerte que te toque un
borracho o mujeriego lo tenés que aguantar, te dejan por otra con la charpa de
hijos, no te dan para los frijoles y si te volvés a enamorar y te echás un
querido todo el pueblo dice que sos puta.
La mujer se alistó bien temprano al siguiente día y
tomó el camino para el valle Menier. Eran cuatro leguas de buen camino,
sombreado y con enormes charcos que dejaban los aguaceros de los primeros días
de noviembre. Los hijos se habían quedado al cuidado de la vecina, quien le
obsequió un tamal pisque y un trozo de queso duro para que comiera algo.
Recordó el viaje que hiciera desde la hacienda hasta las afueras de Nandaime,
donde la municipalidad les regaló los terrenos para que pararan sus
ranchos. Un solar de treinta varas de frente por cincuenta de fondo a cada
familia de esclavos libertos. Fue el segundo acto oficial en que le tocó
participar y recordó cómo se llenó de orgullo cuando el Alcalde llamó a su
hombre para que recibiera el título de propiedad y su negro la tomó de la mano
y le dijo “vamos” y fueron juntos entre los aplausos de los demás y de los
señorones que acompañaban al Alcalde y éste les estrechó la mano a ambos y les
deseó una feliz y próspera vida en libertad.
Llegó a la hacienda como a las dos de la tarde.
Había caminado unas seis horas. Estaba cansada y con hambre. Vio los edificios
del trapiche, el galpón donde vivieron los esclavos, donde ella había nacido,
se había criado, se había enamorado y habían nacido sus dos hijos. Se
extrañaron de verla las mujeres que se habían quedado trabajando como cocineras
de los mozos. Ideay niñá, en qué negocio turbio te andás que preguntás por el
mandador y no por tu hombre, le dijeron en tono de sorna las otras. Pues ya
ven, en este negocio en que me ando es el mandador el que me puede ayudar y no
mi hombre. Le dieron de comer, le preguntaron por sus hijos, por el barrio
nuevo de Nandaime donde se asentaban los esclavos libertos, que si sabía algo de
la nueva guerra que asolaba Granada.
Cuando llegó el mandador se saludaron con afecto.
El hombre la había visto nacer y crecer. Le pidió hablar en privado y le expuso
su plan. Le pidió prestado por un par de meses un perol de hierro donde pudiera
freir chicharrones. Con menos gente en la hacienda se cocinaba menos y el
traste no era imprescindible. Cuando ya pudiera comprar el suyo propio lo
devolvería, él la conocía bien y sabía que no era mañosa, además con su hombre
trabajando allí, era garantía que devolvería el perol. El otro asintió, le dijo
que hablara con Doña Pilar Ruiz que era la jefa de cocina y con ella se pusiera
de acuerdo cual de los peroles sería el que le prestarían. Que se quedara a
dormir esta noche en la hacienda para que viera a su negro, ya era muy tarde y
los caminos de noche nunca son seguros, le podía salir una cegua o el cadejo.
Además el perol pesaba mucho para llevárselo a pie hasta Nandaime. La mandaría
montada en una de las carretas que iban a dejar panela al pueblo.
Les arreglaron un apartado lugar en el galpón donde
hoy duermen los mozos. Son los mismos negros que ayer eran esclavos, sólo que
hoy libres trabajaban en la misma hacienda, para el mismo amo, hoy por un
salario y atados por un contrato. Le contó su plan al hombre, el otro no estaba
muy convencido. Le preocupaba que la gente blanca de Nandaime la quisiera
agredir por negra altanera. Ella le dijo que ya había estado en el mercado
vendiendo el chanchito, le recordó las palabras que dijeron los oficiales del gobierno
cuando llegaron a la hacienda un 19 de septiembre de 1823 a leer el
decreto que un mes antes había promulgado la Asamblea Constituyente de la
República Federal de Centro América aboliendo la esclavitud. “Ustedes son
iguales a todos los demás habitantes de esta patria libre”. Si los demás podían
comerciar por qué ellos no, además la necesidad tiene cara de perro, le dijo, a
vos no te pagan aquí por la mentada guerra de Granada, los niños tienen que
comer y la plata no cae del aire. De aquí hasta que te paguen prometió la mujer
que trabajaría, además no sabemos si a la gente le va a gustar la comida que
voy a vender.
Se regresó en la carreta, bien desayunada, las
mujeres de la cocina le aliñaron un medio cuartillo de frijoles y otro de maíz
para que se ayudara mientras despegaba su negocio, el mandador ordenó que le
regalaran otro chanchito para que repusiera el que tuvo que vender y dos
cabezas de guineos. Salió como mendiga y regresaba como princesa.
El lunes siguiente salió de madrugada a buscar la
casa de la matachancho que había conocido en el mercado. Dejó en el fogón
cociéndose una yuca que había comprado muy barata a un carretero que iba al
mercado a vender hortalizas, pensó que era suerte que su casa estuviera en la
entrada de Nandaime. La matachancho la reconoció y para ayudarle le iba a
reglar por esta vez, la piel del chancho. Pesaba la condenada.
Cuando llegó a su casa, sacó la yuca, ya cocida del
agua hirviente, lavó la piel y con un cuchillo filoso le quitó los pelos,
la hizo tiras y la tiró al perol de hierro que estaba calientísimo. Empezaron a
soltar manteca, luego chirriaban las grandes tiras de piel de cerdo nadando en
la manteca hirviendo, girando sobre sí mismas, encogiéndose, dorándose,
exhalando aromas, convirtiéndose en chicharrones, mientras la manteca
chisporroteaba como lava de volcán en erupción.
Tomó la batea que tenía, la había lavado bien
con hoja-chigue, en un traste de barro colocó la yuca, en otro los
chicharrones, preparó una ensalada de repollo con cebolla, con un par de
tomates en trozos pequeños para alegrar la vista con su color, más que para dar
sabor, le agregó el sabor ácido de mimbros finamente rodajeados, vinagre que
había preparado con los guineos, en el que había majado un buen puño de
chiles-congo que crecen generosamente a la orilla de los caminos. Lo tapó todo
con un trapo a cuadros, que les hacía las veces de mantel cuando comía con su
negro, se colocó la batea en la cabeza, se encomendó a Dios y a Santa Ana,
patrona de Nandaime y salió con su venta a buscarse la vida.
El alcalde de Nandaime llegó malhumorado a la
oficina ese día. No había desayunado por un pleito con Manuela, su esposa la
noche anterior. Algo insólito, la mujer se había atrevido a rebelarse a sus
órdenes. Había llegado tarde de la finca, se encontró en el camino con otros
amigos y se metieron a la cantina de Checho Lugo, afamado ingeniero estudiado
en Francia que cuando regresó a Nicaragua se encontró con el relajo de la
independencia, la anexión a México, la guerra civil y se dio cuenta que por
muchos años nadie iba a construir los caminos que él había aprendido a hacer,
colgó el título de una pared de la casa-hacienda familiar y vendía aguardiente
filtrado especialmente para su negocio, en el valle Menier, según
especificaciones que él mismo diera. Allí montó una cantina donde no se atendía
a liberales, ni a curas.
Media botella de guaro iba acompañada de un tasajo
de carne asada con tortillas de primera boca, y de dos mojarras fritas
envueltas en pinol de segunda, si al cliente no le gustaba el pescado lo podía
sustituir por frijoles recién cocidos, frijoles parados como los llama el
vulgo, bañados de crema, con media cuajada y dos tortillonas. Normalmente Said
Zavala empezaba la traguiadera donde Checho y luego llegaba a su casa con los
amigotes, gritando desde el zaguán a su esposa, Manuela, ponéte a freir unas
costillitas de chancho y hacéte unas tajadas de plátano para los amigos que me
visitan.
Esa tarde la Manuela, después de veinte años de
casado le dijo con vos agria, mirá Said, vos y tus amigos se pueden ir a comer
mil veces mierda. Yo no sé si creístes que al casarnos te estabas comprando una
esclava, si hasta las negras del valle Menier las libertaron ya. Lo que soy yo
no te vuelvo a servir nada en esas borracheras con tus amigotes. Si solo a
joder vas a venir aquí, mejor que te cuelguen una hamaca donde Checho y volvé
aquí hasta que se halla pasado el guaro. Entonces Said le dijo en alta voz y
con calmado acento a su esposa “qué te falta Manuela qué te falta, tenés
chancha parida Manuela, tenés vaca que ordeñar, tenés guineos Manuela, qué te
falta” y se fue con sus amigos el Doctor Urtecho, el pueta Bravo, el abogado
Carrión a buscar una cantina abierta donde seguirla. La mañana siguiente, la
Manuela no le sirvió el desayuno.
Firmó los papeles que su secretario le tenía
listos. El hambre y la goma lo estaban matando. Salió a la puerta de la
alcaldía a ver si alguna mujer pasaba vendiendo frutas con las que engañar el
estómago. No sabía si ponerse duro con la Manuela o llegar a contentarla con
algún regalito para que se le pasara la braveza. Si el cuento se llegaba a
saber iba a ser el hazmerreír de todo el pueblo y como primera autoridad civil
no le convenía para nada.
En esos pensamientos ocupado estaba cuando vio
venir a la negra contoneándose con una batea en la cabeza, pregonando llevo
chancho con yuca, chicharroncito frito para dar fuerza y vigor, me vas a querer
marchante? El alcalde llamó a la mujer, nadie más le había hecho caso,
enseñá niñá, que es lo que vendés? Chicharrón con yuca señor, lo que nos daban
de comer a los negros en el valle Menier para mantenernos fuertes y poder
trabajar con vigor en los cañaverales, en el trapiche, en los cacaotales. Al
hombre hambriento le entró el olor de los chicharrones fritos y sintió una
punzada en el estómago, el ácido olor de los mimbros y el vinagre hizo que sus
glándulas invadieran su boca con un océano de saliva. Pensó: Si no como no
pienso, si no pienso no existo, entonces, como luego existo. A cómo lo
vendés niñá? Dijo a la mujer. A dos centavos señor. Dame pues, se buscó
las dos monedas de cobre en el pantalón mientras veía cómo la negra acomodaba
primero la yuca en dos hojas de plátano, con mano experta cortaba cuatro
hermosos trozos de chicharrón, los acomodaba en la yuca, ponía la ensalada de
repollo encima y lo regaba todo con el vinagre de guineo. Le dijo a la mujer ¿y
el vendaje, amor? La negra sonrió y le puso otro pedazo de chicharrón. El
hambre se le duplicó a Zavala mientras recibía su ración, pagó y entró a su oficina
a comer. Los dos empleados extrañados que su jefe a media mañana entrara con un
morral de comida, le preguntaron y eso que es alcalde? Algo que da vigor, un
vigorón decía con la boca llena mientras sentía la invasión de sabores en su
paladar, cómo el chicharrón tostado se deshacía en su boca, la yuca bien
reventada sazonada con el mimbro de la ensalada y el picante del vinagre se
convertía en un manjar de dioses.
Los dos empleados salieron en carrera a la puerta
del edificio para llamar a grandes voces a la negra, vos mujer, la del vigorón,
negrita linda vení para acá. Mientras compraban otra gente se arremolinó
preguntando y eso que es? Uno de los empleados de la alcaldía dijo en tono
sapiente, el vigorón, y solo vale dos centavos.
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