28 de mayo de 2012

La fuerza de los esclavos


Alejandro Bravo.
(del libro Baile con el Diablo y otros cuentos)

La mujer revisó las vasijas de barro donde guardaba el maíz y los frijoles. Cuando mucho tenía solo para tres días. Unas cuantas monedas de cobre eran todo su capital. Su hombre había llegado descorazonado el fin de semana. No les habían pagado en la hacienda, el mandador les había dicho que en Granada había guerra y que el patrón no había podido mandar la plata de la planilla. Las cosas eran mucho más sencillas antes.

La mujer había fiado frijoles cocidos, queso y plátanos días atrás  en la pulpería del vecindario. Con la noticia que le diera el hombre no se animó a darle la cara a la pulpera para solicitar más crédito. Eso de deber era cosa nueva, como casi todo en su vida. Si fuera solo por ella aguantaría hambre, pero los hijos demandaban alimento y ella pensó que no los trajo al mundo a sufrir.

Salió al patio. Un gallo, tres gallinas y un chanchito eran toda su hacienda. Varias matas de plátano crecían promisorias, un limonero, un palito de mango dentro de algunos años sería sombra segura y fruto abundante. De las gallinas no podía deshacerse, representaban el huevo mañanero para sus dos hijos. Agarró al chanchito, dejó a sus hijos al cuidado de una vecina y se fue a buscarle venta.

De precios no sabía nada. La pulpera le dijo que podía pedir dos chelines por el animalito. Ella se lo hubiera comprado, se veía bonito, pero las ventas no habían estado buenas con la noticia esa de la guerra en Granada. Tal vez alguien en el mercado se animaba, bien criado ese chanchito podía llegar a ser un animalón al que  se le podían sacar dos latas de manteca.

La mujer se internó en el pueblo. Era la primera vez que paseaba su negritud en el centro de Nandaime. Había un mundo de diferencia entre las casa de adobe con techos de tejas y el rancho de cañas de techo pajizo donde ella vivía. Conforme se acercaba al centro  notaba que la actividad aumentaba. Pasaban a su lado carretas cargadas con panela, burros que llevaban pichingas con crema de las haciendas cercanas. La mujer llegó al centro del pueblo y la deslumbró el edificio fuerte y grande la de la iglesia, el cuadro perfecto de la plaza, las casonas con corredor afuera, que imitaban la plaza de Granada, según oyó decir alguna vez en la hacienda donde viviera antes.

En un costado de la plaza funcionaba el mercado. Tenderetes improvisados donde se vendía de todo para la vida del pueblo. No sabía cómo hacer para ofrecer su chanchito. Miraba las chalinas y telas que ofrecían las marchantes, las frutas de vivos colores, los manojos de cebollas, las chiltomas verdes y rojas que le dan vida al arroz en la cazuela, los sacos de frijoles y maíz, sartenes de hierro, cuchillos, platos de porcelana enlozada, cazuelas de barro. Se puso en cuclillas a la par de una mujer que vendía pipianes. La otra le dijo de mala manera “negra me vas a espantar la clientela, andáte con tu chancho para otra parte”. La plaza es pública le dijo ella, yo tengo tanto derecho a vender aquí  como vos. La otra se calló, le retorció los ojos y se puso a pregonar “pipianes, pipiancitos tiernos para guiso, para pescozones, para echarlos en sopa, me va a querer marchante”. Una mujer se detuvo, pero no para comprar pipianes sino para preguntarle a ella, morena, en cuanto das el chanchito?   Fíjese que por necesidad lo estoy vendiendo, lo criaba para matarlo en navidad, para mi familia, pero no me le pagaron al hombre esta semana en el valle Menier y tengo que venderlo para darle de comer a mis hijos, por ser Usted se lo doy en dos chelines.

La otra quedó viendo al chanchito, con la vista lo midió y lo pesó. Cuatro reales si querés le dijo. La vende-pipianes se metió en la conversación, agarralos negra no seas dunda, le dijo. La mujer pensó, debo quince centavos en la pulpería, me queda algo para comprarle de comer a mis hijos. Dele pues le dijo a la compradora y con dolor de su alma se deshizo del chanchito.

Compró cinco centavos de carne de cerdo para darle un festín a sus hijos. Preguntó a la vendedora si tenía piel de cerdo, pensó en chicharrones que tenía rato de no comer y la otra le dijo que eso no era comida para cristianos, que eso se lo tiraban a los perros. Si se lo compro en cuanto me lo vende, preguntó. Por un centavo te daría toda la piel de un cerdo. La negra le preguntó por la dirección de la casa a la chanchera y los días en que mataba y se regresó a su casa con el corazón contento y una idea que le alumbraba el futuro.

La mujer preparó el almuerzo y convidó a la Alejandra Cordero, la vecina que le había hecho el favor de cuidar a sus hijos mientras anduvo en el mercado vendiendo el chanchito. Mientras almorzaban le expuso su idea. La otra le dijo que la cosa no se veía mal, pero que tuviera mucho cuidado. No era común que los negros se aventuraran al centro de Nandaime y menos que se dedicaran a comerciar. Entonces para qué nos dieron la libertad, le replicó la mujer, quién quiere libertad con hambre, eso no es libertad, mejor nos hubieran dejado de esclavos en el valle Menier. Allí por lo menos trabajábamos y comíamos. Qué nos ha traído la mentada independencia, guerra tras guerra. Ahora dicen que hay guerra otra vez en Granada y todas las cosas van mal. La otra no le contradijo y cambió la plática diciéndole que la política era cosa de hombres, pero ella insistió. Somos libres dicen, pero estamos bajo el yugo del marido, si tenés la mala suerte que te toque un borracho o mujeriego lo tenés que aguantar, te dejan por otra con la charpa de hijos, no te dan para los frijoles y si te volvés a enamorar y te echás un querido todo el pueblo dice que sos puta.

La mujer se alistó bien temprano al siguiente día y tomó el camino para el valle Menier. Eran cuatro leguas de buen camino, sombreado y con enormes charcos que dejaban los aguaceros de los primeros días de noviembre. Los hijos se habían quedado al cuidado de la vecina, quien le obsequió un tamal pisque y un trozo de queso duro para que comiera algo. Recordó el viaje que hiciera desde la hacienda hasta las afueras de Nandaime, donde la municipalidad  les regaló los terrenos para que pararan sus ranchos. Un solar de treinta varas de frente por cincuenta de fondo a cada familia de esclavos libertos. Fue el segundo acto oficial en que le tocó participar y recordó cómo se llenó de orgullo cuando el Alcalde llamó a su hombre para que recibiera el título de propiedad y su negro la tomó de la mano y le dijo “vamos” y fueron juntos entre los aplausos de los demás y de los señorones que acompañaban al Alcalde y éste les estrechó la mano a ambos y les deseó una feliz y próspera vida en libertad.

Llegó a la hacienda como a las dos de la tarde. Había caminado unas seis horas. Estaba cansada y con hambre. Vio los edificios del trapiche, el galpón donde vivieron los esclavos, donde ella había nacido, se había criado, se había enamorado y habían nacido sus dos hijos. Se extrañaron de verla las mujeres que se habían quedado trabajando como cocineras de los mozos. Ideay niñá, en qué negocio turbio te andás que preguntás por el mandador y no por tu hombre, le dijeron en tono de sorna las otras. Pues ya ven, en este negocio en que me ando es el mandador el que me puede ayudar y no mi hombre. Le dieron de comer, le preguntaron por sus hijos, por el barrio nuevo de Nandaime donde se asentaban los esclavos libertos, que si sabía algo de la nueva guerra que asolaba Granada.

Cuando llegó el mandador se saludaron con afecto. El hombre la había visto nacer y crecer. Le pidió hablar en privado y le expuso su plan. Le pidió prestado por un par de meses un perol de hierro donde pudiera freir chicharrones. Con menos gente en la hacienda se cocinaba menos y el traste no era imprescindible. Cuando ya pudiera comprar el suyo propio lo devolvería, él la conocía bien y sabía que no era mañosa, además con su hombre trabajando allí, era garantía que devolvería el perol. El otro asintió, le dijo que hablara con Doña Pilar Ruiz que era la jefa de cocina y con ella se pusiera de acuerdo cual de los peroles sería el que le prestarían. Que se quedara a dormir esta noche en la hacienda para que viera a su negro, ya era muy tarde y los caminos de noche nunca son seguros, le podía salir una cegua o el cadejo. Además el perol pesaba mucho para llevárselo a pie hasta Nandaime. La mandaría montada en una de las carretas que iban a dejar panela al pueblo.

Les arreglaron un apartado lugar en el galpón donde hoy duermen los mozos. Son los mismos negros que ayer eran esclavos, sólo que hoy libres trabajaban  en la misma hacienda, para el mismo amo, hoy por un salario y atados por un contrato. Le contó su plan al hombre, el otro no estaba muy convencido. Le preocupaba que la gente blanca de Nandaime la quisiera agredir por negra altanera. Ella le dijo que ya había estado en el mercado vendiendo el chanchito, le recordó las palabras que dijeron los oficiales del gobierno  cuando llegaron a la hacienda un 19 de septiembre de 1823 a leer el decreto que un mes antes había promulgado la Asamblea Constituyente de la República Federal de Centro América aboliendo la esclavitud. “Ustedes son iguales a todos los demás habitantes de esta patria libre”. Si los demás podían comerciar por qué ellos no, además la necesidad tiene cara de perro, le dijo, a vos no te pagan aquí por la mentada guerra de Granada, los niños tienen que comer y la plata no cae del aire. De aquí hasta que te paguen prometió la mujer que trabajaría, además no sabemos si a la gente le va a gustar la comida que voy a vender.

Se regresó en la carreta, bien desayunada, las mujeres de la cocina le aliñaron un medio cuartillo de frijoles y otro de maíz para que se ayudara mientras despegaba su negocio, el mandador ordenó que le regalaran otro chanchito para que repusiera el que tuvo que vender y dos cabezas de guineos. Salió como mendiga y regresaba como princesa.

El lunes siguiente salió de madrugada a buscar la casa de la matachancho que había conocido en el mercado. Dejó en el fogón cociéndose una yuca que había comprado muy barata a un carretero que iba al mercado a vender hortalizas, pensó que era suerte que su casa estuviera en la entrada de Nandaime. La matachancho la reconoció y para ayudarle le iba a reglar por esta vez, la piel del chancho. Pesaba la condenada.
Cuando llegó a su casa, sacó la yuca, ya cocida del agua hirviente, lavó la piel  y con un cuchillo filoso le quitó los pelos, la hizo tiras y la tiró al perol de hierro que estaba calientísimo. Empezaron a soltar manteca, luego chirriaban las grandes tiras de piel de cerdo nadando en la manteca hirviendo, girando sobre sí mismas, encogiéndose, dorándose, exhalando aromas, convirtiéndose en chicharrones, mientras la manteca chisporroteaba como lava de volcán en erupción.

Tomó la batea  que tenía, la había lavado bien con hoja-chigue, en un traste de barro colocó la yuca, en otro los chicharrones, preparó una ensalada de repollo con cebolla, con un par de tomates en trozos pequeños para alegrar la vista con su color, más que para dar sabor, le agregó el sabor ácido de mimbros finamente rodajeados, vinagre que había preparado con los guineos, en el que había majado un buen puño de chiles-congo que crecen generosamente a la orilla de los caminos. Lo tapó todo con un trapo a cuadros, que les hacía las veces de mantel cuando comía con su negro, se colocó la batea en la cabeza, se encomendó a Dios y a Santa Ana, patrona de Nandaime y salió con su venta a buscarse la vida.

El alcalde de Nandaime llegó malhumorado a la oficina ese día. No había desayunado por un pleito con Manuela, su esposa la noche anterior. Algo insólito, la mujer se había atrevido a rebelarse a sus órdenes. Había llegado tarde de la finca, se encontró en el camino con otros amigos y se metieron a la cantina de Checho Lugo, afamado ingeniero estudiado en Francia que cuando regresó a Nicaragua se encontró con el relajo de la independencia, la anexión a México, la guerra civil y se dio cuenta que por muchos años nadie iba a construir los caminos que él había aprendido a hacer, colgó el título de una pared de la casa-hacienda familiar y vendía aguardiente filtrado especialmente para su negocio, en el valle Menier, según especificaciones que él mismo diera. Allí montó una cantina donde no se atendía a liberales, ni a curas. 

Media botella de guaro iba acompañada de un tasajo de carne asada con tortillas de primera boca, y de dos mojarras fritas envueltas en pinol de segunda, si al cliente no le gustaba el pescado lo podía sustituir por frijoles recién cocidos, frijoles parados como los llama el vulgo, bañados de crema, con media cuajada y dos tortillonas. Normalmente Said Zavala empezaba la traguiadera donde Checho y luego llegaba a su casa con los amigotes, gritando desde el zaguán a su esposa, Manuela, ponéte a freir unas costillitas de chancho y hacéte unas tajadas de plátano para los amigos que me visitan.

Esa tarde la Manuela, después de veinte años de casado le dijo con vos agria, mirá Said, vos y tus amigos se pueden ir a comer mil veces mierda. Yo no sé si creístes que al casarnos te estabas comprando una esclava, si hasta las negras del valle Menier las libertaron ya. Lo que soy yo no te vuelvo a servir nada en esas borracheras con tus amigotes. Si solo a joder vas a venir aquí, mejor que te cuelguen una hamaca donde Checho y volvé aquí hasta que se halla pasado el guaro. Entonces Said le dijo en alta voz y con calmado acento a su esposa “qué te falta Manuela qué te falta, tenés chancha parida Manuela, tenés vaca que ordeñar, tenés guineos Manuela, qué te falta” y se fue con sus amigos el Doctor Urtecho, el pueta Bravo, el abogado Carrión a buscar una cantina abierta donde seguirla. La mañana siguiente, la Manuela no le sirvió el desayuno.

Firmó los papeles que su secretario le tenía listos. El hambre y la goma lo estaban matando. Salió a la puerta de la alcaldía a ver si alguna mujer pasaba vendiendo frutas con las que engañar el estómago. No sabía si ponerse duro con la Manuela o llegar a contentarla con algún regalito para que se le pasara la braveza. Si el cuento se llegaba a saber iba a ser el hazmerreír de todo el pueblo y como primera autoridad civil no le convenía para nada.

En esos pensamientos ocupado estaba cuando vio venir a la negra contoneándose con una batea en la cabeza, pregonando llevo chancho con yuca, chicharroncito frito para dar fuerza y vigor, me vas a querer marchante? El alcalde llamó a la mujer, nadie más le había hecho caso,  enseñá niñá, que es lo que vendés? Chicharrón con yuca señor, lo que nos daban de comer a los negros en el valle Menier para mantenernos fuertes y poder trabajar con vigor en los cañaverales, en el trapiche, en los cacaotales. Al hombre hambriento le entró el olor de los chicharrones fritos y sintió una punzada en el estómago, el ácido olor de los mimbros y el vinagre hizo que sus glándulas invadieran su boca con un océano de saliva. Pensó: Si no como no pienso, si no pienso no existo,  entonces, como luego existo. A cómo lo vendés niñá? Dijo a la mujer.  A dos centavos señor. Dame pues, se buscó las dos monedas de cobre en el pantalón mientras veía cómo la negra acomodaba primero la yuca en dos hojas de plátano, con mano experta cortaba cuatro hermosos trozos de chicharrón, los acomodaba en la yuca, ponía la ensalada de repollo encima y lo regaba todo con el vinagre de guineo. Le dijo a la mujer ¿y el vendaje, amor? La negra sonrió y le puso otro pedazo de chicharrón. El hambre se le duplicó a Zavala mientras recibía su ración, pagó y entró a su oficina a comer. Los dos empleados extrañados que su jefe a media mañana entrara con un morral de comida, le preguntaron y eso que es alcalde? Algo que da vigor, un vigorón decía con la boca llena mientras sentía la invasión de sabores en su paladar, cómo el chicharrón tostado se deshacía en su boca, la yuca bien reventada sazonada con el mimbro de la ensalada y el picante del vinagre se convertía en un manjar de dioses.

Los dos empleados salieron en carrera a la puerta del edificio para llamar a grandes voces a la negra, vos mujer, la del vigorón, negrita linda vení para acá. Mientras compraban otra gente se arremolinó preguntando y eso que es? Uno de los empleados de la alcaldía dijo en tono sapiente, el vigorón, y solo vale dos centavos.

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