28 de mayo de 2012

La noche del curvasá


Alejandro Bravo

a Edgard Miranda, in memoriam

Esa Semana Santa de 1973 la costa de Granada estuvo especialmente atestada de gente. Un violento terremoto había destruido Managua, la capital de Nicaragua en diciembre del año anterior, diez mil muertos y muchas decenas de miles sin hogar fue el saldo. Aquellos que vieron destruidas sus casas buscaron albergue donde parientes a lo largo de toda la geografía del país. Granada vio duplicada su población por los “terremoteados” y en esa Semana Santa la gente buscaba en las aguas del Gran Lago cómo olvidar todas sus penas.

Era imposible encontrar un lugar tranquilo donde tomar el sol o bañarse. Desde el Sábado de Ramos treinta mil personas invadían el pedazo de costa que va desde el muelle hasta el atracadero de las isletas conocido como “Las piedras cagadas”. Nosotros, los Cinco de la Fama, en el esplendor de la juventud  optamos por  emigrar a la quinta de la familia de los Gemelos, en la misma costa del Cocibolca, como llamaban los indios al Gran Lago, pero a seis kilómetros de distancia de la muchedumbre, en el camino macadamizado que lleva a Malacatoya.

El lunes santo ya estábamos instalados en la quinta. Como veinte personas más componían la población de Nequecheri, nombre de la casa en homenaje a un cacique que dicen que gobernó esas tierras. Matábamos el tiempo jugando béisbol, metidos en el lago retozando con los tumbos [1], tomando ron y exhibiendo las habilidades de cada quien con el mazo de cartas. Hicimos largas caminatas por la costa explorando si en las otras quintas que pueblan la ribera, había muchachas de las que valiera la pena enamorarse locamente por lo que quedaba de la Semana Santa.

Hicimos nuevas amistades, comimos los platos que sólo la cuaresma pone en la mesa nicaragüense: tamal con queso; arroz con sardinas; gaspar, que es un pez con trompa de pato del pleistoceno y sólo en el lago aun vive, salado y seco, lavado con limón y puesto un rato a las brasas. No había postre. De una quinta situada como a cuatro kilómetros de donde estábamos, nos habían convidado el jueves santo a participar en la preparación y degustación de un curbasá. Quienes iban a cocinarlo eran unas muchachas de Masatepe, de apellido Moncada con otras amigas que allí estaban veraneando, las dos Moncada eran pelirroja la una, pelo negro la otra y  más de alguno de nosotros estaba loco por las Moncaditas, así que la noche daba para todo, el enamorado pensaba que esa noche se declararía y le daría el sí la masatepina de sus sueños, el goloso se vería en el Olimpo del dulce con mangos, jocotes, papaya y grosellas nadando en miel.

Cayendo las tardes caminábamos por la costa hasta la quinta donde estaban las muchachas. Allí los romeos podían contemplar a sus julietas sin atreverse a tomar sus manos y declarar: “si con mi mano por demás indigna oso profanar este sagrado relicario, sea ésta la expiación, cual ruborosos peregrinos prontos están mis labios a suavizar este rudo contacto con un tierno beso”. Recogíamos ramas secas y encendíamos una fogata, tanto para que el humo espantara los mosquitos como para contemplar los rostros de las jóvenes, primero a la luz de las llamas y luego con la luna saliente.

Allí hablábamos de canciones de moda, de películas, de novios y novias hasta que caíamos en los cuentos de terror. Desfilaban los fantasmas tradicionales de los pueblos de Nicaragua, los espantos como llama el vulgo a leyendas de seres ultraterrenos que caminan en las noches de luna por las calles polvorientas al lado de una carreta llena de muertos, jalada por los esqueletos de dos bueyes que se lleva en cuerpo y alma a los incautos que se quedaban para contemplar el paso del vehículo satánico. La costa oía la campana de la piragua penadora, que salió un viernes santo del puertecito de  San Carlos, nunca llegó a lugar alguno y se oye en todos los puertos del lago, cada semana santa el tintineo de la campana de una piragua que pretende atracar sin que nadie llegue jamás al muelle y estará navegando hasta la consumación de los siglos.

Escenificábamos un teatrillo divertido. Se formaban dos grupos y se sacaba a suertes quien iniciaba. El grupo que ganaba la salida discutía entre sí y seleccionaba una película, normalmente una famosa o de moda, se llamaba a alguien del otro grupo y en voz baja se le decía el nombre de la película. La muchacha o muchacho seleccionado, con gestos debía transmitirle a su grupo la clave sobre el nombre o tema de la película. A veces las muecas que hacía quien explicaba eran tan ridículas que se llegaba a verdaderos ataques de risa. Cuando daba  la media noche nos despedíamos para volver sobre la costa iluminada por la luna, recordando los cuentos macabros que esa noche desfilaron por nuestra conversación.

Llegado el Jueves Santo, desde media tarde nos trasladamos a la quinta donde se hospedaban las muchachas. Nos esperaban con cervezas heladas y una gran cantidad de frutas. Pelamos más de dos docenas de mangos maduros, pusimos a fuego manso los jocotes para que no se arrugaran y quedaran hermosos como ciruelas, los vigilamos por hora y media, pelamos dos papayas verdes y la pulpa, una vez que quitamos las semillas la cortamos en tiras finas que también conocieron el fuego, todas las grosellas que cabían en una palangana pequeña fueron lavadas y también cocidas. No se cocían en agua las frutas sino en una miel gorda y empalagosa preparada con clavo de olor, canela, agua  y dulce de rapadura[2]. Luego de horas de calor en la cocina, refrescado con abundante cerveza, esperamos que el cocimiento se enfriara para mezclarlo todo y disfrutar así de ese postre cantado por Camilo Zapata, el Padre del Son Nica en su “Solar de Monimbó” .

Mientras hacíamos la espera del postre, jugamos un rato al “siete loco” con las cartas gritando de alegría los que quedaban sin naipes y bufando de decepción quien quedaba fuera del juego. Caímos luego en los inevitables cuentos de aparecidos después que alguien comentara la idea de nuestras abuelas que desde el jueves santo que lo sayones del Sanedrín capturaban a Jesús en el Huerto de los Olivos, el diablo andaba suelto hasta el Domingo de Pascua, fecha en que Jesús de Nazareth resucitaba de entre los muertos.

Cuando estuvo listo el curbasá, también llamado almíbar en otras partes de Nicaragua, comimos hasta que nos dio el dolor, sintiendo el acíbar de las grosellas mezclado con el dulce intenso de los magos mechudos, con el dulce recatado de la papaya y con el dulceagrio de los jocotes. Un trago de agua para la sed intensa que tanto dulce provoca y ya se estaba listo para repetir la ración.

Nos despedimos a la media noche y en vez de tomar el camino a casa por la costa, como siempre lo hacíamos, tomamos el de la carretera macadamizada. El paisaje iluminado por la luz de la luna era fantasmal. Del lado izquierdo se veía la parte trasera de las quintas de veraneo y del lado derecho los humedales inmensos del llamado charco de Tisma, que se extiende por varios kilómetros entre los lagos Xolotlán  y Cocibolca. Las grandes hojas de bijagua reflejaban  la luz de la luna adquiriendo un color brillante, las aguas del humedal alcanzaban un color de plata, el viento del este, que entraba desde el lago silbaba fuertemente. De repente nos dimos cuenta que un hombre solitario caminaba detrás de nosotros. Al principio nos dio miedo que fuera la avanzadilla de algunos delincuentes, revisamos con la vista los alrededores y no había nadie más.

Nos tranquilizó su aspecto de viejo hippie. Sandalias de cuero con suela de llanta de automóvil, muy de moda en esos años, unos shorts de jeans muy raídos y una camiseta[3]con una imagen de Jesús con el letrero Se Busca, recompensa La Felicidad. El hombre tenía una edad imprecisa, barba rala y descuidada con unas cuantas canas, largo el pelo y sucio del polvo del camino, cetrina la piel muy curtida por el sol, parecía un sobreviviente del festival de Woodstock. Fue conversando con nosotros los cuatro kilómetros que separaban la quinta de las muchachas de Nequecheri donde nos alojábamos los Cinco de la Fama.

El hombre resultó muy culto y muy viajado. Aunque no parecía nicaragüense hablaba en perfecto nicañol[4]. Increíblemente nunca había probado el curbasá ni asistido a las procesiones de semana santa. No tengo tiempo para esas cosas, debo emplearlo en algo más importante. No era cristiano, aunque conocía al dedillo la pasión y muerte de Jesús, los nombres de los sayones del Sanedrín que lo detuvieron en el Monte de Los Olivos y del legionario romano que le dio los azotes ordenados por Pilatos, los gritos en arameo de la chusma azuzada por los fariseos cuando Poncio Pilatos les dio a escoger entre Jesús y Barrabás, el detalle de un escriba que vio pasar la procesión con Jesús cargando la cruz, seguido por los dos ladrones y la chusma que gritaba, a ese hombre Jesús le pidió agua y se la negó, Jesús lo mandó a caminar hasta la consumación de los siglos. Vaya, preguntó alguno, para no ser cristiano conoce mejor los detalles del evangelio que los curas mismos. Podría saberse cuál es la causa tan importante que le impide asistir a las procesiones. Mi propia condenación dijo el hombre con tono lúgubre.

Ya estábamos llegando  a la entrada de Nequecheri. Nos dimos la mano al despedirnos del hombre. Cómo dijo que se llamaba, preguntó uno de nosotros. Samuel, dijo el hombre, Samuel Belivet. El viento silbó fuerte y yo que he sido medio sordo desde una varicela que me dio cuando tenía ocho años de edad, no me percaté del nombre y repregunté cómo dijo que se llamaba? Samuel Belivet, gritó, me conocen como El Judío Errante y desapareció en la noche.


[1] Así llaman los pobladores de la ribera del Gran Lago a las olas pequeñas y de frecuencia muy seguida que agitan la superficie del agua. La extensión del Lago y los tumbos de su superficie llevaron a los primeros españoles que lo vieron a confundirlo con el mar.
[2] Llamada panela en otras partes de América Latina
[3] Playera o remera
[4] La forma particular con que los nicaragüenses hablan el español

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