Alejandro
Bravo
a Edgard Miranda, in memoriam
Esa Semana
Santa de 1973 la costa de Granada estuvo especialmente atestada de gente. Un
violento terremoto había destruido Managua, la capital de Nicaragua en
diciembre del año anterior, diez mil muertos y muchas decenas de miles sin
hogar fue el saldo. Aquellos que vieron destruidas sus casas buscaron albergue
donde parientes a lo largo de toda la geografía del país. Granada vio duplicada
su población por los “terremoteados” y en esa Semana Santa la gente buscaba en
las aguas del Gran Lago cómo olvidar todas sus penas.
Era imposible
encontrar un lugar tranquilo donde tomar el sol o bañarse. Desde el Sábado de
Ramos treinta mil personas invadían el pedazo de costa que va desde el muelle
hasta el atracadero de las isletas conocido como “Las piedras cagadas”.
Nosotros, los Cinco de la Fama, en el esplendor de la
juventud optamos por emigrar a la quinta de la familia de
los Gemelos, en la misma costa del Cocibolca, como llamaban los indios al Gran
Lago, pero a seis kilómetros de distancia de la muchedumbre, en el camino
macadamizado que lleva a Malacatoya.
El lunes
santo ya estábamos instalados en la quinta. Como veinte personas más componían
la población de Nequecheri, nombre de la casa en homenaje a un cacique que
dicen que gobernó esas tierras. Matábamos el tiempo jugando béisbol, metidos en
el lago retozando con los tumbos [1], tomando
ron y exhibiendo las habilidades de cada quien con el mazo de cartas. Hicimos
largas caminatas por la costa explorando si en las otras quintas que pueblan la
ribera, había muchachas de las que valiera la pena enamorarse locamente por lo
que quedaba de la Semana Santa.
Hicimos nuevas
amistades, comimos los platos que sólo la cuaresma pone en la mesa
nicaragüense: tamal con queso; arroz con sardinas; gaspar, que es un pez con
trompa de pato del pleistoceno y sólo en el lago aun vive, salado y seco,
lavado con limón y puesto un rato a las brasas. No había postre. De una quinta
situada como a cuatro kilómetros de donde estábamos, nos habían convidado el
jueves santo a participar en la preparación y degustación de un curbasá.
Quienes iban a cocinarlo eran unas muchachas de Masatepe, de apellido Moncada
con otras amigas que allí estaban veraneando, las dos Moncada eran
pelirroja la una, pelo negro la otra y más de alguno de
nosotros estaba loco por las Moncaditas, así que la noche daba para todo,
el enamorado pensaba que esa noche se declararía y le daría el sí la masatepina
de sus sueños, el goloso se vería en el Olimpo del dulce con mangos, jocotes,
papaya y grosellas nadando en miel.
Cayendo las
tardes caminábamos por la costa hasta la quinta donde estaban las muchachas.
Allí los romeos podían contemplar a sus julietas sin atreverse a tomar sus
manos y declarar: “si con mi mano por demás indigna oso profanar este sagrado
relicario, sea ésta la expiación, cual ruborosos peregrinos prontos están mis
labios a suavizar este rudo contacto con un tierno beso”. Recogíamos ramas
secas y encendíamos una fogata, tanto para que el humo espantara los mosquitos
como para contemplar los rostros de las jóvenes, primero a la luz de las llamas
y luego con la luna saliente.
Allí
hablábamos de canciones de moda, de películas, de novios y novias hasta que
caíamos en los cuentos de terror. Desfilaban los fantasmas tradicionales de los
pueblos de Nicaragua, los espantos como llama el vulgo a leyendas de seres
ultraterrenos que caminan en las noches de luna por las calles polvorientas al
lado de una carreta llena de muertos, jalada por los esqueletos de dos bueyes
que se lleva en cuerpo y alma a los incautos que se quedaban para contemplar el
paso del vehículo satánico. La costa oía la campana de la piragua penadora, que
salió un viernes santo del puertecito de San Carlos, nunca llegó a
lugar alguno y se oye en todos los puertos del lago, cada semana santa el
tintineo de la campana de una piragua que pretende atracar sin que nadie llegue
jamás al muelle y estará navegando hasta la consumación de los siglos.
Escenificábamos
un teatrillo divertido. Se formaban dos grupos y se sacaba a suertes quien
iniciaba. El grupo que ganaba la salida discutía entre sí y seleccionaba una
película, normalmente una famosa o de moda, se llamaba a alguien del otro grupo
y en voz baja se le decía el nombre de la película. La muchacha o muchacho
seleccionado, con gestos debía transmitirle a su grupo la clave sobre el nombre
o tema de la película. A veces las muecas que hacía quien explicaba eran tan
ridículas que se llegaba a verdaderos ataques de risa. Cuando
daba la media noche nos despedíamos para volver sobre la costa
iluminada por la luna, recordando los cuentos macabros que esa noche desfilaron
por nuestra conversación.
Llegado el
Jueves Santo, desde media tarde nos trasladamos a la quinta donde se hospedaban
las muchachas. Nos esperaban con cervezas heladas y una gran cantidad de
frutas. Pelamos más de dos docenas de mangos maduros, pusimos a fuego manso los
jocotes para que no se arrugaran y quedaran hermosos como ciruelas, los
vigilamos por hora y media, pelamos dos papayas verdes y la pulpa, una vez que
quitamos las semillas la cortamos en tiras finas que también conocieron el
fuego, todas las grosellas que cabían en una palangana pequeña fueron lavadas y
también cocidas. No se cocían en agua las frutas sino en una miel gorda y
empalagosa preparada con clavo de olor, canela, agua y dulce de
rapadura[2]. Luego de horas de calor en la cocina, refrescado con abundante
cerveza, esperamos que el cocimiento se enfriara para mezclarlo todo y
disfrutar así de ese postre cantado por Camilo Zapata, el Padre del Son Nica en
su “Solar de Monimbó” .
Mientras hacíamos
la espera del postre, jugamos un rato al “siete loco” con las cartas gritando
de alegría los que quedaban sin naipes y bufando de decepción quien quedaba
fuera del juego. Caímos luego en los inevitables cuentos de aparecidos después
que alguien comentara la idea de nuestras abuelas que desde el jueves santo que
lo sayones del Sanedrín capturaban a Jesús en el Huerto de los Olivos, el
diablo andaba suelto hasta el Domingo de Pascua, fecha en que Jesús de Nazareth
resucitaba de entre los muertos.
Cuando estuvo
listo el curbasá, también llamado almíbar en otras partes de Nicaragua, comimos
hasta que nos dio el dolor, sintiendo el acíbar de las grosellas mezclado con
el dulce intenso de los magos mechudos, con el dulce recatado de la papaya y
con el dulceagrio de los jocotes. Un trago de agua para la sed intensa que
tanto dulce provoca y ya se estaba listo para repetir la ración.
Nos
despedimos a la media noche y en vez de tomar el camino a casa por la costa,
como siempre lo hacíamos, tomamos el de la carretera macadamizada. El paisaje
iluminado por la luz de la luna era fantasmal. Del lado izquierdo se veía la
parte trasera de las quintas de veraneo y del lado derecho los humedales
inmensos del llamado charco de Tisma, que se extiende por varios kilómetros
entre los lagos Xolotlán y Cocibolca. Las grandes hojas de bijagua
reflejaban la luz de la luna adquiriendo un color brillante, las
aguas del humedal alcanzaban un color de plata, el viento del este, que entraba
desde el lago silbaba fuertemente. De repente nos dimos cuenta que un hombre
solitario caminaba detrás de nosotros. Al principio nos dio miedo que fuera la
avanzadilla de algunos delincuentes, revisamos con la vista los alrededores y
no había nadie más.
Nos
tranquilizó su aspecto de viejo hippie. Sandalias de cuero con suela de llanta
de automóvil, muy de moda en esos años, unos shorts de jeans muy raídos y una
camiseta[3]con una imagen de Jesús con el letrero Se Busca, recompensa La
Felicidad. El hombre tenía una edad imprecisa, barba rala y descuidada con unas
cuantas canas, largo el pelo y sucio del polvo del camino, cetrina la piel muy
curtida por el sol, parecía un sobreviviente del festival de Woodstock. Fue
conversando con nosotros los cuatro kilómetros que separaban la quinta de las
muchachas de Nequecheri donde nos alojábamos los Cinco de la Fama.
El hombre
resultó muy culto y muy viajado. Aunque no parecía nicaragüense hablaba en
perfecto nicañol[4]. Increíblemente nunca había probado el curbasá ni asistido a las
procesiones de semana santa. No tengo tiempo para esas cosas, debo emplearlo en
algo más importante. No era cristiano, aunque conocía al dedillo la pasión y
muerte de Jesús, los nombres de los sayones del Sanedrín que lo detuvieron en
el Monte de Los Olivos y del legionario romano que le dio los azotes ordenados
por Pilatos, los gritos en arameo de la chusma azuzada por los fariseos cuando
Poncio Pilatos les dio a escoger entre Jesús y Barrabás, el detalle de un
escriba que vio pasar la procesión con Jesús cargando la cruz, seguido por los
dos ladrones y la chusma que gritaba, a ese hombre Jesús le pidió agua y se la
negó, Jesús lo mandó a caminar hasta la consumación de los siglos. Vaya,
preguntó alguno, para no ser cristiano conoce mejor los detalles del evangelio
que los curas mismos. Podría saberse cuál es la causa tan importante que le
impide asistir a las procesiones. Mi propia condenación dijo el hombre con tono
lúgubre.
Ya estábamos
llegando a la entrada de Nequecheri. Nos dimos la mano al
despedirnos del hombre. Cómo dijo que se llamaba, preguntó uno de nosotros.
Samuel, dijo el hombre, Samuel Belivet. El viento silbó fuerte y yo que he sido
medio sordo desde una varicela que me dio cuando tenía ocho años de edad, no me
percaté del nombre y repregunté cómo dijo que se llamaba? Samuel Belivet,
gritó, me conocen como El Judío Errante y desapareció en la noche.
[1] Así llaman
los pobladores de la ribera del Gran Lago a las olas pequeñas y de frecuencia
muy seguida que agitan la superficie del agua. La extensión del Lago y los
tumbos de su superficie llevaron a los primeros españoles que lo vieron a
confundirlo con el mar.
[2] Llamada
panela en otras partes de América Latina
[3] Playera o
remera
[4] La forma
particular con que los nicaragüenses hablan el español
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