28 de mayo de 2012

La medida exacta


Alejandro Bravo

a Doña Nelly Matus

Yo era una chavalita vaga. A los seis años ya había recorrido todos los cerros que rodeaban al pueblo, las riberas de los ríos y criques no guardaban ningún secreto para mí. En una ocasión, aprovechando un descuido de los trabajadores me colé en el ascensor,  descendí al fondo de la mina y pude contemplar con deslumbramiento los túneles con cientos de bombillos de cien vatios iluminando extrañamente la escena, los  fuertes horcones que sostenían el techo de la mina, árboles que fueron y poblaron los cerros hoy pelones de los alrededores de La Libertad. Creo que nacer en un pueblo con ese nombre fue lo que me dio esas ansias que sentía de niña y que ahora a más de setenta años recuerdo. La sensación de estar en otro mundo, sin luz solar, los mineros como extraños seres con luces encendidas en sus cascos  la vagoneta sobre rieles en que transportaban el material extraído y que muchos años después viera replicado ese ambiente en el cine cuando miré con mi esposo a los enanos protectores de Cenicienta cantando al salir de la boca de una mina, me sentí transportada al instante de mi infancia que fue abruptamente cortado por un capataz que me descubrió y gritó qué hace aquí esa chavala, sáquenla inmediatamente y un hombrón me tomó de los brazos, se subió conmigo al ascensor y el deslumbrón de la luz solar terminó con mis momentos en lo profundo de la tierra.

Ese martes yo iba con el tesoro de dos centavos a deleitarme primero con la contemplación de las golosinas y luego a regatear con el señor Messanger por los caramelos que compraría. Don Carlos era hombre alto y corpulento. Nadie sabía a ciencia exacta por qué había llegado al pueblo. Algunas comadres decían que era un gambusino frustrado que no logró completar el viaje desde su lejana Alsacia hasta California en los días de la fiebre del oro. Se quedó en estos trópicos prendado del clima que entonces hacía, de los sabores de la comida y de la calma con que se vivía. Cuando el oro hizo saber a los hombres de su presencia en los montes de Chontales, Carlos Messanger se trasladó al naciente pueblo de La Libertad, no como minero, con pico y casco luminoso, ni como guirisero, agachado todo el día en los criques lavando guijarros a la orilla de la corriente para encontrar pepitas refulgentes, sino como comerciante.

El hombre tenía la mejor tienda del pueblo. Abastecía con artículos importados a la pequeña comunidad de extranjeros que manejaban las riendas de la mina: vinos finos, victrolas, sillas austriacas, keroseno, quesos holandeses, copas de cristal de bohemia, cubiertos alemanes de electroplata, comida enlatada. Lujos que de vez en cuando se permitían los nicaragüenses de mejores ingresos en el pueblo. Y lo más importante para mí, grandes cargamentos de caramelos, de todo color y sabor, bastoncitos rojiblancos con sabor de menta, caramelos de mantequilla que se hacían una melcocha cuando estaban en la boca, bolitas de chocolate, caramelos de leche, chocolatitos rellenos de licor. Contemplarlos en los enormes frascos de vidrio en que Don Carlos los colocaba era un placer, pues su visión anunciaba la orgía de sabores que con dos centavos me podría dar.

Don Carlos se quejaba constantemente que nada le quedaba bien. Las camisas que aquí se vendían le quedaban chicas. Las costureras y los sastres tanto del pueblo como de los mejores establecimientos de Granada, tenían problemas para ajustar sus medidas. Si le quedaban bien de las mangas le apretaban el tórax, los pantalones se los dejaban brincacharcos, o ajustados. Sus proveedores europeos y estadounidenses no atendían pequeños pedidos de ropa, así que él estaba condenado al martirio de no andar por la vida con la medida exacta.

El señor Messanger había viajado a Granada, unas semanas atrás para hablar con su agente aduanero de los próximos pedidos que haría y de paso visitó la funeraria de Don Heriberto Bustamante, un granadino que estudió ingeniería en el Real Instituto de Ingenieros de Monte en Madrid, pero había encontrado más lucrativo el negocio de pompas fúnebres. Don Carlos le pidió que le tomara bien las medidas, pues no quería pasar a la otra vida en un ataúd todo quisneto. Quería que el mueble fuera de caoba, estilo europeo, no un cajón como los nuestros, sino con forma de rombo truncado.

Ese martes que había llegado la mercadería nueva desde Granada, en barco hasta Puerto Díaz, de allí transportada por una recua de mulas, pasando por Acoyapa, entre las cosas nuevas y las golosinas, había llegado el ataúd del señor Messanger. Cuando entré al almacén, empuñando mis dos centavos, dos nuevas y relucientes monedas de plata, ya me encontré a un grupo de curiosos dentro del establecimiento. Pregunté qué era lo que pasaba, pero ningún adulto prestó atención a la inquietud de una niña de seis años. Me abrí paso entre la gente y contemplé a Don Carlos, acostado cuan largo era en su ataúd.  Escuché a un flaco de los Salinas decir que él estaba viendo artículos nuevos en el establecimiento cuando llevaron el ataúd, que Don Carlos lo destapó y dijo que lo iba a probar, no vaya a ser que no me lo hayan hecho a la medida exacta. Se acostó y ya no se volvió a levantar.

A mis años, que ya pasan de los setenta, no se me ocurre  ir donde los hijos de Bustamante para que tomen las medidas. Yo no tengo los problemas de estatura de Don Carlos Messanger y la ropa me queda a mi gusto, no vaya a ser que el ataúd me midan resulte exacto.

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