Alejandro
Bravo
a
Doña Nelly Matus
Yo era una chavalita vaga. A los seis años ya había recorrido
todos los cerros que rodeaban al pueblo, las riberas de los ríos y criques no
guardaban ningún secreto para mí. En una ocasión, aprovechando un descuido de
los trabajadores me colé en el ascensor, descendí al fondo de la mina y
pude contemplar con deslumbramiento los túneles con cientos de bombillos de
cien vatios iluminando extrañamente la escena, los fuertes horcones que
sostenían el techo de la mina, árboles que fueron y poblaron los cerros hoy
pelones de los alrededores de La Libertad. Creo que nacer en un pueblo con ese
nombre fue lo que me dio esas ansias que sentía de niña y que ahora a más
de setenta años recuerdo. La sensación de estar en otro mundo, sin luz solar,
los mineros como extraños seres con luces encendidas en sus cascos la
vagoneta sobre rieles en que transportaban el material extraído y que muchos
años después viera replicado ese ambiente en el cine cuando miré con mi esposo
a los enanos protectores de Cenicienta cantando al salir de la boca de una
mina, me sentí transportada al instante de mi infancia que fue abruptamente
cortado por un capataz que me descubrió y gritó qué hace aquí esa chavala,
sáquenla inmediatamente y un hombrón me tomó de los brazos, se subió conmigo al
ascensor y el deslumbrón de la luz solar terminó con mis momentos en lo
profundo de la tierra.
Ese martes yo iba con el tesoro de dos centavos a deleitarme
primero con la contemplación de las golosinas y luego a regatear con el señor
Messanger por los caramelos que compraría. Don Carlos era hombre alto y
corpulento. Nadie sabía a ciencia exacta por qué había llegado al pueblo.
Algunas comadres decían que era un gambusino frustrado que no logró completar
el viaje desde su lejana Alsacia hasta California en los días de la fiebre del
oro. Se quedó en estos trópicos prendado del clima que entonces hacía, de los
sabores de la comida y de la calma con que se vivía. Cuando el oro hizo saber a
los hombres de su presencia en los montes de Chontales, Carlos Messanger se
trasladó al naciente pueblo de La Libertad, no como minero, con pico y casco
luminoso, ni como guirisero, agachado todo el día en los criques lavando
guijarros a la orilla de la corriente para encontrar pepitas refulgentes, sino
como comerciante.
El hombre tenía la mejor tienda del pueblo. Abastecía con
artículos importados a la pequeña comunidad de extranjeros que manejaban las
riendas de la mina: vinos finos, victrolas, sillas austriacas, keroseno, quesos
holandeses, copas de cristal de bohemia, cubiertos alemanes de electroplata,
comida enlatada. Lujos que de vez en cuando se permitían los nicaragüenses de
mejores ingresos en el pueblo. Y lo más importante para mí, grandes cargamentos
de caramelos, de todo color y sabor, bastoncitos rojiblancos con sabor de
menta, caramelos de mantequilla que se hacían una melcocha cuando estaban en la
boca, bolitas de chocolate, caramelos de leche, chocolatitos rellenos de licor.
Contemplarlos en los enormes frascos de vidrio en que Don Carlos los colocaba
era un placer, pues su visión anunciaba la orgía de sabores que con dos
centavos me podría dar.
Don Carlos se quejaba constantemente que nada le quedaba bien. Las
camisas que aquí se vendían le quedaban chicas. Las costureras y los sastres
tanto del pueblo como de los mejores establecimientos de Granada, tenían
problemas para ajustar sus medidas. Si le quedaban bien de las mangas le
apretaban el tórax, los pantalones se los dejaban brincacharcos, o ajustados.
Sus proveedores europeos y estadounidenses no atendían pequeños pedidos de
ropa, así que él estaba condenado al martirio de no andar por la vida con la
medida exacta.
El señor Messanger había viajado a Granada, unas semanas atrás
para hablar con su agente aduanero de los próximos pedidos que haría y de paso
visitó la funeraria de Don Heriberto Bustamante, un granadino que estudió
ingeniería en el Real Instituto de Ingenieros de Monte en Madrid, pero había
encontrado más lucrativo el negocio de pompas fúnebres. Don Carlos le pidió que
le tomara bien las medidas, pues no quería pasar a la otra vida en un ataúd
todo quisneto. Quería que el mueble fuera de caoba, estilo europeo, no un cajón
como los nuestros, sino con forma de rombo truncado.
Ese martes que había llegado la mercadería nueva desde Granada, en
barco hasta Puerto Díaz, de allí transportada por una recua de mulas, pasando
por Acoyapa, entre las cosas nuevas y las golosinas, había llegado el ataúd del
señor Messanger. Cuando entré al almacén, empuñando mis dos centavos, dos
nuevas y relucientes monedas de plata, ya me encontré a un grupo de curiosos
dentro del establecimiento. Pregunté qué era lo que pasaba, pero ningún adulto
prestó atención a la inquietud de una niña de seis años. Me abrí paso entre la
gente y contemplé a Don Carlos, acostado cuan largo era en su ataúd.
Escuché a un flaco de los Salinas decir que él estaba viendo artículos nuevos
en el establecimiento cuando llevaron el ataúd, que Don Carlos lo destapó y
dijo que lo iba a probar, no vaya a ser que no me lo hayan hecho a la medida
exacta. Se acostó y ya no se volvió a levantar.
A mis años, que ya pasan de los setenta, no se me ocurre ir
donde los hijos de Bustamante para que tomen las medidas. Yo no tengo los
problemas de estatura de Don Carlos Messanger y la ropa me queda a mi
gusto, no vaya a ser que el ataúd me midan resulte exacto.
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