Alejandro Bravo
Era otro pueblo más de la meseta de Carazo. Su Iglesia de fachada
barroca, herencia de los españoles, las casas de adobe y entejadas
de los hacendados rodeando la plaza y ocupando los mejores lugares de las cinco
calles que eran todo el trazo urbano. El resto, pura caña de castilla por pared
y palma el techo. Lo conmovían anualmente los juegos de toros, la pólvora y las
procesiones de la Fiesta de la Cruz, ocasionalmente alguna batalla de las
montoneras de liberales y conservadores, un crimen pasional que quedaría
pisando fuerte en la memoria colectiva, un hombre ilustre cuyo nombre lleva el
parque central. La vida fue siempre así hasta que los marinos yanquis llevaron
la cerveza.
El pueblo siempre había estado dividido: liberales y
conservadores, iglesieros y descreídos, pobres y ricos, ganaderos y
cafetaleros, borrachos y abstemios, hombres y mujeres, gordos y flacos, blancos
y de otros colores, limpios y sucios, descalzos y chancletudos, de a pie y a
caballo. La llegada de los yanquis agregó una división más al pueblo:
yanquistas y patriotas. Los marinos trajeron consigo ese líquido amargo,
amarillento y al verlos tragárselo botella tras botella los chavalos echamos a
rodar la bola de que bebían orines para darse valor al salir de patrulla.
Pronto la hicieron circular en sus fiestas donde sonaba el fox-trox en
victrolas y las jóvenes encopetadas bailaban con ellos. Allí la
bebieron los políticos del partido oficial, sus esposas e hijos. Los que estaban
en contra de la intervención decían que los yanquistas eran tan serviles que
hasta el orín de los yanquis se bebían.
Un día hubo novedad en el burdel de la Toya. Salón Flor de
Café se leía en el rótulo que daba a la calle embarrancada y lodosa.
La casa de ladrillo de barro era la mejor del barrio. Tejas de zinc, un gran
salón con aserrín en el piso, a un lado la barra larga donde vendían el mejor
aguardiente del pueblo, luego el patio y los doce cuartos alineados, seis
frente a seis. Ese putal ardía todas las noches. Alegrísimo era, pasaría
bailando con las muchachas los buenos valsecitos mexicanos, polcas y mazurcas
que tocaban los cuatro músicos del pueblo, los mismos que de día tocaban en la
iglesia.
La cosa es que un día dos marinos se aparecieron donde la Toya cayéndose
de borrachos y con una caja de cerveza cada uno, buscando como cambiarlas por
las caricias de sus muchachas. La vieja rufiana regateó, protestó y al fin
aceptó el canje. Ese día el bajo al pueblo también tragó orín de yanqui.
Y aunque todavía se vociferó contra el amargo líquido todo el mundo se
aficionó. La Toya inició la compra en gran escala y su putal fue el foco de “la
democratización de la cerveza” como llamaría a ese hecho un arrogante profesor
liberal que después se haría famoso como locutor en una radio de la capital. De
los grandes salones a los putales fue la ruta, a la inversa del tango.
Cuando se inauguró la Cervecería Nacional el pueblo se dividió
nuevamente. Los oligarcas y su gente la bebían importada. El alto grado de
consumo de cerveza hacía del pueblo un cliente respetado de la Cervecería
Nacional. También los importadores de licores sabían que el consumo de nuestros
ricos-de-pueblo eran mayor que el de toda la high life capitalina.
Empezaron las promociones, los regalos navideños, la gente
obtuvo relojes, radios, juguetes. En las fiestas patronales se tiraban puyas
los bebedores de uno y otro bando.
Otra cervecería hizo su aparición en la industria nacional. Muy pronto
llegaron sus vendedores al pueblo. Entre sus accionistas se contaba a ricos
bebedores del lugar. Pronto desplazó de las mesas elegantes a las importadas y
la nueva cerveza tomó partido.
Cada día se perfilaban con mayor nitidez los bloques en torno, a una y
otra cerveza. Desde los candidatos para las elecciones locales hasta los que
aspiraban a usar la banda presidencial tenían que definirse ante el pueblo si
querían sus votos. Con la Nacional estábamos nosotros. Con la otra, ellos. La
Nacional era más amarga, con más cuerpo, a la cuarta ya se sentía un bienestar
generalizado, a la sexta llegaba la alegría y a la docena era ya la borrachera.
La otra se llamaba Bavaria, era más dulzona, taimada, hipocritona. La
borrachera llegaba sin avisar, altanera y buscapleito.
Había dos equipos de béisbol, uno con la franela de la Nacional y el
otro se llamaba Bavaria. En los partidos eran feroces la bebedera y las puyas
de un bando al otro. Volaban botellas y se armaba la tremolina. Al caer la
tarde cada bando acarreaba sus heridos y la guerra continuaba con los partidos del
siguiente fin de semana. Cuando terminaba la temporada beisbolera las
hostilidades continuaban en bares, discotecas y fiestas quinceañeras. Hasta que
un día los bavarianos planearon “la noche de los picos rotos”. Contrataron
matones, formaron escuadrones y esperaron las fiestas patronales. El propio 2
de mayo a media noche sacaron de sus casas a los bebedores de Nacional, primero
acribillaron a ellas y ellos ante sus familiares, luego acribillaron a los
familiares para no dejar testigos. Asaltaron el cuartelito de policía y a todos
los gendarmes los degollaron con botellas despicadas de Nacional. Al día
siguiente sus organizaciones cívicas y patrióticas condenaron los hechos. Desde
entonces sólo Bavaria se bebe en el pueblo. Los bavarianos han
pedido a su cervecería que financie la reconstrucción del lugar pues en la
infausta noche se quemaron muchas casas y que tome como muestra algún pueblo
bávaro para que el nuestro sea un pueblo modelo en la región. Yo me salvé
porque desde algún tiempo sólo bebo ron. Esa noche andaba en el pueblo vecino
buscando aprovisionarme. El amargor helado de la cerveza y ese empanzamiento
que produce nunca me gustaron.
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