17 de mayo de 2007

Los siete negritos

Tomado de “Los siete negritos”, en Enrique Peña Hernández: Folklore de Nicaragua, editorial Unión, Masaya, 1968.

Era en el pueblo que Filemón Suárez había sufrido un completo fracaso económico. En los últimos dos años, como aparente víctima de una maldición, había venido dando traspiés en sus negocios y empresas, pues sus frecuentes fallas no parecían obedecer a contingencias de ordinaria ocurrencia, sino que los golpes desafortunados habían caído sobre él sucesiva e implacablemente, sin alternativas de pasajeras bonanzas, hasta liquidarlo totalmente...

¡Pobre Filemón! Todo lo había perdido: sus dos fincas de agricultura, su ganado, su hermosa casona en el pueblo, su bien surtida tienda de abarrotes... Todo. Los acreedores, que no eran pocos, no habían tenido piedad de él; así como tampoco la había tenido Filemón con los deudores suyos, en sus tiernos de prosperidad. A la verdad que la gente no se condolía de la quiebra; mas bien se alegraba; la consideraban como merecido castigo de la ambición y avaricia, de la malevolencia de aquel hombre.

Ahora Filemón era un cualquiera, pero sabía trabajar –de eso no cabía duda- y estaba más o menos joven, pues frisaba en lo cuarenta años; así que con inquebrantable resolución y firmeza decidió irse a buscar trabajo de jornalero a las haciendas del cerro.

Todo el mundo lo miró irse, con alforjas al hombro, de caite , y con aire resuelto.
Las comadres comentaron:
-¡Así terminan los malvados...!
-¡Y peor que lo hemos de ver...!
-¡Nadie se va de esta vida sin pagar sus pecados...!

***

No había transcurrido una semana de la partida de Filemón, cuando este regresó; y por cierto, de muy distinto talante como se había ido. El pueblo todo se quedó pasmado de asombro, estupefacto, no querían dar crédito a sus ojos; creían estar alucinados; pero no...: allí estaba Filemón Suárez; ¡y había que verlo cómo regresaba...!

Efectivamente, había que verlo... Caballero en un magnifico caballo tordillo, bien enjaezado, con un mantillón azul marino y riendas de cuero de excelente calidad, calzando espuelas plateadas, el que se suponía quebrado y fracasado se paseaba desafiante por las cuatro calles del pequeño poblado, en todas direcciones, como un flamante cirquero, en plan de exhibición.

-¿Se habrá sacado la lotería el gran bandido...?
-A quien habrá desvalijado...?
-¿Se habrá hallado una gran botija...?
-¿Le habrán dejado una buena herencia...?

Estas y otras preguntas parecidas se hacía las gentes; pues no atinaban a hallar la razón del repentino cambio de fortuna de su odiado coterráneo.

Pero volvió la calma a reinar el ambiente; y el enigmático Filemón volvió a recuperar sus propiedades rústicas, su vieja casa, su ganado; compró dos haciendas más, montó una gran tienda de abarrotes mejor que la primera e instaló una curtiembre.

El dinero le entraba a manos llenas... La suerte había cambiado radicalmente para él; ahora le era enteramente favorable. Todo le salía bien. Si sembraba, obtenía opimas cosechas; si apostaba a los gallos o jugaba a los dados, ganaba inexorablemente; si comerciaba, ganaba y ganaba...¡Oh..., cómo se reía de su excelente fortuna...!Indiscutiblemente que él era segura carta de triunfo en todas las empresas.

Ante el poderío adquirido por Filemón, la gente no tuvo más que resignarse y no volver a murmurar; porque – como decían los viejos -, ese hombre había nacido parado...; y, además él tenía y daba trabajo a todo el mundo. ¿Pero, de dónde habría sacado tanta plata, si había quedado arruinado?¿La habría tenido enterrada?

***

Serían como las siete de la noche, cuando Filemón regresaba de su hacienda de ganado que sita en las faldas occidentales del cerro. El aire estaba fresco y la noche comenzaba a cubrir la tierra. Era por el veranillo de San Juan. La bestia que trotaba sosegada y acompasadamente, de pronto empezó a inquietarse. El amo, extrañado de la alteración nerviosa del animal, le habló con suavidad, lo palmoteó en el pescuezo y el acarició las crines; pero el caballo, lejos de calmarse, continuaba en su excitación. Y cuando Filemón menos lo esperaba, dio el animal un formidable relincho y se paró violentamente asegurándose sobre las patas traseras; que si no hubieses sido por la destreza del montado, habría dado con su humanidad en el suelo. No queriendo exponerse más, se apeó de la bestia; y no bien lo había hecho, cuando esta dio media vuelta, y salió a todo galope por el camino que traían.

Ya solo Filemón en el camino, tuvo miedo. Una idea punzante le taladraba las sienes. ¿Será posible? –se decía-. No, no puedo ser –se contestaba en vos baja. Pero el miedo, como viento helado, le corría por la espalda y le estaba corroyendo el corazón. Y sin darse cuenta, abrió los brazos en actitud implorante, y gritó a pleno pulmón: ¿No puede ser...!
¡no puede ser...!
-Sí, puede ser y tiene que ser –le contestó una vos desagradable y fuerte que salió de las sombras. Y acto seguido, el dueño de la vos se le plantó enfrente.

Cuando Filemón lo reconoció, se le tiró al suelo como haría el siervo mas desgraciado; y se puso e besarle los pies.
-De nada te sirven esas humillaciones –le espetó agriamente el otro. Y con timbre mandón le ordenó:
-Levántate, por estar disfrutando de la felicidad que te ha proporcionado el dinero, te has olvidado del transcurso del tiempo...y del pacto que suscribiste con tu propia sangre. Levántate infeliz.

Obedeció Filemón como verdadero autómata. Había sufrido en un instante una notable transformación: estaba convertido en un anciano tembloroso y encorvado. ¡pobre Filemón! Ahora sí que era digno de compasión. Había caído en las redes del mismísimo diablo y no había manera de cómo escaparse.

¡Qué de angustian y penas lo atormentaban! ¡Como estaba de arrepentido; pero de nada le servía...!

Ahora lo recordaba todo: como en una cinta cinematográfica pasaba por su mente los recuerdos de los abominables sucesos de aquella tarde calurosa de julio, hacía siete años.

Sí, todo se le presentaba con meridiana claridad.

Cuando salió del pueblo en busca de trabajo, lo había alcanzado un hombre con apariencia de jornalero, descalzo, con su machetillo debajo del brazo y con el rostro medio tapado por un sombrero alado. Bien lo recordaba.

El individuo en cuestión le había metido platica, sobre la carestía de la vida, la pobreza, las calamidades, etc.; y él, Filemón, entrando en confianza, le había contado su reciente fracaso y el rudo golpe sufrido...

-¿Y ahora que piensas hacer? –le había preguntado el hombre.

-Pués buscar trabajo, para pasar la vida; pero quien sabe si me podré acomodar acostumbrado como estaba a tener mucho dinero...

No había acabado Filemón de pronunciar la palabra dinero, cuando el compañero dio un gran salto y fue a caer sentado en una piedra grande que estaba a la vera del camino. Se quitó el sombrero aludo y ensayando su mejor sonrisa, llamó a Filemón, y este, insensiblemente, se fue acercando y acercando, hasta quedar bien cerca de aquel...

-Acércate, no temas –le dijo a Filemón.
-¿No es dinero lo que quieres? –agregó interrogante.
-Lo tendrás –continuó, con la vos mas melosa del mundo-. ¡Qué..., nada contestas! –prosiguió malhumorado-. ¡Oh no, bien veo que eres un cobarde, un hombre pusilánime: por eso fracasaste y fracasaras siempre. ¡Basta, contigo nada se puede...!
Y acto seguido hizo ademán de levantarse e irse.

Entonces Filemón, al ver que su amigo se le iba; lo detuvo diciéndole:
-¡No, espere...! Perdone. Explíqueme, no lo comprendo.
-¡Ah, eso es otra cosa! Ya le explicaré.

Y acomodándose bien en la piedra que le servía como asiento, el desconocido le habló así:

“Yo soy un ser poderoso, poderosísimo. Yo soy el amo del mundo y sus riquezas. Yo doy las riquezas y el poder a quienes lo desean y están dispuestos a aceptar mis condiciones, que no son muchas”.

“Si tú quieres hacerte rico, tener poder y que todos te teman y respeten, consíguete siete gatos negros y una lata grande, y te vas mañana a la cumbre del cerro, en donde te esperaré a las tres de la tarde. Llevas también un cántaro de agua, un manojo de leña bien seca y fósforos.”

Y diciendo las últimas palabras, desapareció.

Filemón se quedó atónito. Pero desgraciado como andaba y sin qué comer, tomó la inquebrantable resolución de acatar el consejo del misterioso desconocido. Y así, se dio a la tarea de conseguir los gatos y demás “materiales”. Empeñó o malvendió sus alforjas, su poca ropa que le quedaba y aún los caites; y a la hora convenida ya había subido a la cumbre del cerro, por tercera y última vez (pues tuvo que hacer tres viajes de acarreo); y se dispuso esperar a su amigo.
No tardó en aparecer. Y tomando este la palabra, con voz grave y pausada le ordenó:

-Prepara una fogata, echa el agua en la lata y espera que hierva. Cuando esté en ebullición, cha los siete gatos en el agua y tapas la lata con esta tabla.

Y le dio una tabla burda.

Filemón obedeció al pie de la letra. Cuando el agua comenzó a hervir metió a los gatos y tapó el recipiente.
No había acabado de hacerlo, cuando los gatos se pusieron a dar aullidos terribles, horrorosos, despavoridos, escalofriantes..., que atronaban el espacio, como si fueran mil tormentas juntas...

Luego se empezaron a oir chirridos de cadenas y grillos, grandes ayes y lamentos sin cuento como de personas torturadas...

La atmósfera se puso densa, saturada de humo azufrado y mal oliente, y por momentos se perdió la visibilidad de los objetos.

Filemón estaba aterrado, desesperado. Y pensó en huir y abandonarlo todo. Y ya iba a poner en ejecución su pensamiento, cuando una altisonante carcajada lo detuvo, y lo dejo como petrificado. Cesaron los aullidos, chirridos, y lamentos, se disipo la humareda y todo volvió a la normalidad, como antes había estado. Se volvió del lado de donde provenía la carcajada, y vio lo que nunca sus ojos habían visto ni habrían querido ver: ¡El Diablo! ¡El Diablo en su espeluznante figura! Allí estaba: con sus ojos lameantes y pavorosos, su cuerpo peludo, sus cuernos, su cola, sus uñas, su aliento azufrado y humeante...

Filemón creía estar soñando, ser presa de alguna pesadilla... ¡Horro, horror...! Allí estaba El Malo, tal cual era, como le habían contado que era...

-Bueno –le dijo El Diablo- ¡Manos a la obra! Destapa esa lata y saca lo que hay dentro.

Hizo Filemón lo que le mandaron; y sacó siete hombrecitos negros, como de dos pulgadas de estatura.

-¡Échalos en tu cajita de fósforos; y llévalos siempre contigo. Que ellos te darán todo lo que quieras... pero durante siete años solamente, a contar de hoy. Son los Siete Negritos parte de mí, algo así como hijos míos...

-Ahora -agregó el Diablo-vas a firmar un contrato.

Y desenrollando un documento que llevaba preparado, le pinchó una vena del brazo derecho al pobre hombre, humedeció en la sangre una pluma de zopilote y lo hizo firmar. Todo aquello se realizó en un abrir y cerrar de ojos.

-Bueno, ya está –prosiguió el Diablo-, Toma esta bolsa con dinero para que comiences a trabajar; que todo lo demás te llegará por añadidura.

Y desapareció.
***
Ahora Filemón recordaba todo aquello. Efectivamente, no se había dado cuenta del transcurso del tiempo. Ya iban a vencer los siete años.

-Te faltan solo siete días –le dijo el Diablo-. Te lo vengo a recordar para que estés preparado. Eres mío en cuerpo y alma. Yo te he cumplido mi palabra, todo has tenido; ahora a ti te toca cumplirme. No trates de evadirte; que donde quieras que estés, allí te encontraré y de allí te llevaré para mis dominios.

Y desapareció.

Filemón se fue a sentar bajo un árbol y recostó la cabeza en un tronco, bien cansado y sudoroso, como que había realizado una pesada labor; y se quedó dormido.

Cuando despertó, se hallo acostado en una tijera en una hacienda de ganado. Estaba prendido en calentura. Trinidad, su hermano de leche, hijo de la Nacha, su nodriza, cuando vio llegar el caballo de regreso a la finca, se alarmó de extremo: se imaginó que a Filemón lo habían asaltado y matado en el camino, y se fue a buscarlo en compañía de unos mozos. Lo reconocieron por el traje y el sombrero; alquilaron una carreta en un huerta vecina, y se lo llevaron a la hacienda.

-Dame agua Trinidad, que me estoy quemando –fue lo primero que habló.

Le pasó el agua; y aquel se la bebió con avidez.
-Cierra esa puerta bien –le dijo a su hermano de leche-. Afiánzala bien con el aldabón y la tranca.
Trinidad hizo como se le mandaba.
-Ahora, acércate –prosiguió el enfermo-; aquí, aquí... Siéntate en la tijera. Quiero revelarte mi gran secreto, que solo tú lo oigas.

Se acercó Trinidad, y con gran perplejidad y estupefacción oyó el relato fiel que le hizo el calenturiento, de su pacto con el Diablo. Cuando hubo terminado, Trinidad se apeó de la tijera y se hincó al pie, exclamando:

-Oh, no; no puede ser, no puede ser, Filemón!
-Así decía yo ayer, pero la realidad es otra... estoy condenado. Condenado, hermano; condenado por mi ambición, por mi insaciable sed de dinero... Yo hubiera trabajado como el mas humilde mozo, y mi hubiera ganado la vida honradamente... pero ahora, ya no tengo salvación; ya no tengo...

Y prorrumpió en amargos sollozos. Trinidad lo acompañaba en su dolor, llorando inconsolablemente.
-Bien – dijo Filemón, reponiéndose-. ¡Valor! Llama a un notario ahora mismo. Voy a testar distribuyendo todos mis bienes entre los pobres. Tú serás el albacea. A ti no te dejaré ninguno de esos bienes, porque conoces el secreto. Toma mi anillo que es lo único legítimo y bueno que poseo, recuerdo de mi santa madre.

Trinidad tomo el anillo y fue a traer al cartulario. Una hora después todo había quedado arreglado.

-Despide a los mozos, Trinidad; dales permiso y sueldo adelantado. No des en que sospechar nada. Déjame solo, enteramente solo. Atranca bien las puertas y ventanas; ponles candado por fuera y vete. Vete; y non regreses hasta el cabo de seis días justos. Trinidad se fue.

***

Filemón quedó como quería quedar, en la más absoluta soledad.

En una pequeña alacena había aprovisionado sus escasos alimentos: tortillas frías, queso, pinol y agua.

A medida que se acercaba el día señalado en le maldito pacto, la serenidad y presencia de ánimo lo abandonaban. Ya no comía; a duras penas calmaba su sed. Los ojos los tenía desorbitados, el pelo se le había vuelto casi blanco, y era presa de grandes crisis nerviosas, semejantes al delirium tremens. Reía, gritaba, pataleaba, bailaba, cantaba, lloraba; pasando de un estado a otro, con gran rapidez.

Estaba loco, loco de remate.

Como a las once de la noche del día indicado, un caballero de negro, montado en un caballo negro de buena estampa, llegó a la casa de la hacienda.

Dio tres golpes fuertes en la puerta principal.

Cuando Filemón los oyó, comenzó a reírse a grandes carcajadas; y entrando en lucidez, se acordó de un revólver que tenía en su cofre. Y sacándolo se puso a disparar hacia el lugar de donde provenían los golpes, que se habían reanudado con mayor fuerza. De pronto la puerta se desprendió, entró el de negro; y abalanzándose sobre Filemón, lo apretó violentamente en el cuello, hasta estrangularlo. Luego lo tomó de los cabellos y lo arrastró hasta el patio; lo ató de los cabellos a la cola de la bestia, y se lo llevó.

***

El velorio y el entierro estuvieron muy concurridos. La gente decía que a Filemón se le había ablandado el corazón y había renunciado a sus bienes a favor de los pobres.
-¡Pero cuánto pesaba! –dijo uno.
-Sí, a mi me dejó challado el lomo –comentó otro.
-Y yo he quedado con dolor en la nuca –agregó un tercero-. Pero no nos fue mal, porque el albacea fue muy generoso.

Trinidad oía y lloraba en silencio, conociendo como conocía el otro gran secreto: que en el ataúd iban solamente piedras.

(Recogido en la isla de Ometepe).

1 comentario:

  1. dicen por ahí que no solo Filemón ha tenido esos negritos,....

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