6 de febrero de 2012

Arte y hielo

Rubén Darío

Imagináosle en medio de su taller, el soberbio escultor, en aquella ciudad soberbia. Todo el mundo podía verle alto, flaco, angulo¬so, con su blusa amarilla a flores rojas, y su gorro ladeado, entre tantas blancas desnudeces, héroes de bronce, hieráticos gestos y misteriosas sonrisas de mármol. Junto a una máscara barbuda, un pie de ninfa o un seno de bacante, y frente a un medallón mo¬derno, la barriga de un Baco, o los ojos sin pupilas de una divi¬nidad olímpica.

Imagináosle orgulloso, vanidoso, febril, ¡pujante!

Imagináosle esclavo de sus nervios, víctima de su carne ardien¬te y de su ansiar profundo, padre de una bella y gallarda genera¬ción inmóvil que le rodeaba y le inspiraba, y pobre como una rata.

¡Imagináosle así!

Villanieve era un lugar hermoso –inútil, inútil, ¡no le bus¬quéis en el mapa!– donde las mujeres eran todas como diosas, erguidas, reales, avasallantes y también glaciales. Muy blancas, muy blancas, como cinceladas en témpanos, y con labios muy rojos que rara vez sonreían. Gustaban de las pedrerías y de los trajes opulentos; y cuando iban por la calle, al ver sus ademanes candentes, sus cabezas rectas y sus pompas, se diría el desfile de una procesión de emperatrices.

En Villanieve estaba el escultor, grande y digno de gloria; y estaba ahí, porque al hombre, como al hongo, no le pide Dios elección de patria. Y en Villanieve nadie sabía lo que era el taller del escultor, ¡aunque muchos le veían!

Un día el artista tuvo un momento de lucidez, y viendo que el pan le faltaba y que el taller estaba lleno de divinidades, envió a una de tantas a buscar pan a la calle.

Diana salió y, con ser casta diva, produjo un ¡ oh! de espanto en la ciudad.

¡Qué! ¿Y era posible que el desnudo fuese un culto especial del arte?
¡Qué! Y esa curva saliente de un brazo, y esa redondez del hombro y ese vientre ¿no son una profanación? Y luego:

–¡Dentro! ¡Dentro! ¡Al taller de donde ha salido!

Y Diana volvió al taller con las manos vacías.

El escultor se puso a meditar en su necesidad.

¡Buena idea! ¡Buena idea!, pensó.

Y corrió a una plaza pública donde concurrían las más lindas mujeres y los hombres mejor peinados, que conocen el último perfume de moda; y ciertos viejos gordos que parecen canónigos y ciertos viejos flacos que cuando andan parece que bailan un minué. Todos con los zapatos puntiagudos y brillantes y un mi¬rar de ¿qué se me da a mí? bastante inefable.

Llegóse al pedestal de una estatua y comenzó: –Señores: yo soy fulano de tal, escultor orgulloso, pero muy pobre. Tengo Venus desnudas o vestidas.

Os advertiré que yo amo el desnudo. Mis Apolos no os des¬agradarán, porque tienen una crin crespa y luminosa de leones sublimes y en las manos una crispatura que parece que hace gemir el instrumento mágico y divino. Mis Dianas son castas, aunque os pese. Además, sus caderas son blandas colinas por donde desciende Amor, y su aire, cinegético. Hay un Néstor de bronce y un Moisés tan augusto como el miguelangelino. Os haré Susanas bíblicas como Hebes mitológicas, y a Hércules con su maza y a Sansón con su mandíbula de asno. Curva o recta, la línea viril o femenina se destacará de mis figuras, y habrá en las venas de mis dioses blancos, icor, y en el metal moreno pondrá sangre mi cincel.

Para vosotras, mujeres queridas, haré sátiros y sirenas, que serán la joya de vuestros tocadores.

Y para vosotros, hombres pomposos, tengo bustos de guerre¬ros, torsos de discóbolos y amazonas desnudas que desjarretan panteras.

Tengo muchas cosas más; pero os advierto que también nece¬sito vivir. He dicho.

Era el día siguiente:

–Deseo –decía una emperatriz de las más pulcras, en su sa¬lón regio, a uno de sus adoradores, que le cubría las manos de besos–, deseo que vayáis a traerme algo de lo más digno de mí, al taller de ese escultor famoso.

Decíalo con una vocecita acariciante y prometedora y no había sino obedecer el mandato de la amada adorable. El caballero ga¬lante –que en esos momentos se enorgullecía de estrenar unos cuellos muy altos llegados por el último vapor– despidióse con una genuflexión y una frase inglesa. ¡Oh! ¡Admirable, así, así! Y saliendo a la calle se dirigió al taller.

Cuando el artista vio aparecer en su morada el gran cuello y los zapatos puntiagudos y sintió el aire impregnado de opopónax, dijo para su coleto: Es un hecho que he encontrado ya la protec¬ción de los admiradores del arte verdadero, que son los pudientes. Los palacios se llenarán de mis obras, mi generación de dioses y héroes va a sentir el aire libre a plena luz, y un viento de gloria llevará mi nombre, y tendré para el pan de todos los días con mi trabajo.

–Aquí hay de todo –exclamó–: escoged.

El enamorado comenzó a pasar revista de toda aquella agru¬pación de maravillas artísticas, y desde el comienzo frunció el ceño con aire de descontentadizo, pero también de inteligente. No, no, esas ninfas necesitan una pampanilla; esas redondeces son una exageración; ese guerrero formidable que levanta su maza ¿no tiene los pies anquilosados? Los músculos rotan; no deben ser así; el gesto es horrible; ¡a esa cabellera salvaje le falta pulimento! Aquel Mercurio, Dios mío, ¿y su hoja de parra? ¿Para qué diablos labra usted esas indecencias?

Y el artista estupefacto miraba aquel homo sapiens de Linneo, que tenía un monocle en la cuenca del ojo derecho, y que lan¬zando una mirada de asombro burlesco, y tomando la puerta, le dijo con el aire de quien inventa la cuadratura del círculo:

–Pero, hombre de Dios, ¿está usted en su juicio?

¡Desencanto!

Y el inteligente, para satisfacer a la caprichosa adoradora, entró a un almacén de importaciones parisienses, donde compró un gran reloj de chimenea que tenía el mérito de representar un árbol con un nido de paloma, donde, a cada media hora, aletea¬ba ese animalito, hecho de madera, haciendo ¡cuú, cuú!

Y era uno de esos días amargos que sólo conocen los artistas pobres, días en que falta el pan ¡mientras se derrochan las ilusio¬nes y las esperanzas! La última estaba para perder el escultor, y hubiera destruido, a golpes del cincel que les había dado vida, todas sus creaciones espléndidas, cuando llamaron a su puerta. Entró con la cabeza alta y el aire dominador, como uno de tantos reyes burgueses que viven podridos en sus millones.

El escultor se adelantó atentamente.

–Señor –le dijo–, os conozco y os doy las gracias porque os dignáis honrar este taller. Estoy a vuestras órdenes. Ved aquí estatuas, medallas, metopas, cariátides, grifos y telamones. Mi¬rad ese Laocoonte que espanta, y aquella Venus que avasalla. ¿Necesitáis acaso una Minerva para vuestra biblioteca? Aquí tenéis a la Atenea que admira. ¿Venís en busca de adornos para vuestros jardines? Contemplad ese sátiro con su descarada risa lasciva y sus pezuñas de cabra. ¿Os place esta gran taza donde he cincelado la metamorfosis acteónica? Ahí está la virgen diosa cazadora como si estuviese viva, inmaculada y blanca. La esta¬tua del viejo Anacreonte está ante vuestros ojos. Toca una lira. ¿Gustáis de ese fauno sonriente que se muestra lleno de gallar¬día? ¿Qué deseáis? Podéis mandar y quedaréis satisfecho...

–Caballero –respondió el visitante, como si no hubiese oído media palabra–, tengo muy buenos troncos árabes, ingleses y normandos. Mis cuadras son excelentes. Ahí hay bestias de todas las razas conocidas, y el edificio es de muchísimo costo. Os he oído recomendar como hábil en la estatuaria, y vengo a en¬cargaros para la portada una buena cabeza de caballo. Hasta la vista.

¡Ira, espanto!... Pero un sileno calmó al artista hablándole con sus labios de mármol desde su pedestal.

–¡Eh, maestro! No te arredres: hazle su busto...

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