10 de febrero de 2012

Hebraico

  Rubén Darío.

Aquel día el viejo Moisés, estando solo en su tienda, todavía con el sagrado temblor que ponía en sus nervios la visión de Dios –pues acababa de recibir de Jehová una de tantas leyes del gran Levitico–, sintió una vocecita extraña que le llamaba de afuera.

–Entra –respondió.

Acto continuo, saltó dentro una liebre.

La pobrecita venía cansada, echando el bofe, pues a carrera abierta había comenzado su caminata desde las faldas del Sinai, hasta el lugar en que, residía el legislador.

¿Moisés?

Servidor...

Con mucho interés, como una liebre que estuviese comprometida en asuntos graves, comenzó:

–Señor, ha llegado a mis orejas que acabáis de promulgar la ley que declara a ciertos animales puros y a otros impuros. Los primeros pueden ser comidos impunemente, los segundos tienen para ellos una gracia especial, por la cual no pueden ser trabajados para el humano estómago. Interesada en la cuestión, espero vuestra palabra.

Y Moisés:

–No tengo inconveniente. Aarón, mi hermano, y yo hemos oído de la divina boca la ley nueva. Sígueme.

A las puertas del templo estaba Aarón recién consagrado pontífice, bello y soberbio como un rey del tabernáculo.

La luz hacía brillar la pompa santa, y el sacerdote ostentaba su túnica de jacinto, su ephod de oro, jacinto y púrpura, lino y grana reteñida y su luciente y ceñido cinturón.

Las piedras del racional se descomponían en iris trémulos; las palabras bíblicas, el sordio, el topacio, la verde esmeralda, el jaspe, el zafiro azul y poético, el carbuncio, sol en miniatura, el ligurio, el ágata, la amatista, el crisólito, el ónix y el berilo. Doce piedras, doce tribus. Y Aarón, con ese bello traje, hacia sus sacrificios siempre. ¡Qué hermosura!

Oyó de labios de Moisés la petición de la liebre, y con una buena risa accedió así:

Sabed –dijo– que el mandamiento del Señor es:

–Los hijos de Israel deben comer estos animales: los que tienen la pezuña hendida y rumian.

–Los que rumian y no tienen la pezuña hendida, son inmundos, no deben comerse.

–El querogrilo es un inmundo.

–Y la liebre (aquí la liebre dio un salto). Porque también rumia y no tiene hendida la pezuña.

–Y el puerco, por lo contrario.

–Lo que tiene aletas y escamas, así en el mar como en los ríos, se comerá.

–Esto en cuanto a los peces.

–De las aves, no se comerá ni el águila ni el grifo, ni el esmerejón.

Lo propio el milano y el buitre y el cuervo y el avestruz y la lechuza y el laro. Nada de gavilanes. Nada de somormujos y de ibis y cisnes.

–Tampoco se comerá el onocrótalo, ni el calamón, el herodión y el caradión y la abubilla y el murciélago.

–Todo volátil que anda sobre cuatro patas será abdominable como no tenga las piernas de atrás como el brucó, el attaco y el ofiómaco.

–Son inmundos los animales que rumian y tienen pezuña, pero no hundida; y aquellos que tienen cuatro pies y andan sobre las manos.

–Además, la comadreja, el ratón, el cocodrilo, el camaleón, la migala y el topo.

Y al concluir pronunció un “he dicho” que dio por terminado el extracto de la ley.

La liebre meditaba.

–Señores- exclamó al cabo de un rato (¡desgraciada! Sin saber que se perdía, y con ella toda su raza) –, se ha cometido un crimen atroz. Un israelita, un hijo de Hon, hijo de Pheleth, hijo de Rubén, ha hecho de un hermano mío un guiso, y se lo ha comido.

Aarón y Moisés se miraron con extrañeza.

La barba blanca del gran hebreo, moviéndose de un costado a otro sobre los pechos, demostraba una verdadera exaltación en el anciano augusto. ¡Cómo! Alguno de las tribus que oían por él la palabra de Dios se había atrevido en ese propio día, a contravenir la más fresca de las leyes! ¡Cómo! ¡No valía nada que hubiese él recibido las tablas magnas del Eterno Padre, y que hubiese consagrado pontifice a su hermano Aarón! Ya verían, ya verían. Truenos se habían escuchado sobre su cabeza escultórica, relámpagos le habían surcado la frente, y ahora, ¿qué? ¡Con que un israelita!

Muy bien.

Presto, presto, se buscó al culpable. Se le encontró. Venía hasta con restos del cuerpo del delito. Como quien dice con cazuela y todo. El cacharro humeaba mantecoso y despidiendo un rico olor de fritanga, ni más ni menos que como chez Brinck, en el Hotel Inglés, o donde papá Bounout. El resto de la liebre estaba ahí.

La liebre viva miraba con sus redondos ojos espantados a los dos hermanos. Aarón interrogaba al acusado, Moisés examinaba en tanto el guiso, verdaderamente digno de aquel antecesor de Lúculo y de los Dumas.

El acusado se defendió como pudo. Explicó su necesidad y disculpó su apetito, alegando ignorancia de la nueva ley.

Había que juzgarle severamente. Quizá hubiera podido ser lapidado. Mas le salvó una circunstancia, un detalle, que la liebre acusadora contempló con horror: los dos jueces hermanos probaron el manjar cocinado por el rubenista, y según cuenta el pergamino en que he leído esta historia, concluyeron por chuparse los dedos y perdonar al culpable. La consabida clase de animales fue declarada comible y sabrosa.

Pero el buen Dios, que oyó las quejas del animal acusador, se condolió de él y le concedió un cirineo que le ayudase a sufrir su destino.

Desde aquel día de conmiseración se da a las veces gato por liebre.

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