12 de marzo de 2012

La leyenda de San Martín, patrono de Buenos Aires

Rubén Darío

Por la montaña hagiográfica de los Bolandistas, por el vergel primitivo y paradisíaco del Cavalca, por los jardines áureos de Jacobo de Vorágine, aún por el huerto de Croiset, encuentran las almas que las buscan, flores muy peregrinas y exquisitas.

¡Así las encontrará el vasto espíritu de Hello!

Como el monje de la leyenda, escuchamos, si lo queremos, un ruiseñor que nos hace vivir mil años por trino. Oíd cantar al pájaro celestial, hoy día del patrono de Buenos Aires, y caminando contra la corriente de los siglos, vamos a Panonia, a Saborie, en tiempos imperiales. 

He ahí a Martín, niño del Señor, desde que sus pupilas ven el sol. Su santidad desde el comienzo de su vida le aureola de gracia, y el Espíritu pone en su corazón una llama violenta, y en su voluntad un rayo.

Así el Cristo se revela en esa infancia, que a los diez años siente como nacer un lirio en sus entrañas.

–¡Por Apolo! ¡Por Hércules! –grita el tribuno legionario– Este pequeño y vivo león despedaza mis esperanzas!

Pues el niño fuese del hogar pagano, y buscó la miel y el lino del catecúmeno.

La madre gentil háblale de las rosas que van a florecer, de las flautas que han de resonar mañana, del alba epitalámica. El infante no escucha la voz maternal, sonríe porque oye otra voz que viene de una lira invisible y angélica.

Aún la pluma suave del bozo está brotando y el adolescente es llamado por la trompeta de la tropa. Voz imperial. Va el joven a caballo; sobre el metal que cubre su cabeza soberbia, veríais con ojos misteriosos y profundos el tenue polvo de aurora que el Señor pone, en halo sublime, a sus escogidos. Va primero entre las legiones de Constancio; luego hará piafar su bestia por Juliano. Y esos labios, bajo el sol, no se desalteran sino con los diamantes de las fuentes.

Nada para él de Dionisio; nada de Venus. Y en aquella carne de firme bronce está incrustada la margarita de la castidad. Las manos no llevan coronas a las cortesanas; asen el aire a veces, como si quisiesen mortificarse con espinas, o apretar, con deleite, carbones encendidos.

Amiens, en hora matinal. Del cielo taciturno llueve a agujas el frío. El aire conduce sus avispas de nieve. ¿Quién sale de su casa a estas horas en que los pájaros han huido a sus conventos? En los tejados no asomaría la cabeza de un solo gato. ¿Quién sale de su casa a éstas horas? De su cueva sale la Miseria. He aquí que cerca de un palacio rico, un miserable hombre tiembla al mordisco del hielo. Tiene hambre el prójimo que está temblando de frío. ¿Quién le socorrería? ¿Quién le dará un pedazo de pan?

Por la calle viene al trote un caballo, y el caballero militar envuelto en su bella capa.

Ah, señor militar, una limosna por amor de Dios! 

Está tendida la diestra entumecida y violenta. El caballero ha detenido la caballería. Sus manos desoladas buscan en vano en sus bolsillos. Con rapidez saca la espada. ¿Qué va a hacer el caballero joven y violento? Se ha quitado la capa rica, la capa bella; la ha partido en dos, ha dado la mitad al pobre! Gloria, gloria a Martín, rosa de Panonia.

Deja, deja, joven soldado, que en la alegre camaradería se te acribille de risas. Lleva tu capa corta, tu media capa. Martín está ya en el lecho. Martín reposa. Martín duerme. Y de repente truenan como un trueno divino los clarines del Señor, cantan las arpas paradisíacas. Por las escaleras de oro del Empíreo viene el Pobre, viene N.S.J.C., vestido de esplendores y cubierto de virtudes; viene a visitar a martín que duerme en su lecho de militar. Martín mira al dulce príncipe Jesús que le sonríe.

¿Qué lleva en las manos el rey del amor? Es la mitad de la capa, buen joven soldado.

Y al cortejo angélico dice Jesucristo:

–Martín, siendo aún catecúmeno, me ha cubierto con este vestido.

Martín, cristiano, quiere abandonar las obras de la guerra. Su corazón columbino no ama las hecatombes. Ama la sangre del Cordero: el balido del cordero conmuévele en el fondo de su ser más que cien bocinas cesáreas. Se oye el tronar de los galopes bárbaros.

El Apóstata temeroso oye el galope de los caballos bárbaros. Así, reúne el ejército y señalando el amago de los furiosos enemigos, proclama que es preciso resistir hasta la victoria: a cada soldado ofrece su parte de oro.

Mas al llegar Martín, Juliano no oculta su sorpresa al ver que el joven militar pide por el oro la licencia.

Dice Juliano:

–Pésanme tus palabras, pues nunca creí que en ti tuviera nido la cobardía!

Martín responde:

–Asegúreseme hasta el día de la función: póngaseme entonces delante de las primeras filas sin otras armas que la señal de la cruz y entonces se verá si temo a los enemigos ni a la muerte.
No llegaron los bárbaros: partieron como un río que desvía su curso. Y Martín entró de militar de Dios.

En Poitiers está Hilario obispo; con él Martín. Hilario se maravilla de tan puro oro espiritual. Hilario júzgale llamado a morar altamente entre las azucenas celestes. Es humilde, es casto, es amoroso.

–Diácono has de ser ya –dice Hilario.

Y él se niega a la jerarquía.

–Pues serás exorcista, terrible enemigo del demonio! –replícale la santa voluntad episcopal.

De tal guisa el Bajísimo tuvo siempre como una de las más poderosas torres de virtud, de fortaleza y de templanza al bueno y bravo Martín, el de la capa del pobre.

Entre las nieves alpinas. Va Martín, por mandato del Señor, a ver a sus padres, aún gentiles, y convertirlos al cristo. De las rocas y nieves en donde tienen sus habitáculos, surgen bandidos: uno va a dar muerte al peregrino; otro le salva la vida.

–¿Quién eres? –pregunta el capitán.

–Hijo de Cristo.

–¿Tienes miedo?

–Jamás le tuve menos, pues el Señor asiste en los peligrosos.

Y el pregrino de cándida alma y de fragante corazón de rosa, trueca al ladrón en monje.

No puede, ya en Hungría, traer el cristianismo a su madre sí fue por él cristiana. La semilla de Arrio se propagaba; y árbol ya, florecía: Martín opuso su fuego contra los arrianos. Se le azota, se le destierra. Échanle de Milán los arrianos. ¿A dónde va?

A una isla del Tirreno, en donde comunica con las aves, se sustenta de yerbas, y tiene con las olas confidencias sublimes. Las olas le celebraban su cabello en tempestad, su desdén de las pompas mundanas, su manera de hablar que era como para entenderse con las olas o tórtolas. Atácole el diablo en la isla envenenándole; y él se salvó de la ponzona con la oración.

Otra vez en las Galias el santo monje, entre monjes, ejerce su caridad y Dios obra en su feliz taumaturgia. Volvió a la vida a un catecúmeno. Y, cosa teologal y profunda, que hace estremecerse a los doctores: suspendió el juicio de Dios, volviendo a la vida a un suicida, hijo de Lupiciano, caballero de valía.

Luego, hele ahí obispo de tours: el humilde es puesto por la fuerza en la dignidad. Y entonces acrecieron su fe, su esperanza y su caridad. Y el milagro tuvo una primavera nueva: dominó su gesto a una encina; a un pobre atacado del mal sagrado de la lepra, dio un beso de paz y le sanó; todo lo que tocaba se llenaba de virtud extraordinaria y esotérica. Valentino y Justina supieron cómo Martín podía hacer brotar el fuego de Dios.

A Canda va, a calmar la iglesia agitada. Llega y su palabra triunfa de las revueltas. Mas cae en su lecho; con “cilicio y ceniza” y de cara al Cielo, aguarda el instante del vuelo a Dios.

–Sobre la ceniza –decía– se ve morir un cristiano.

Aún en la agonía quiso el Bajísimo atreverse ante tanta virtud.

Su voz ahuyentó la potestad de las tinieblas. Fueron sus últimos conceptos:

–Dejadme, hermanos míos, dejadme mirar al Cielo, para que mi alma, que va a ver a
Dios tome de antemano el camino que conduce a él.

De su cuerpo brotó luz de oro y aroma de rosas. Severino en Colonia y Ambrosio en
Milán tuvieron revelación de su paso a la otra vida.

Tal es, más o menos, la leyenda de San Martín, obispo de Tours, patrono de Buenos
Aires, confesor y pontífice de Dios, beati Martín confesoris tui atque pontificis, como reza la oración; a quien la Iglesia romana celebra el 11 de noviembre, y cuya vida detallada podéis leer escrita en latín por el hagiógrafo Severo Sulpicio.

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