12 de marzo de 2012

La Matuschka


Rubén Darío
I

¡Oh, qué jornada, qué lucha! Habíamos, al fin, vencido; pero a costa de mucha sangre. Nuestra bandera, que el gran San Nicolás bendijo, era, pues, la bandera triunfante. Pero ¡cuántos camaradas quedaban sin vida en aquellos horribles desfiladeros! De mi compañía nos salvamos muy pocos. Yo, herido, aunque no gravemente, estaba en la ambulancia. Allí se me había vendado el muslo que una bala me atravesó, rompiéndome el hueso. Yo no sentía mi dolor: la patria rusa estaba victoriosa. En cuanto a mi hermano Iva, lo recuerdo muy bien: al borde de un precipicio recibió un proyectil en el pecho, dio un grito espantoso, y cayó, soltando el fusil, cuya bayoneta relampagueó en la humareda. Vi morir a otros: al buen sargento Lernoff; a Pablo Tenivich, que tocaba y cantaba aires populares y que alegraba las horas del vivac; a todos mis amigos.

Me sentía con fiebre. Ya la noche había entrado, triste, triste, muy triste, y al ruido de la batalla sucedió un silencio interrumpido sólo por el « ¡Quién vive!»de los centinelas. Se andaba recogiendo heridos, y el cirujano Lazarenko, que era calvo y muy forzudo, daba mucho que hacer a sus cuchillos, aquellos largos y brillantes cuchillos guardados en una caja negra, de donde salían a rebanar carnes humanas.

De repente alguien se dirigió al lugar en que me encontraba. Abrí lo que la fiebre persistía en cerrar, y vi que junto a mí estaba, toda llena de nieve, embozada en su mantón, la vieja Matuschka del regimiento. A la luz escasa de la tienda la vi pálida, fija en mí, como interrogándome con la mirada.

–Y bien –me dijo–: decidme lo que sabéis de Nicolás, de mi Nicolasín. ¿Dónde le dejaste de ver? ¿Por qué no vino? Le tenía sopa caliente, con su poco de pan. La sopa hervía en la marmita cuando los últimos cañonazos llegaron a mis oídos. ¡Ah!, decía yo. Los muchachos están venciendo, y en cuanto a Nicolasín, está muy niño aún para que me lo quiera quitar el Señor. Seis batallas lleva ya, y en todas no ha sacado herida en su pellejo, ni en el de su tambor. Yo le quiero y él me quiere; quiere a su Matuschka, a su madre. Es hermoso. ¿Dónde está? ¿Por qué no vino contigo, Alexandrovitch?

Yo no, había visto al tambor después de la batalla. En el terrible momento del último ataque debía de haber sido muerto. Quizá estaría solo y lo traerían más tarde en la ambulancia. El chico era querido por todo el regimiento.

–Matuschka, espera. No te aflijas. San Nicolás debe proteger a tu pequeño.

Mis palabras la calmaron un tanto. Sí; debía de llegar el chico. Si estaba herido, sería levemente. Ella lo asistiría y no le dejaría un solo instante. ¡Oh, oh! Con el Schnaps de su tonel le haría estar presto en disposición de redoblar tan gallardamente como sólo él lo hacía cada alborada. ¿No es verdad, Alexandrovitch?

Mas el tiempo pasaba. Ella había salido a buscarle por las cercanías, le había llamado por su nombre, pero sus gritos no habían tenido más respuesta que el eco en aquella noche sombría en que aparecían como fantasmas blancos los picos de las rocas y las copas de los árboles nevados.

II

La Matuschka había acompañado a los ejércitos rusos en muchas campañas. ¿De dónde era? Se ignoraba. Quería lo mismo a los moscovitas que a los polacos, y daba el mismo schnaps de caldo al mujik que servía de correo como al ruso cosaco de grande y velludo gorro. En cuanto a mí, me quería un poquito más, como al pobre Pablo de Tenovitch, porque yo hacía coplas en el campamento, y a la Matuschka le gustaban las coplas. Me refería un caso con frecuencia.

–Muchacho: un día en Petersburgo, día de revista, iba con el Gran Duque un hombre cuyo rostro no olvidaré nunca. De esto hace muchos años; el Gran Duque me sonrió, y el otro, acercándose a mí, me dijo: «¡Eh, brava Matuschka!» Y me dio dos palmaditas en el hombro. Después supe que aquel hombre era un poeta que hacía canciones hermosas y que se llamaba Puschkin.

La anciana quería a Tenovitch por su música. No bien él, en un corro de soldados, preludiaba en su instrumento su canción favorita El soldado de Kulugi..., la Matuschka le seguía con su alegre voz cascada, llevando el compás con las manos.

–Para vosotros, chicos, no hay medida. Hartaos de sopa; y si queréis lo del tonel, quedad borrachos.

Y era de verla en su carreta, la vara larga en la mano, el flaco cuerpo en tensión, los brazos curtidos, morenos a prueba de sol y de nieve, el cuello arrugado, con una gargantilla de cuentas gruesas de vidrio negro, y la cabeza descubierta, toda canosa. Acosaba a los animales para que no fuesen perezosos: «¡Hue! ¡Gordinflón! ¡Juuuip, Siberiano!» Y la carreta de la Matuschka era gran cosa para todos. En ella venía el rancho y el buen aguardiente que calienla en el frío y da vigor en la lucha. Detrás de las tropas en marcha, iban siempre las viejas. Si había batalla ya sabían los fogueados que tenían cerca el trago, el licor del tonel siempre lleno por gracia del general.

–Matuschka, mis soldados necesitan dos cosas: mi voz y tu tonel.

Y el schnaps nunca faltaba. ¿Cuándo faltó?


III

Pero si la anciana amaba a todos sus muchachos, sin excepción, a quien había dado su afecto maternal era a Nicolasín, el tambor. De catorce a quince años tenía el chico, y hacía poco tiempo que estaba en el servicio.

Todos le mirábamos como a cosa propia, con gran cariño, y él a todos acariciaba con sus grandes ojos azules y su alegre sonrisa, al redoblar su parche delante del regimiento en formación. El hermoso muchacho tenía el aire de todo un hombre, y usaba la gorra ladeada, con barboquejo, caída sobre el ojo izquierdo. Debajo de la gorra salían opulentos los cabellos dorados. Cuando Nicolasín llegó al cuerpo, la Matuschka le adoptó, puede decirse. Ella, sin más familia que los soldados, hecha a ver sangre, cabezas rotas y vientres abiertos, tenía el carácter férreo y un tanto salvaje. Con Nicolasín se dulcificó. ¿Quería alguien conseguir algo de la carreta? Pues hablar con Nicolasín; schnaps, Nicolasín; un tasajo, Nicolasín, y nadie más. La vieja le miraba. Siempre que él estaba junto a ella, sonreía y se ponía parlanchina; nos contaba cuentos e historias de bandidos de campaña, de héroes y de rusalcas. A veces, cantaba aires nacionales y coplas divertidas. Un día le compuse unas que la hicieron reír mucho, con toda gana; en ella comparaba la cabeza del doctor Lazarenko con una bala de cañón. Eso era gracioso. El cirujano rió también y todos reímos bastante.

El pequeño, por su parte, miraba a la vieja como a una madre, o mejor como a una abuela. Ella entre la voz de todos los tambores reconocía la de su Nicolasín. Desde lejos, le hacía señas, sentada en la carreta, y él la saludaba levantando la gorra sobre su cabeza. Cuando se iba a dar alguna batalla, eran momentos grandes para ella:

–Mira, no olvides al santo patrono que se llama como tú. No pierdas de vista al capitán, y atiende a su espada y a su grito. No huyas; pero tampoco quiero que te maten, Nicolasín, porque entonces yo moriría también.

Y luego le arreglaba su cantimplora forrada en cuero, y su morral. Y cuando ya todos íbamos marchando, le seguía con la vista, entre las filas de los altos y fuertes soldados que iban con el saco a la espalda y el arma al hombro, marcando el paso, a entrar a la pelea.

¿Quién no oye repicar en su tambor la diana alegre al fornido Nicolasín? La piel tersa campanilleaba al golpe del palo que la golpeaba con amor; de los aros brotaban notas cristalinas, y él parche, de tanto en tanto, sonaba como una lámina de bronce. Tambor bien listo, cuidado por su dueño con afecto. Por seis veces vimos al chico enguirnaldarle de verde después de la victoria. Y al marchar al compás cadencioso, cuando Nicolasín los miraba, rojo y lleno de cansancio, pero siempre sonriente y animoso, a muchos que teníamos las mejillas quemadas y los bigotes grises, nos daban ganas de llorar. ¿Viva la Rusia, Nicolasín? Vivaaaaaaa y un rataplán.

Luego, cuando alguien cala en el campo, ya pensaba en él. Era el ángel de la ambulancia. ¿Queréis esto? ¿Queréis lo otro? Eso que tenéis es nada. Pronto estaréis bueno. Os animaréis y cantaremos con la Matuschka. ¿La copa? ¿El plano? Bravo, Nicolasín... Yo le quería tanto como si fuese mi hermano o mi hijo.


IV

Imaginamos primeramente que el punto principal estaba ocupado por el enemigo. Nuestro camino era uno sólo. Y adelante. Debía sucumbir mucha gente nuestra; pero como esto, si se ha de ganar, no importa en la guerra, estaban dispuestos los cuerpos que debían ser carne para las balas. Yo era de la vanguardia. Allí iba Nicolasín tocando paso redoblado, cuando todos teníamos el dedo en el gatillo, la cartuchera por delante y la mente alocada por la furia.
Recuerdo que primeramente escuché un enorme ruido, que luego cesó; después rugidos humanos sonaron, y en el choque tremendo que sobrevino nadie tuvo conciencia de sí. Todas las bayonetas buscaban las barrigas y los pechos. Creo que si en vez de ser nosotros infantes, hubiéramos sido cosacos o húsares, en los primeros instantes hubiéramos salido vencedores. Seguí oyendo el tambor. Fue el segundo encuentro. Pero Nicolasín, después, caía herido. No supe más.

V

¡Dios mío, qué noche tan tremenda! La Matuschka me dejó y dirigióse al cirujano. Él alineaba, entretanto, sus hierros relumbrosos. Como vio a la vieja gimoteando, la consoló a su manera. Lazarenko era así...

–Matuschka, no te aflijas. El rubito llegará. Si viene ensangrentado y roto, lo arreglaré. Le juntaré los huesos, le coseré las carnes y le meteré las tripas. No te aflijas, Matuschka.

Ella salió. Al rato, cuando ya me estaba quedando dormido, escuché un grito agudo de mujer. Era ella. Entraron dos cosacos conduciendo una camilla. Allí estaba Nicolasín, todo bañado en sangre, el cráneo despedazado y todavía vivo. No hablaba; pero hacía voltear en las anchas cuencas los ojos dolorosos. La Matuschka no lloraba. Fija la mirada en el doctor, le interrogaba ansiosa con ella. Lazarenko movió tristemente la cabeza. «¡Pobre Nicolasín!...»

Ella fue entonces a su carreta. Trajo un jarro de aguardiente, humedeció un trapo y lo llevó a los labios del chico moribundo. Ella le miró con amargura y terneza al propio tiempo. Desde mi lecho de paja yo veía aquella escena desgarradora, y tenía como un nudo en la garganta. Por fin, el tambor mimado, el pequeño rubio, se estiró con una rápida convulsión. Sus brazos retorcieron y de su boca salió como un gemido apagado. Entrecerró los párpados y quedó muerto.

–¡Nicolasín! –gritó la vieja–. ¡Nicolasín, mi muchacho, mi hijo!

Y soltó el llanto. Le besaba el rostro, las manos; le limpiaba el cabello pegado a la frente con la sangre coagulada, y agitaba la cabeza, y miraba con aire tal como si estuviese loca. Muy entrada la noche, comenzó otra nevada. El aire frío y áspero soplaba y hacía quejarse a los árboles cercanos. La tienda de la ambulancia se movía. La luz que alumbraba el recinto, a cada momento parecía apagarse. Se llevaron el cadáver de Nicolasín.

Yo no pude dormir después ni un solo minuto. Cerca, se escuchaban en el silencio nocturno, los desahogos lúgubres y desesperados de la Matuschka, que estaba aullando al viento como una loba.

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