21 de mayo de 2012

Limosna de un ciego


Fernando Centeno Zapata

No era aquella tarde lo mismo que las otras, ésta tenía un sabor amargo, nublada, serena, con sus árboles quietos y sin pájaros; de vez en cuando caía una llovizna y asomaban transeúntes por las avenidas. Allá lejos se oía una música de contorciones y, envueltos en sus notas, los gritos de unos borrachos.

Yo contemplaba desde el balcón a unos pobres chicos jugando en la calle: se tiraban lodo, se restregaban sus caritas dejándose huellas de tierra, se golpeaban sin compasión, pero no lloraban, uno de ellos lanzó con toda su fuerza un pedazo de lodo, el lodo fue a dar en el rostro de una mujer que pasaba, la mujer, peor vestida que ellos, se deshizo en improperios y cargoles de maldiciones, los chicos al verla, primero se quedaron como clavados en el suelo, luego se corrieron, la mujer les seguía con sus maldiciones.

Me bajé del balcón y seguí la calle, en realidad no me explicaba por qué me había bajado del balcón y menos aún por qué había dejado de contemplar la tarde; allá en lo alto el espectáculo de la mujer echando maldiciones a los niños que corrían era sencillamente interesante, pero de pronto sentí un impulso extraño, el impulso de hacer algo, pero algo nuevo, algo extraordinario que dejara en mí una huella perenne, imborrable, precisa, tuve intenciones de arrimarme a la mujer que hacía huir a los chicuelos y abofetearla, tomarle de los cabellos y hundir su rostro en el lodo podrido que salía de una miserable casucha, pero de pronto pensé: nada voy a ganar con eso, que siga echando maldiciones a las pobres víctimas inocentes, después de todo, me dije, ellos ya van lejos y no la escuchan.

Seguí caminando; a medida que avanzaba, mis reflexiones llegaban a montón: si había bajado del balcón con la idea de hacer algo extravagante, ahora la idea de que yo siempre había sido un hombre pacífico, de que nunca me había siquiera atrevido a matar una mosca, ni a protestar cuando en la mesa hacía falta el azúcar, ni cuando el lustrador se quedaba con la vuelta, me hacía volver sobre mis pasos. Pero la verdad era que bajé de mi balcón con un afán; tal vez aquellos gritos histéricos de la mujer me hicieron salir a la calle, o la carrera de los muchachos hizo nacer en mí algún recuerdo de la infancia, o la estúpida música me hizo seguir hacia cualquier punto, todo es posible, pero hay algo que en esta tarde me impulsa a hacer algo distinto.
Ciertamente que siempre he sido un hombre pacífico, pero yo conozco a muchos hombres aún más pacíficos, que de pronto se volvieron peligrosos, es que sintieron, como yo estoy sintiendo ahora, esa desesperación de hacer algo, pero algo extraordinario, sintiéndose con el alma envenenada, con el impulso de un grito que les asfixiaba, y corrieron hacia el encuentro de lo desconocido, como locos, capaces de hacer cualquier cosa, pero hacerlo, hacerlo cuanto antes. De repente pienso que es verdad que el demonio se mete en la carne del hombre.

Sigo caminando sin rumbo....

Al doblar una esquina un pobre ciego me sigue con una mano estirada, sobre su mano temblorosa hay unas pocas monedas, unas pocas monedas que delatan su angustia y denuncian su tragedia, yo le miro y pienso: si en vez de darle una limosna (la limosna no tiene para mí ningún sentido práctico) le arrebato las pocas que tiene a descubierto, ¿esta acción no sería algo rara? y más interesante aún, las maldiciones que me eche, pero, y si después de escucharle, se las doy de nuevo, él no sabrá que fue el mismo que le acaba de robar, y entonces recibiré sus bendiciones y esto último me hará volver en paz conmigo mismo.

Me paro frente a él, le quedo mirando a los ojos, sólo veo en ambos una sucia nube blanca, no parpadea, me mira fijo, con ojos de estatua griega, paso mis manos muy cerca de ellos, se las acerco aún más, hasta donde puedo, y compruebo que en realidad su ceguera es total; cuento lo que tiene en la mano, me digo: lo que sea no importa, no se trata de quedarse con el dinero, sino de experimentar algo nuevo, algo extraordinario, sigo acercándome, vuelvo a ver a todas partes, no viene nadie, el pobre siego como si adivinara mis pensamientos, abre aún más su mano, da un paso hacia adelante y me dice con una voz dulce que me hace volver en mí: Si las quieres, hermano, puedes tomarlas....

La tarde seguía serena, nublada, amarga, con sus árboles quietos, sin pájaros.....

1 comentario:

  1. muy buen cuento me ayudo en mi tarea osea voy a sacar mas de un c+ voy a sacar una a gracias sigan asi

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