Rubén
Darío
–¡ Oh señor, el
mundo anda muy mal. La sociedad se desquicia. El siglo que viene verá la mayor
de las revoluciones que han ensangrentado la tierra. ¿El pez grande se come al
chico? Sea; pero pronto tendremos el desquite. El pauperismo reina, y el
trabajador lleva sobre sus hombros el desquite. El pauperismo reina, y el
trabajador lleva sobre sus hombros la montaña de una maldición. Nada vale ya
sino el oro miserable. La gente desheredada es el rebaño eterno para el eterno
matadero.
¿No ve usted tanto ricachón
con la camisa como si fuese de porcelana, y tanta señorita estirada envuelta en
seda y encaje? Entre tanto las hijas de los pobres desde los catorce años
tienen que ser prostitutas. Son del primero que las compra. Los bandidos están
posesionados de los bancos y de los almacenes.
Los talleres son el
martirio de la honradez: no se pagan sino los salarios que se les antoja a los
magnates, y mientras el infeliz logra comer su pan duro, en los palacios y
casas ricas los dichosos se atracan de trufas y faisanes. Cada carruaje que
pasa por las calles va apretando bajo sus ruedas el corazón del pobre.
Esos señoritos que parecen
grullas, esos rentistas cacoquimios y esos cosecheros ventrudos son los ruines
martirizadores. Yo quisiera una tempestad de sangre; yo quisiera que sonara ya
la hora de la rehabilitación, de la justicia social. ¿No se llama democracia a
esa quisicosa política que cantan los poetas y alaban los oradores? Pues,
maldita sea esa democracia. Eso no es democracia, sino baldón y ruina. El infeliz
sufre la lluvia de plagas; el rico goza. La prensa, siempre venal y corrompida,
no canta sino el invariable salmo del oro.
Los escritores son los
violines que tocan los grandes potentados. Al pueblo no se le hace caso. Y el
pueblo está enfangado y pudriéndose por culpa de los de arriba: en el hombre el
crimen y el alcoholismo; en la mujer, así la madre, así la hija y así la manta
que las cobija. ¡Con que calcule usted! El centavo que se logra, ¿para qué debe
ser sino para el aguardiente? Los patrones son ásperos con los que les sirven.
Los patrones, en la ciudad
y en el campo, son tiranos. Aquí le aprietan a uno el cuello; en el campo
insultan al jornalero, le escatiman el jornal, le dan a comer lodo y por remate
le violan a sus hijas. Todo anda de esta manera. Yo no sé cómo no ha reventado
ya la mina que amenaza al mundo, porque ya debía haber reventado. En todas
partes arde la misma fiebre. El espíritu de las clases bajas se encarnará en un
implacable y futuro vengador. La onda de abajo derrocará la masa de arriba. La
Commune, la Internacional, el nihilismo, eso es poco; ¡falta la enorme y
vencedora coalición! Todas las tiranías se vendrán al suelo: la tiranía
política, la tiranía económica, la tiranía religiosa. Porque el cura es también
aliado de los verdugos del pueblo. El canta su tedeum y reza su paternoster,
más por el millonario que por el desgraciado. Pero los anuncios del cataclismo
están ya a la vista de la humanidad y la humanidad no los ve; lo que verá bien
será el espanto y el horror del día de la ira. No habrá fuerza que pueda
contener el torrente de la fatal venganza.
Habrá que cantar una nueva
marsellesa que como los clarines de Jericó destruya la morada de los infantes.
El incendio alumbrará las ruinas. El cuchillo popular cortará cuellos y
vientres odiados; las mujeres del populacho arrancarán a puños los cabellos
rubios de las vírgenes orgullosas; la pata del hombre descalzo manchará la
alfombra del opulento; se romperán las estatuas de los bandidos que oprimieron
a los humildes; y el cielo verá con temerosa alegría, entre el estruendo de la
catástrofe redentora, el castigo de los altivos malhechores, la venganza
suprema y terrible de la miseria borracha!
–¿Pero quién
eres tú? ¿Por qué gritas así?
–Yo me llamo
Juan Lanas y no tengo un centavo.
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