26 de agosto de 2012

La pelea

Álvaro Rivas Gómez

Nunca me he trenzado a golpes con nadie. Ni siquiera de cuando era niño guardo recuerdos de haber participado en alguna riña callejera y mucho menos en casa. La condición de haber sido hijo único me libró de que me alcanzaran los golpes domésticos de algún hermano mayor o menor; y mi contextura física, que limpiamente aventajaba a la de cualquier chico de mi edad, desanimó siempre a mis amigos de pasarse al bando de mis enemigos. Cuando se acaloraba una discusión entre alguien y este servidor, bastaba con alzarme sobre mis talones para terminar toda disputa y disuadir las pretensiones de quien osara liarse a golpes conmigo.

De esta manera, sin necesidad de tirar un solo puñetazo conseguí infundir siempre el temor y el respeto en quienes me rodearon durante mi niñez y en mi juventud. Sin embargo, a mis veintiún años sentía que ese respeto era inmerecido mientras no venciera el miedo a darme de trompadas con alguien. Porque la realidad es que, por qué no confesarlo, siempre que una discusión se acercaba a los sopapos confiaba en que mi contendiente se amilanara ante mis atributos corporales y se retirara antes de que estallara la violencia y corriera la sangre. Pero, como dije anteriormente, a mis veintiún años estaba decidido a asumir las consecuencias que pudiera generar un enfrentamiento y liberarme así de una vez por todas de ese pavor y cobardía que me embargaba en dichos trances. Estaba dispuesto entonces, en la primera oportunidad que se presentara, a bautizarme en el ardor de una pelea que me exorcizara de mis temblores y canilleras, y me diera el primer triunfo verdadero.

Y la oportunidad llegó -no se me olvida- el día de los enamorados, la noche del viernes 14 de febrero de 1970, cuando me enfilaba frente a la entrada de una de esas fiestas populares que se daban contiguo a lo que hoy se conoce como la Casa de los Tres Mundos, en Granada, y cuyo organizador era mi amigo Phillip Parodi, que en paz descanse. Digo que me llegó la ansiada oportunidad, porque mientras esperaba que avanzara la fila, alguien, a manera de broma, me tiró de una de mis orejas. Me volví hacia la persona que estaba inmediatamente detrás. Por la inocencia y el temor que descubrí en sus ojos deduje que el tipo nada tenía que ver en la guasa. Pero detrás suyo pude sí observar a un individuo que, a pesar de su rostro impasible, en sus ojos chispeaba un brillo burlesco. Lo observé largamente, y con la más dura y profunda de mis miradas le di a conocer mis pocas ganas de jugar y lo peligrosa que podría ser la broma para su seguridad. Al regresar a mi posición anterior evalué sus posibilidades frente a mis puños. Se trataba tan solo de un negrito aindiado que, aunque un poco ancho de hombros, no pasaba la altura de mi mentón. Lo catalogué como una presa fácil: un conejillo de indias ideal para comenzar a probar de una buena vez por todas el verdadero sabor de la victoria.

En esto estaba cuando el tipo sacudió mi cabeza con una palmada. Me volteé encendido y, con el índice alzado, le dije: “Mirá, pendejo, me repugnan las bromas de esta clase, si volvés a tocarme un pelo te rompo la crisma”. Y acto seguido volví la espalda, con la esperanza de que el potencial contendiente hiciera caso omiso a mi advertencia y me diera la oportunidad de darle la tunda que tanto necesitaba yo para sacudirme el miedo y los nervios de enfrentarme en una reyerta verdadera.

Y el insolente volvió a hacerlo aún más fuerte. Y de inmediato, ya con el olor a triunfo en mis narices, y como una bestia herida, me le fui encima. Fue como el choque de un camión contra una bicicleta. En menos de diez segundos, media docena de golpes certeros y demoledores –casi todos al rostro– dieron al traste, o más bien al suelo, con mis pretensiones boxísticas. Lo último que recuerdo fueron estrellitas cintilando en medio de una cerrada oscuridad y ni siquiera me di cuenta del costalazo que di contra el pavimento. Al despertar, lo primero que sentí fue la cara entumida y el dolor en la cabeza. A duras penas pude reconocer, inclinado hacia mí su rostro afligido y borroso, la voz extrañamente lejana de mi primo Marvin.

–Qué bárbaro. ¿Cómo se te ocurrió pelear contra el hombre ése? –me dijo recriminatorio. Y luego agregó en tono lastimoso: “Mirá cómo te ha dejado la cara: te cerró completamente un ojo, te partió el labio y posiblemente te fracturó la nariz. Vos si sos valiente de veras. Fue en este momento que recuperé la memoria y con ello la visión anterior al nocáut: el indio negrito y chaparro esperando mi embestida en posición defensiva, cuadrado ya, con la misma chispa burlona en sus ojos y una irónica y complacida sonrisita en sus labios.

–¿Quién es él?– pregunté, adolorido hasta el hueso, a mi primo.

–¿Sos granadino y no lo sabés? Idiota. ¡Es Leonel Urbina, el campeón gallo centroamericano!

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