Arquímedes González
Silvia se desmayó en el patio de la escuela durante la clase de educación física.
Nadie supo qué hacer y menos yo, el enamorado furtivo, quien dejaba cartas en su mochila con mensajes admirando sus ojos negros tan deliciosos que daban ganas de lamer y sorber como si fueran chocolates.
Ese día la había citado al finalizar las lecciones, bajo el árbol de almendras. Confesaría mi amor y la besaría a como lo había imaginado por las noches con mis manos en la oscuridad formando su nombre: Silvia… Silvia… Silvia…
Reaccioné y corrí por el vehículo de mamá dejado en el garaje de la casa a menos de tres minutos a pie. En cuanto estacioné el carro cerca de la entrada del colegio, la cargaron entre cuatro y la acomodaron en el interior como si estuviera dormida.
-¡Que no se muera! - grité a Norma, la mejor de sus amigas y la única con fuerzas para acompañarla. Mientras aceleraba, las piernas me temblaban. Giraba sin frenar en las curvas, controlando el timón con precariedad e intentando no volcarnos.
-¿Todavía respira?
-Creo que un poquito - observó Norma que lloraba y acariciaba las mejillas de Silvia.
Presioné el acelerador, pité una y otra vez, asalté los carriles sin sentir ni los pulmones ni el corazón, concentrado en eliminar el temblor de mis piernas.
Maldije la estrechez de la carretera y la cantidad de carros. Desesperado, saqué la cabeza por la ventana, insulté como nunca antes, encendí las luces, activé los pide vía, presioné la bocina, pero el tráfico estaba cerrado.
-¿Vos sos el de las cartas? - preguntó Norma.
Fingí no escuchar. A la derecha había cinco automóviles y a la izquierda nueve esperando el cambio de luces del semáforo.
- Le gustás mucho…
- No soy yo - mentí cobarde viéndola por el retrovisor.
- Dijo que hoy te esperaría bajo el árbol de almendras…
Sentí ahogo en la garganta y me salieron lágrimas.
Pasamos el semáforo, seguimos derecho, doblamos a la izquierda y por fin entramos al área de Emergencia. Frené, salté del asiento y abrí la puerta.
Cargué a Silvia imaginando que era el día de nuestro casamiento.
-!Se me muere! - le grité a la enfermera, que me vio entrar con Silvia a la sala saturada de moribundos vendados, enyesados o cosidos lamentándose con ayes y caras desconsoladas tras sobrevivir a asaltos, ataques o choques.
Alguien acercó una camilla donde la acosté con cuidado como si no quisiera que despertara. Sus labios habían adquirido una rápida palidez.
- ¿Sos el novio? - preguntó la enfermera jalando la camilla a uno de los cuartos.
-No - le respondí.
Pidió quitarle los zapatos y calcetines. Con brusquedad, rompió la camisa y con tijeras, cortó el sostén dejando expuestos sus senos sólidos como dos tortas incrustadas en el pecho, los pezones chatos, inmaculados y las aureolas bañadas por una delicada escarcha de granos de café.
En ese momento imploré a Dios, a las vírgenes y santos que pude recordar para que la dejaran con vida.
- Debés salir - aconsejó la enfermera, viendo las lágrimas en mi cara.
Pero me quedé.
Entró el médico, no se fijó en mí, le tomó el pulso a Silvia, abrió sus párpados y en un instante colocó la palma de su mano en la frente de quien yo amaba.
Pronto estaría bien.
El doctor salió, regresó con una inyección y pinchó el brazo de Silvia quien no reaccionó.
La enfermera asistía a las órdenes del encargado y una que otra vez me miraba preocupada.
El especialista escuchó con el estetoscopio, presionó su pecho, otra vez la inyectó, intentó con descargas eléctricas, pero al rato, desistieron.
- Falleció - reconoció al rato el doctor retrocediendo como si la muerte lo fuera a morder.
Y yo, hipnotizado, lloraba frente a los pechos de Silvia.
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