8 de abril de 2013

El doble


Hebert Ramírez

Hoy es domingo y ha venido poca gente al bar. De los pocos frecuentadores del bar que vieron a Luis Ortega disparar a quemarropa contra el señor gordo, soy yo. Todos los parroquianos se han quedado inmóviles. El sapo, nervioso ha marcado el teléfono de la policía mientras observa con el miedo reflejado en sus ojos cómo Luis Ortega se toma el último trago a pico de botella y deja unos cuantos billetes sobre la mesa. El señor gordo que recibió el disparo va cayéndose lentamente de su asiento, y de repente un señor desconocido lo auxilia y logra colocarlo nuevamente en posición normal. Yo me tomo el café apresuradamente y me levanto, dejo una moneda sobre la mesa, pero el sapo corre y se para frente a mí —su cara suda copiosamente— que no me vaya, que mejor espera a la policía. Le digo qué tengo que ver y entonces, gritándome, dice que yo soy el asesino. Ante esta escena, los pocos parroquianos se marchan y en el bar quedamos solamente: el sapo, el muerto y yo. Luego aparece Luis Ortega vestido de militar acompañado de dos alistados Guardia Nacional que inmediatamente me han agarrado de los brazos. El sapo comenzó a hablar improperios contra mí, pero Luis Ortega le dice que se calle que un reo es sagrado.

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