Hebert Ramírez
Hoy
es domingo y ha venido poca gente al bar. De los pocos frecuentadores del bar
que vieron a Luis Ortega disparar a quemarropa contra el señor gordo, soy yo.
Todos los parroquianos se han quedado inmóviles. El sapo, nervioso ha marcado
el teléfono de la policía mientras observa con el miedo reflejado en sus ojos
cómo Luis Ortega se toma el último trago a pico de botella y deja unos cuantos
billetes sobre la mesa. El señor gordo que recibió el disparo va cayéndose
lentamente de su asiento, y de repente un señor desconocido lo auxilia y logra
colocarlo nuevamente en posición normal. Yo me tomo el café apresuradamente y
me levanto, dejo una moneda sobre la mesa, pero el sapo corre y se para frente
a mí —su cara suda copiosamente— que no me vaya, que mejor espera a la policía.
Le digo qué tengo que ver y entonces, gritándome, dice que yo soy el asesino.
Ante esta escena, los pocos parroquianos se marchan y en el bar quedamos
solamente: el sapo, el muerto y yo. Luego aparece Luis Ortega vestido de
militar acompañado de dos alistados Guardia Nacional que inmediatamente me han
agarrado de los brazos. El sapo comenzó a hablar improperios contra mí, pero
Luis Ortega le dice que se calle que un reo es sagrado.
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