Sergio Ramírez Mercado
De pie frente a una de sus ventanas del
palacio en lo alto de la colina fortificada desde la que podía dominar la vista
de su ciudad capital tranquila con sus luces que parpadeaban en la medianoche
soñaba S. E. extasiado en lo hermoso que sería saber un día que los sabios
norteamericanos habían logrado inventar un aparato con el cual se produjeran a
voluntad terremotos y que por instrucciones del presidente del gran país del
norte le prestaran a él aquel aparato cuyas radiaciones de efectos subterráneos
dirigidas convenientemente al corazón de la ciudad dormida a sus pies
produjeran un sismo con duración aproximada de seis a ocho segundos de
intensidad diez en la escala de Richter y epicentro superficial gobernado por
una falla maestra que correría de norte a sur y cuatro fallas secundarias de
sentido paralelo y que aquella formidable sacudida tuviera el instantáneo poder
de derribar edificios hundir los cimientos desplomar paredes retorcer las vigas
abrir las calles quebrar alcantarillas hacer saltar los tubos de agua potable
reventar los cables eléctricos que chicotearían libres propagando los incendios
que harían a la ciudad arder por sus cuatro costados y él sin moverse de su
ventana ver en el amanecer con suprema dicha y a partir de entonces por días de
días los aviones descendiendo en interminables puentes aéreos las caravanas de
camiones saber de la llegada de innumerables buques a los puertos trayéndonos
por toneladas víveres alimentos medicinas ropas que enviarían en gesto
fraternal los países amigos tanta y tan variada mercadería que mis bodegas
rebosantes no se darían ya abasto para almacenarla y luego la gloria de
millones y millones de dólares en donaciones y en préstamos blandos para la
reconstrucción de la ciudad que pasaríamos años discutiendo dónde se levantaría
y mientras duraran aquellos debates de los cientos de técnicos extranjeros
congregados haciendo planes yo compraría secretamente por precios irrisorios
todos los terrenos aledaños hábiles para construir y se los vendería con
ganancias jugosas al Estado que me los pagaría con el dineral de los créditos
internacionales y la ayuda norteamericana siempre generosa para después no
construir nada en esos terrenos sino en el mismo lugar de las ruinas para lo cual
habría primero que demoler y limpiar de escombros el área de desastre y yo
organizaría entonces una compañía encargada de la limpieza y la demolición de
escombros y tantas donaciones y préstamos que acumularíamos más tarde para
construcción de nuevas escuelas nuevos hospitales nuevos edificios
gubernamentales y para que tales planes no sufrieran atraso yo fundaría una
compañía de construcciones y mientras tanto no terminara el estado nacional de
emergencia provocado por la terrible catástrofe se mantendría en pleno vigor la
ley marcial para que nadie me estorbara en mis planes de reconstrucción para no
hablar de mis enemigos políticos aplastados en las cárceles debajo de los
escombros con todo lo cual este país con su nueva capital sería más próspero y
más rico una floreciente urbe moderna como siempre he ambicionado tener con mis
teatros y mis cines y mis cabarets y mis burdeles y mis almacenes y mis
restaurantes más próspero y más grande y más rico y aquella noche como tantas
se duerme S. E. apoyado en la balaustrada de su ventana soñando si no lo
despierta un rugido feroz que crecía viniendo del fondo de la tierra.
(Tropeles y Tropelías, 1971)
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