Sergio
Ramírez Mercado.
No
hay poder duradero sobre la tierra. Todo pasa, todo se borra. Pero en esto no
me refiero al poder de don Fulgencio que sí era un poder duradero e imborrable.
Un poder palpable a la simple vista. En el pueblo nadie lo puso en duda nunca y
por supuesto, porque no había razón para creer lo contrario: un amigo que
cayera preso salía al día siguiente sin pagar carcelaje; un asunto de permisos
o exenciones de impuestos del plan de arbitrios; una carta de recomendación
para ser maestro rural, todo esto era resuelto con diligencia por don
Fulgencio, siete años seguidos Juez Local y Líder del Partido, conocedor
pulgada a pulgada del terreno que pisaba, de los rostros de los amigos, de la
edad de los hijos de los amigos hábiles para inscribirse y votar, de sus
debilidades y pequeñas necesidades, de sus entusiasmos y padrino de muchos
hijos de correligionarios.
El
Juez Local despachaba en la Casa del Cabildo frente a la plaza desierta. La
Casa del Cabildo era la principal edificación del pueblo con un largo corredor
y postes para amarrar los caballos. Tres palmeras había frente a su entrada
principal y desde la ventana de barrotes ensarrados podía divisarse la iglesia
de una sola torre de adobe como sus anchísimas paredes y también de una sola
campana que se oía repicar en las tardes cuando pasaba un entierrito con la
cajita blanca cubierta de flores de papel o para los rosarios a las seis de
tarde en el mes de mayo. Pero la plaza siempre estaba desierta, como un gran
potrero con el zacate amarillo y dos vsacas o caballos casi siempre pastando.
En su extremo sur un riel en donde diario amarraban el cartel del cine con
letras moradas y verdes. El aire no corría por la plaza ni por el cabildo ni
por la torre de la iglesia. Eran una plaza, un cabildo y una iglesia parados en
seco. Ni pájaros, ni ranas, ni ardillas, ni conejos en el potrero que era la
plaza. Sólo las tres palmeras con sus palmas agobiadas unas veces verdes y otras
veces secas.
A
las dos de la tarde de todos los días el Juez Local se aparecía por el lado del
riel del cartel del cine, atravesaba la plaza en diagonal poniendo su mano
delante del sombrero de fieltro para capear el sol. Sacaba su enorme pañuelo
rojo para sacudir sus narices o para secar su nuca. Sobre su nariz los
anteojos, escrutaba a uno y otro lado con mirada acuchillante para traspasar
las paredes de las casas de sus correligionarios y ver qué hacían, quiénes
peleaban con sus mujeres, quiénes fajeaban a sus hijos, quiénes dormían o
hacían algo que él no supiera. De vez en cuando componía sus pantalones por
detrás, crudos, de manta china, o sacaba su faja de baqueta.
A
las dos y pico estaba detrás de su mesa con manchas azul pálido de tinta e
incisiones de navaja, despachando los asuntos con su empatador de ras-ras al
escribir. Arriba de él, un retrato con el perfil esfuminado del jefe, tras un
vidrio polvoso y una cintita negra encima del marco.
A
su derecha se sentaba el secretario; un hombrecito pálido y flaco, con la barba
sucia como de lija, tosigoso y débil, con las manos heladas y botando caspa
cuando meneaba la cabeza peluda. Cuando escribía las declaraciones medio
cerraba los ojos para ver porque no usaba anteojos. Tenía otro empatador azul y
un tintero.
—Que
pase el declarante.
Se
sentaba el declarante en el taburete en frente del Juez a rendir su
declaración.
—¿Qué
vio Usted del asunto?
Como
un conejo asustado el declarante volvía a ver a los lados y para atrás, donde
esperaban los litigantes fiscalizando el pleito.
—Nada,
yo no vi nada don Fulgencio. Yo no estaba en los hechos...
El
Juez entonces se inflaba en su justicia y se recostaba en su silla.
—Ah,
pues, y ¿entonces para qué viene aquí a rendir declaración de los hechos
vistos?
—A
mí me trajieron don Fulgencio, yo no quería...
Y
el Juez se desinflaba en su justicia y mandaba escribir:
—Que
no vio nada de los hechos en autos y que tampoco sabe ni ha oído nada del
particular, que no firma por no saber y que oyó que le leímos el acta y está
conforme…
Y
la justicia pasaba y se repasaba a diario por la mesa del Juez en pleitos de gallinas,
de basura botada en solares ajenos, de bochinches por amenazas entre mujeres,
de picados que le habían echado mueras al gobierno. La justicia entraba con el
pie derecho sólo cuando don Fulgencio no quería que entrara con el pie
izquierdo.
—Don
Fulgencio aquí está mi tarjeta y este individuo me ofendió y me amenazó con cinchonearme
porque dice que le debo y yo no le debo nada...
Y
le pasaba la tarjeta que él veía poniéndola de largo y tanteándose los anteojos
sobre la nariz.
—“El
vigilante de la mesa del cantón núm. 3 hace constar que el Sr. Saturnino Cerda
votó por...” Ahh... bueno, amigo y ¿cómo prueba que a Usted Saturnino le debe
reales?
Y
el otro no tenía tarjetita y entonces estaba cancelado.
—Fue
de palabra.
—A
pues estás claro, hijo. No hay pruebas. Escribí allí vos: que no hay mérito por
falta de pruebas y no hay lugar para esta demanda. Que el demandante no vuelva
a molestar a Saturnino Cerda y rinda fianza de guardar paz.
O
los pleitos los arreglaba más fácilmente en su casa con huacales de jocotes,
pollos, aguacates, naranjas, limones, huevos, verduras, que le llevaban a su
mujer o ésta interfería para que el litigante saliera bien y la otra parte
condenada en costas, daños y perjuicios.
El
secretario nunca decía una palabra y sólo abría la boca para toser tímidamente
en su pañuelo y escupir en los ladrillos de barro del Cabildo. Se limitaba a
escuchar cómo el juez le dictaba las declaraciones para irlas copiando. Y hasta
después las leía con su voz meticulosa y triste, con su voz leal, y siempre los
declarantes estaban conformes con ellas.
Y
a las cinco de la tarde el juez iba para el lado del riel del cine seguido por
dos o tres litigantes, siempre componiendo de atrás su pantalón. Y todo el
pueblo sabía que él era la justicia en cuerpo y alma. La justicia hecha a la
medida de cada ajusticiado, de cada litigante. Una justicia de una sola pieza y
sobre todo revestida de poder. Poder no sólo para ejecutar lo sentenciado, sino
poder de entronque, de amistad con el Jefe Político del Departamento, con el administrador
de Rentas, de amistades de influencia en Managua. Poder de hacer y deshacer en
el pueblo, de quitar y poner colector de la luz, colector del agua, fiel de
rastros, policía municipal, Secretario del Alcalde y al Alcalde, Síndico
Municipal, Director de la escuela. Manejaba los hilos de la política a las mil
maravillas y había que verle la cara para poder conseguir algo, aunque fuera la
boleta de terraje de balde para enterrar a un muertecito. Don Fulgencio no era
sólo el juez, era el que mandaba. Y el que manda, manda, decía él. Por eso
aunque nadie hubiera podido definir el poder, se sabía qué cosa era. Y el poder
era don Fulgencio.
Esa
tarde estaba despachando en el Cabildo alegremente.
—Hoy
vamos a cerrar temprano porque viene a mi casa el Ministro de Hacienda, mi
amigo.
—¿Ah?
—dijo el secretario que rascaba el papel sellado con el empatador.
—Hoy
viene el Ministro a verme a mi casa, me puso un telegrama que venía porque va a
pasar de vuelta de ver una finca que quiere comprar por allí. Somos amigos
personales y a mí me quiere mucho.
—Hujum
—dijo el secretario y sacó su pañuelo haciéndolo como un nido para toser.
—Va
a cenar en mi casa ahora antes de irse y le tengo listas unas frutas que me
solicitó y otras cuestiones para regalárselas. Seguramente viene con su señora,
ella también me estima mucho a mí.
Hablaba
dándole golpecitos a su mesa y sonriéndose con la aureola del poder sobre la
cabeza. Y el secretario abandonó sus ajás y su tosedera para tirarle una
pregunta inquietante:
—Don
Fulgencio, ¿y cómo es el poder?
El
secretario sentía como todos el poder del Juez pero no sabía cómo era, cómo lo
sentía don Fulgencio dentro de él, si le hacía cosquillas, si le apretaba, si
estaba o no a gusto. Y esa pregunta fue suficiente para que él se quitara sus
anteojos y los repasara con su pañuelo colorado, empañándolos antes con el
aliento y dijera:
—Hombré,
hoy vas a ver cómo es el poder. Vamos a ir a mi casa.
Y
el secretario estaba en la casa del Juez con éste, a la hora en que iba a
llegar el Ministro. Barrían, limpiaban los bancos, regaban la calle, recogían
la basura del solar. La mujer del juez terminaba de arreglar las cositas que le
iban a regalar al Doctor que de un momento a otro iba a pasar pues entre las
cosas del poder estaba, por supuesto, ser anfitrión de los Ministros.
El
secretario esperaba la revelación exacta del poder para tener un concepto
preciso sobre él y para eso lo había llevado el juez. Pero a su ansiedad e
interrogante no correspondió la rapidez con que se desarrollaron los
acontecimientos y como una declaración lo contaba en la rueda de los amigos en
la acera del cine: que él estaba en la acera de la casa, recostado en la puerta
cuando se paró la linda camioneta celeste del Ministro; que el chofer se apeó a
abrirle al Ministro el que se bajó y fue cuando se vino don Fulgencio con los
brazos extendidos desde adentro a darle un gran abrazo.
—Andamos
rápido —dijo el Ministro—. ¿Tiene listas las cositas?
—¿No
se apea la señora un ratito tan siquiera a tomar un fresco? —preguntó el Juez—.
—No,
andamos apuraditos —dijo el Ministro y sonrió—. ¿Tiene listas las cositas?
—Y
entonces entre el Juez y el chofer cargaron en la valijera las cajas de
plátanos, el saco de elotes, papayas, naranjas, las cabezas de bananos—.
—Pero
no es posible que no se sienten un ratito adentro, que se desentuma la señora
—suplicaba el Juez amablemente—.
—Otro
día; otro día, amigo; tenemos que estar temprano en Managua —replicó el
Ministro, dándole unas palmadas grotescas en la espalda y riéndose—. Gracias
por todo, ya sé que todo lo lleva a las mil maravillas Usted aquí, allá tenemos
muy buenos informes suyos.
El
chofer llegó y le dijo al Ministro: “Dice la Señora que se aligere’’. Y el
Ministro se volvió para su camioneta muy orondo y adentro lo esperaba su señora
de anteojos obscuros y fastidiada. La camioneta arrancó nuevamente y el Juez se
quedó en la acera inflado en las alabanzas y en la deferencia del Sr. Ministro
al bajarse.
Ya
viste pues —le dijo—. Eso es el poder. A uno lo toman en cuenta.
“Eso
es el poder”, asintió varias veces ababosado y cuando la camioneta se fue dejando
unas nubes de polvo pensaba que algún día ya no sería sólo secretario sino que
iba a manejar el poder a las mil maravillas, así como el Juez.
Masatepe, 1963
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