26 de agosto de 2012

El Gran Capricho

Arquímedes González

- No voy a trabajar -, anunció el marido.

La mujer, pensando que era broma porque gastaba una que otra cada día, no hizo caso y se preparó para salir. Vió su reloj. Eran las siete en punto de la mañana.

Cuando estaba perfumada, polvoreada y pintarrajeada, volvió al cuarto. Lo encontró tendido en la cama sobre las sábanas recién dobladas con zapatos y vestido, los ojos cerrados y tres botones de la camisa sueltos.

La mujer fue a la cocina. Ordenó a la criada lo que debía preparar para la cena, rogó limpiar el inodoro con cloro, pulir el fondo con el cepillo, no lavar la ropa con detergente porque la estropeaba, fregar los platos, dejarlos escurrir y secarlos con las servilletas descartables, sacar la basura e hizo énfasis en limpiar las ventanas, pues al regresar las encontraba mugrosas.

Desesperada, se asomó al umbral y con las manos en las caderas, ordenó:

- ¡Levantate perezoso!

Pero él no se movió. La mujer fue hacia la cama, se inclinó y le dio un empujón gritándole:

- ¡Son más de las siete!

Dando tiempo a terminar la farsa, salió, buscó la cartera, sacó la llave del vehículo y se arrimó golpeando tres veces la puerta con la punta metálica.

Reprendió molesta:

- Si no querés trabajar, es tu problema. Sos dueño de quedarte en la cama pero deberías llamar a la oficina para que no te esperen.

Taconeó insistente apoyada en el marco de la puerta, los brazos cruzados presionando la cartera en el pecho, la mirada agria y los labios contraídos. La criada, temiendo la tormenta, escapó a la cocina y se ocupó de los trastos sucios.

La esposa desesperada, dio media vuelta, fue a la cocina, esquivó a la sirvienta, sacó un vaso, lo llenó de agua fría del congelador, bebió un largo sorbo, respiró profundo, lo dejó en la mesa y volvió al cuarto.

En esos minutos el hombre como sintiendo que ella se había apartado, abrió el paquete de cigarros recuperado del bolsillo trasero del pantalón - tenía otro más escondido bajo la almohada -, extrajo uno y lo encendió dando largas chupadas, tirando las cenizas al suelo.

- ¡Te he dicho que no fumés… y menos en el cuarto! -, gruñó la mujer cuando regresó y lo descubrió.

Furiosa, se acercó y trató de quitarle el cigarro, pero él dio la espalda. Aspiró el humo y alejó la colilla más allá de su alcance. Rabiosa, lo golpeó con la cartera. El esposo se volvió y le gritó:

- ¡Arpía!, ¡Andate a la mierda!

Otra vez salió o más bien, esta vez huyó del cuarto, fue al sanitario, se encerró y lloró pasmada por la inesperada reacción del esposo. De su cartera sacó pañuelos descartables y se sonó la nariz. Asomó al espejo, confirmó el daño del maquillaje y se lamentó de lo que tardaría en retocarlo.

En el momento que la mujer reparaba el desastre, el esposo se levantó, cerró bajo llave la puerta del cuarto, volvió a la cama y encendió otro cigarrillo.

Cuando la esposa apareció en el pasillo, tenía la expresión satisfecha de haber recuperado el control y el retoque. Al descubrir la puerta del cuarto cerrada, oprimió el pañuelo en su mano derecha y lo tiró transformado en una deforme bola. No lo podía creer. Era el colmo. La empleada, que había visto la mutación del rostro, desempolvaba los muebles y trataba de hacerse invisible para evitar lo que se venía.

La patrona pasó a su lado sin verla, fue al teléfono y apurada, marcó.

- Vení ya, tu papá no quiere ir a trabajar -, ordenó en tono inaplazable.

Colgó y pareció recordar la presencia de la empleada mandándola a preparar té de manzanilla. Se sentó en la mecedora, cruzó las piernas, abrió la ventana y vio a la calle con los brazos cruzados balanceando su cabeza con expresión colérica.

Pasaron los minutos, se escuchó la bocina y vio detenerse el carro azul de la hija. La empleada corrió a abrir y entró la hija del hombre que, refugiado en el cuarto, encendía su quinto cigarrillo. La chica vestía jeans y camisa ligera. El cabello suelto recién lavado, brillaba como alquitrán. Una argolla de oro colgaba en la muñeca izquierda y en la derecha, un diminuto reloj.

Su madre estaba enojada y asustada pero parecía más asustada que enojada. El hombre, jamás, en treinta años se había ausentado un solo día del trabajo. Incluso, cuando padecía dolores de oído, había insistido en ir. Más aún, al morir su madre y su padre, no pidió días libres. Más bien, se excusó mucho tener que ausentarse por los funerales y entierros. Lo peor de este inexplicable comportamiento, era el trato tan bochornoso que le había dado frente a la empleada.

Explicó lo sucedido y la hija atravesó sin apuro la sala, pasó por la cocina, el comedor, la sala de lectura y llegó a la puerta cerrada. Consultó el reloj. Eran las ocho menos cuarto de la mañana.

Golpeó pero el hombre no abrió.

- Papá, soy yo…-, se anunció.

Desconcertada, insistió y al no recibir respuesta, preguntó:

- ¿Decime qué pasa…?

Nada. Tanteó el pestillo, estaba bajo llave y no se atrevió a forzarlo. Volvió a tocar, esta vez enérgica con los nudillos. La madre se acercó refunfuñando:

- Puros caprichos de viejo chocho -, remató, con los brazos cruzados en el pecho.

El hombre fumando, escuchó las palabras. Repitió “capricho” y no, no era un capricho. No quería volver al trabajo. No estaba enfadado ni desanimado, más bien, resignado. Dijo: “Viejo”. ¡Ah!, vieja será tu abuela pero en verdad, demasiado viejo para aguantar abusos y “chocho”, ah no, eso no, a los “chochos” los botan en el asilo, se defendió.

La joven al no escuchar respuesta, pensaba en un infarto o algo por el estilo, pero le llegó el aroma del tabaco. Recuperó el ánimo y rogó a la puerta:

- Por lo menos podrías contestar…

La empleada, de reojo, seguía la escena de la indignada mujer y la preocupada hija, también extrañada porque el patrón no padecía de rabietas, más bien, tenía buen ánimo dando bromas, enamorándola, tratando de cogerle el trasero y ella le gritaba: “¡Cochino!” Y ahí terminaba el juego.

- ¡Papá!… Sé que estás fumando… Abrí para que hablemos -, pidió la hija que acarició la puerta como si fuera la mejilla del padre.

- ¡Dejate de mierdas y abrí la puertaaaa! -, rugió la esposa que protegida y respaldada respingaba la nariz y empurraba la boca viendo en el reloj que faltaban siete minutos para las ocho.

La hija le hizo señas de callarse dando manotazos al aire como si soplara. La mamá se alejó ofuscada, atravesó el lugar y se sentó de nuevo en la mecedora. Recordó el té en la mesa y lo sorbió quemándose la garganta.

La hija volvió y de pie, le preguntó:

- ¿Pelearon?

La madre negó con la cabeza y retorció los ojos.

- ¿Y quién le dio los cigarros?-, volvió a consultar.

Llamaron a la empleada.

- ¡Maríaaaa!

En cuanto llegó, sabía lo que le esperaba. La interrogaron y confesó: El “señor” guarecido en el cuarto, le ordenó cuando “la señora” se bañaba, comprar dos paquetes de cigarrillos y un encendedor.

- ¡Te he dicho que no lo hagás!-, amonestó la patrona.

La empleada bajó la vista, encogió los hombros y nerviosa, se jaló los dedos. La regañó un rato más y procurando mantener su clase alta, le ordenó lo más elegante posible se apartara de su vista y la sirvienta dejó a las dos mujeres que, en la sala, aún no sabían qué hacer con el obstinado hombre metido en el cuarto.

De pronto, la madre, como si tuviera resortes en las piernas, saltó.

- ¡Ya estoy harta!-, gritó. Fue a la puerta donde paró en seco y sentenció:

- Si no salís, juro que llamo a tu jefe.

La hija se arrimó y le susurró:

- ¿Y si no abre? Tengo que ir a la universidad y vos al trabajo…

Escucharon el chasquido del encendedor y olieron el fuerte aroma del humo de tabaco.

- ¡Sos un desgraciado!-, reprendió la esposa más allá de la rabia.

Fue a la sala, tomó el teléfono y marcó. Consultó el reloj. Faltaban tres minutos para las ocho. En ese mismo instante, la hija insistió en la puerta tocando, casi mimando la madera con sus largas uñas:



- Papi, papito, acordate del infarto … Te ordenaron dejar de fumar…-, suplicó dulcificando la voz.

La madre esperó que la telefonista de la planta pasara la llamada a la extensión. Escuchó la melodía de fondo y un “espere que tiene la línea ocupada”, de nuevo la música y finalmente, la voz del jefe del esposo.

- ¿Aló?

- Buenos días - dijo con voz inofensiva— ¿Cómo está?

- Buenos días... Bien, ¿Quién habla?

- La señora de Gutiérrez.

- Ah, señora Gutiérrez, ¿En qué puedo servirle?… Su esposo aún no llega… Debe estar atascado en el tráfico.

- No, está aquí.

- ¿Enfermo?

- No, no quiere ir a trabajar.

Silencio. No escuchaba respuesta. Pasaron varios segundos y el hombre habló:

- Ah, debe ser por lo de la silla …

Esta vez fue ella que enmudeció.

- Es que ayer abandonó sus labores porque no encontró su silla. Me acusó que lo quería despedir, pero le expliqué que las están reparando. Se enojó mucho… Creí que estaba claro. Ayer mismo la trajeron.

- Le diré -, aseguró la mujer.

- Disculpe. Muchas gracias.

La hija la vio avanzar. Tenía el rostro muy enfadado. De nuevo acomodó sus brazos en el pecho resaltando sus senos y sermoneó a la puerta como si fuera el hombre que fumaba dentro del cuarto.

- ¡Sos un grandísimo caprichoso!, dice tu jefecito que ya tenés tu estúpida sillita intocable. Salí porque son más de las ocho.

Por fin, el hombre habló tras la puerta:

- De todas formas, me van a despedir …

La mujer y la hija se miraron confundidas oliendo el humo del nuevo cigarro. Consultaron sus relojes. Uno marcaba las ocho en punto y el otro, tres minutos más tarde.

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