26 de agosto de 2012

Quiero tomarte la mano (I want to hold your hand)

Ángela Saballos

Dulce era la sonrisa de Xiomara Argüello a sus quince años y como no tenía otra, dulce fue su sonrisa ante las frías palabras de June Taylor espetadas en inglés, idioma que Xiomara empezaba a aprender ese mes en una escuela especializada.

“No le entiendo, perdone”, se excusó Xiomara, sonriendo de nuevo y continuó cantando en inglés con su pesado acento centroamericano.

Una vez más June Taylor le gritó a Xiomara y ésta, asombrada ante la situación y sin saber qué hacer, volvió a sonreír y a cantar. Pero la expresión de odio de June, hizo que Xiomara se alertara y esquivara con rapidez inusitada el tijeretazo que ésta le lanzó directo a la cara. La siguiente vez no tuvo igual suerte.

El hecho sucedió en el interior de un bus que ambas habían abordado en una de las múltiples paradas previas a entrar en la calle Mission, en San Francisco, California, USA. Eran las tres de la tarde de un frío viernes de noviembre de 1964.

La escena anterior hubiese parecido una rencilla entre rivales, o entre pandilleras, pero no era así. La dulce sonrisa de Xiomara era producto de su mimada vida de jovencita latinoamericana de padres enriquecidos. Para ella montarse en un autobús era una aventura pues la costumbre había sido, hasta hacía unas semanas en su Nicaragua natal, que su aya de muchos años la acompañara, sombrilla en mano, del colegio a su casa, de su casa al colegio. Si quería ir más largo, el chofer de su padre la trasladaba, siempre con su nana acompañándola, y la esperaba, sombrero al pecho, a que ella volviera a montarse al vehículo, mientras él cuidadosamente le cerraba la puerta.

Xiomara había vivido como princesa y se comportaba como tal. Ese día, por ejemplo, andaba con sus zapatitos de charol, sus costosas medias, vestido de seda cruda y abrigo. Todos eran marca Dior. Recién habían llegado de París, importados por Sacks Fifth Avenue, sucursal San Francisco, California. En esa tienda la habían maquillado al estilo Twiggy, la flaca modelo inglesa a la que todas querían imitar.

Junto a su prima Cassandra, Xiomara reía y reía sin adivinar que su alegría molestaba a June Taylor que enfurecía, cuadra tras cuadra, mientras la ciudad iba mostrando sus secretos.

En esta calle Mission, por ejemplo, Xiomara descubría lo distinto de un latinoamericano a otro. Todos hablaban español, pero sonaban diferente y comían diferente y además -que no se diera cuenta su mama porque llegaba a recogerla- decían unas palabrotas que quedaban doliendo los oídos y la conciencia. ¡Más de una vez ella se confesó ante el Padre José de La Jara de su Colegio La Asunción porque había escuchado a alguien en la calle diciendo malas palabras! Y ahora, ¡qué gente tan vulgar!

Pero lo que más le llamaba la atención a Xiomara era que Cassandra le había contado que muchos habitantes de San Francisco, no hablaban inglés a pesar de haber vivido en San Francisco, decenas de años. ¿Sería que a ella le pasaría lo mismo y que regresaría a su país con su español de siempre? Sólo tenía estos tres meses de vacaciones para aprender inglés.“¿Pero no ves que yo ya lo hablo? No te preocupés”, le decía Cassandra, que ahora, según Xiomara había descubierto, se llamaba “Cassy”.

Xiomara era bajita, blanquita, de cuerpo delgado y ojos risueños. Una de sus grandes preocupaciones era casarse pronto. La otra era impedir que alguien le quitara su virginidad y por eso contaba los segundos que el novio la besaba porque le habían dicho que de un beso podía salir embarazada. Y esto nunca. Así se lo había jurado a la Virgen de la Asunción.

Ansiosa, Xiomara hablaba y hablaba con Cassandra. “Estoy loca por casarme y ser madre, ¿no es eso lo que toca? Ayer me compré un par de zapatos de charol amarillo con un lazo de gros, que son una belleza, pero ahora tengo que buscar el vestido que le luzca. Creo que les luciría un talle princesa de seda cruda y un peinado de moña, así bien alta y con mucha laca para que no se caiga con el sudor cuando salga del carro con aire acondicionado de mi papá en Managua. Lo malo es que tocaría ir así el domingo a la misa de diez de la mañana y no creo que el pelo me dure hasta ese día, porque nosotras vamos al salón de belleza los viernes que es cuando mi mama tiene que arreglarse para su juego de cartas”, le contaba a Cassandra.

“A mí me encanta andar elegante con moña. Me parece lo máximo, pero la vaina es que a mi novio no le gustan las moñas porque dice que el pelo me queda tieso y no puede tocármelo. A mí me fascina complacerlo porque así debemos de ser las novias, dulces y cariñosas. ¡Ay! ¡Dije algo malo! Me parece que vaina es mala palabra. A mí no me agrada decir malas palabras, no sólo, las aborrezco porque son pecado y luego tengo que ir a confesarme”, continuaba Xiomara.

“Si hasta me pasó un problema. Madre Irene preguntó en clase que si alguien había besado alguna vez. Yo fui a única que levanté la mano para decir que sí. Cuando ella me acorraló para que le diera los detalles, le dije que yo había besado a mi papá. Ella estaba muy molesta conmigo. Pero la verdad es que es cierto, yo beso a mi papá todos los días. Le doy su besito en su frente. Es costumbre de la casa. Pero a mi novio no. Todavía no. Eso será cuando cumpla los dieciséis años. Mi mama dice que tampoco deje que me toque la mano, porque primero es la mano, luego el codo...y luego...Mi mama dice que los hombres son muy atrevidos y que por eso me cuida tanto. Bueno, me imagino que eso es lo que toca hacer. Ella es la que sabe. A mí me toca obedecer, ¿no es así?”, le preguntó a Cassandra.

Ambas primas reían y recordaban períodos de su niñez. Aunque tenían cuatro años de diferencia, habían crecido juntas y sólo se habían separado este año en que Cassandra había venido a San Francisco para iniciar sus estudios universitarios. Por tal razón, Cassandra ya conocía la ciudad y por esto se atrevía a guiar a Xiomara a esta zona en donde vivían los latinos. Ellas, por la capacidad económica de sus padres vivían en “las Avenidas”, como llamaban a esta parte de San Francisco en donde habitaban los anglosajones. Ahí, unos tíos de Cassandra eran sus tutores. Estos les habían prohibido acercarse a la calle Mission y también les habían hecho jurar que no irían a las calles Potrero, Divisadero, Ashbury Hights porque allí pululaban los hippies y los homosexuales y eso sí que era la perdición.

Pero ellas iban para allá. Un primo de Cassandra les había dicho que allí podían comprarse unos aretes y collares hechos por artistas y que además el poeta Allan Ginsberg tenía un recital esa tarde al que también acudiría Mario Savio, del Movimiento de Libertad de Expresión de la Universidad de Berkeley.

A Cassandra le interesaba toda esta actividad. Había llegado a San Francisco apenas el día anterior que asesinaran al Presidente John Kennedy el 22 de noviembre de 1963. Lo había visto por televisión. Y mientras por la pantalla repetían una y otra vez cómo había ocurrido el magnicidio, de pronto, ante sus ojos sucedió de nuevo un asesinato: llevaban al asesino de Kennedy y en el alboroto, un tipo se acercó y le asestó unos sonoros balazos a quemarropa.

Lee Oswald, a quien habían atrapado como culpable de la muerte de Kennedy, ¡fue ultimado ante los ojos del mundo! “Ya ven, están haciendo lo mismo que pasó en Nicaragua cuando al dictador Somoza lo mató Rigoberto López Pérez y a quien de inmediato acribillaron los somocistas”, decía Cassandra, “aquí y allá matan igual”.

Ahora en Estados Unidos, Cassandra veía unos días de mucha protesta y marchas por la segregación entre negros y blancos. Estaban peleando por la firma del Civil Rights Act. También ya se quemaban las tarjetas de reclutamiento. Los jóvenes no querían ir a la guerra de Viet Nam. Los hippies pregonaban que había que hacer el amor y no la guerra. Usaban marihuana y LSD y había comunidades en las que vivían todas con todos. “Es el amor libre”, decía el primo. Esto era sorprendente para Cassandra y aún más lo era para Xiomara que insistía en ver con sus propios ojos todo lo que pasaba.

“¡Ah, de eso, yo no me pierdo, quiero ver lo que hacen!”, decía Xiomara, “pero no quiero probar el LSD porque ya he visto varios amigos que no están bien. Tampoco la marihuana, porque veo que se ríen mucho. ¡Si yo ni sé fumar! Y no quiero aprender porque se ponen los dientes manchados. ¡Pero quiero ver lo que hacen!”

Una de las novedades más esperadas del ambiente en San Francisco era un concierto de esos fenómenos musicales ingleses, los Beatles que llegaban pronto a la ciudad. Cassandra y Xiomara ya habían comprado sus entradas para la ocasión y día y noche practicaban las canciones que escucharían para corear a sus ídolos en la gran presentación. Por eso, mientras viajaba en el bus con Cassandra, sin saber lo que decía, Xiomara cantaba “I want to hold your hand”, y al igual que los Beatles, movía la cabeza y el pelo siguiendo el compás de su propia voz.

Esto fue lo que escuchó Tommy Sands, alto y musculoso. Sonriente, se levantó de su puesto y se dirigió a Xiomara. Desde su silla y viendo por medio del espejo retrovisor, el conductor del autobús ordenó a Tommy que se regresara a su asiento.

Tommy continuaba avanzando. El chofer detuvo el bus e insistió: “¡Para atrás!” Xiomara seguía cantando y viendo hacia el busero y hacia Tommy Sands quien azareado, regresó a su lugar ante el imponente tono del conductor del bus. Ese debe haber sido el momento de rabia profunda de June Taylor, porque ni ella, ni Jean Dixon, ni Celeste Helms o Phineas T. Parker, que la acompañaban en esa sección trasera del autobús, podían cruzar esa frontera milagrosa entre su tono de chocolate oscuro y la alabastrina piel de Xiomara o la pálida de Cassandra, que les permitiría a ambas sentarse en las filas delanteras.

“¡Mexicans!”, gritó June Taylor con su cara descompuesta por el resentimiento. Dio ese primer golpe que Xiomara esquivó. Su segundo impulso fue contundente: la yugular de Xiomara se abrió ante la tijera empujada por la fuerte mano de June, una costurera que había sido cesanteada esa misma tarde.

Había sucedido en segundos.

El suelo del bus se fue inundando de la sangre de Xiomara quien con cara asustada yacía en el pasillo, pringados sus primorosos zapatos, su adorable vestido, su costoso abrigo, sus zarcillos de moda, toda ella marcada para siempre por June Taylor, una ciudadana norteamericana que en ese tiempo tenía que montarse en la parte trasera de los buses de su país, mientras los extranjeros, los morenos visitantes latinoamericanos, iban en los asientos de adelante.

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