26 de agosto de 2012

Eva

Edwin Sánchez

Hembra. Era el término que mejor la describía. Elvira cabía a la perfección en toda la extensión de esa palabra. Podría también festejar su figura con el vocablo de varona. Mejor, Elvira era toda una Eva, critura del Paraíso, del orden del homo sapiens en línea directa de la costilla de Adán, sin pasar en las toscas afirmaciones del profesor Cro Magnon, surgido, sólo él sabe, de alguna caverna, colocado en cadena recta alguna vez interrumpida, de los fósiles encontrados en Francia, digno cazador de mamuts, y mientras percutía la obsidiana para su hacha de mano, poco podía hacer, salvo su presencia, para que nos tragáramos la teología de la evolución, si adelante, en primera fila, como prueba ardiente, categórica de la Creación, estaba ella: quizás nuestro primer pecado verdaderamente original.

Elvira era una moderna Eva que con su lúcido verbo y porte Evaporaba las lecciones del profesor Cro Magnon, que casi ya lo mirábamos pulir osamentas de brontosaurios para fabricar arpones y frotar madera para encender el fuego; pero Elvira calentaba a todos sin necesidad de recurrir a la tecnología de punta de pedernal más avanzada del paleolítico inferior del que hacía gala el teacher, sobre todo de perfil, porque de momento, ella llegaba a monumento; por eso se hacía imposible tener un jade de fe a la quijada no del profe, sino de un su pariente lejano que él se esmeraba en presentar como evidencia, cuando nosotros contábamos con la Evadencia perfecta de que ninguna selección, por muy natural que fuese, terminaría construyendo por sí sola un ser coronado de hermosura: ¿acaso es creíble que lo más delicado, inteligente y bello del ser humano resulte de una larguísima y salvaje competencia a muerte por conquistar los recursos necesarios para la sobrevivencia, en vez de los 41 elementos químicos del barro que ocupó Dios para modelar la vida del hombre a su imagen y semejanza?

El profesor Cro Magnon estaba convencidísimo de lo que decían los científicos, quienes a través del cráneo de cualquier mico podían ver a los primeros antropomorfos, peludos, encorvados, casi bajando de los árboles, con sonidos pedregosos como incipiente forma de dar órdenes, y señalaba con reverencia la mandíbula y un peroné como reliquias de la vetusta teología académica. Sí, eran de venerar, como los restos mortales de algún santo de los enterrados en Roma; persignarse si era posible, arrodillarse ya no digamos, porque las clases de prehistoria estaban forradas de estos artículos de fe: Adán es un mito, Eva peor, el Paraíso ya no digamos, y la Biblia un relato-nacional-hebreo-folclórico-sionista. Lo verdadero y moderno era Charles Darwin, profeta de los simios, su hijo Lord Tarzán y Jorge Luis Borges, santo profano de media docena de monos, que provistos de computadoras con las aplicaciones más avanzadas del Silicon Valley “producirán en unas cuantas eternidades todos los libros que contiene el British Museum”.

Pero Eva llegaba temprano a clases para no perderse los dogmas del profesor Cro Magnon, y era lo que no entendíamos; porque el maestro estaba más seguro de lo que murmuraba, para él, la desdentada mandíbula de su tío abuelo que ya no logró bajar del árbol… genealógico, que de la bárbara elocuencia de aquel espléndido género humano, pues era difícil para todos asumir la fe de monje alucinado del teacher: cómo de un torpe mamífero, peludo, gutural y salvaje -aun con todas las cuentas sacras del rosario de imágenes desde el Australopithecus hasta el Loropithecus, encargado del credo darwinceno-, enderezado a la fuerza en las academias decimonónicas, pudiera provenir una hembra como Elvira, Eva, viviente, varona, mujer, a la que perdimos de vista en el último semestre, sin seguirle la pista de su evolución y en qué quedarían sus bien formadas, no vayan a pensar mal, tesis de entonces, porque se fue y no supimos de ella sino tiempo después...

En la sala de la universidad, Elvira, rodeada de hombres de ciencias, llegaba a exponer su, para variar, monografía. Estaba invitado a su presentación, a la que asistí por el puro gusto de encontrarme de nuevo en el filo de la exquisita contradicción generada por ella misma en medio de los apologistas más pentecostales de la evolución. Pensé que al cabo de los años, nuestra tempranísima e irrefutable síntesis empírica contra el naturalista inglés llegaría decidida a asumir lo que en realidad le sobraba: ser la encantadora sentencia final contra la religión de nuestro homínido docente.

Ahí estaba la más solvente obra maestra de la Creación sobre la faz de la Tierra, que mostraba una por una, ¡oh, Dios mío!, ¿qué pasa?, las gráficas oportunas de aquel eslabón que podría explicar, sin recurrir mucho a la poesía científica, de dónde provenía la humanidad. Me asusté por sus afirmaciones, aunque hacía tiempo la gente prefería mejor las mentiras bien hechas que las verdades mal contadas. Mantenía su fresco semblante y seguía siendo hembra en todo lo que cupiera de imaginación en esa palabra. Eva, Elvira, varona, criatura viviente, razonaba sobre la relación íntima entre el medio y la necesidad del ser. Desempacó la teoría de Lamarck, la función crea el órgano y la herencia fija el cambio en los descendientes. En ese orden, el origen del hombre sería el pensamiento de los monos. Eva, Elvira, varona, escultura del Paraíso, criatura máxima de la primera página del Génesis, había mordido la manzana prohibida ofrecida con devota paciencia por el sapiente, que, demostrado quedaría, no se anduvo por las ramas.

Al terminar, en medio de ovaciones y cáscaras de banano del examen, vi, en primera fila, al viejo profesor Cro Magnon asintiendo con un ya familiar movimiento de quijada, lo que decía su prehistórica pupila. Al lado del teacher también tres monitos movían la jupa y aplaudían a mamá.

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