26 de agosto de 2012

La adicción

Manuel Obregón S.

La adicción por los estupefacientes es un problema de salud pública. No es solamente de seguridad, sino que cae en la responsabilidad del Estado neutralizar sus efectos, que atacan, principalmente, a nuestra juventud. Esta amenaza no es la única: el juego de azar, la corrupción política, la trata de blancas, la pedofilia, la deificación de los conflictos, la dependencia de energías no renovables, la depredación del medio ambiente, y tantos otros apegos de la vida moderna, incluida la adicción a la televisión, al móvil y a la internet. Los humanos somos animales que siempre creamos dependencias, sea que vengan del medio que nos rodea o las que nosotros mismos inventamos.

No todas, afortunadamente, son negativas, aunque un buen amigo decía que era una desgracia que todas las cosas ricas, o engordan o son pecados.

La verdad que hay otras variantes que quedan en el limbo, la automedicación y la lectura, por ejemplo. La primera alivia si la sabemos aplicar y la segunda nos purifica, siempre que no exageremos la nota, como don Quijote, que enloqueció por abusar de la lectura de los libros de caballería. Esto último es un decir, nadie pierde la razón por leer novelas al menos que ya esté propenso a confundir la realidad con la ficción. Que en el fondo no es cosa fácil, basta mirar a nuestro alrededor y darnos cuenta de que si el mundo está al revés, y que en muchos casos, no lo parece, sino que verdaderamente lo está, entonces los polos se nos invierten y en vez de que los trenes corran hacia el norte los trenes corren hacia el sur. Y que esto no es una simple metáfora.

Que eso de que somos seres de razón no está totalmente demostrado, si así fuese no habría conflictos en los cuales, no es una vida la cegada, sino millones. Que eso de que debe haber seguridad alimentaria está sólo en los libros, sino, quién alivia las muertes por hambre o la mortalidad infantil que año a año, suman, millones de víctimas. Ya no digamos que la democracia es el gobierno del, por y para el pueblo, que eso también sólo está en los libros. La verdad, como dice la canción, es para que te asombres.

Bueno, pero yo les quería hablar de ciertas adicciones por la lectura, que son, inevitables. Desde que leí El Quijote juré que no dejaría esa droga aun a riesgo de creer que los molinos son gigantes y que los carneros ejércitos. Y que me ha ayudado bastante a entender, seguro que sí, a través de la ficción, esa dura y cruda realidad en la que vivimos. A esa primera dosis que probé se le han sumado muchas.

Kafka me ha enseñado que un escarabajo aunque no pueda incorporarse y luche por voltearse [esfuerzo que puede tomar toda una vida] vale más que los falsos héroes de la vida castrense o del servicio civil, ya no digamos las mentiras institucionalizadas que se fraguan desde el púlpito o la tribuna. La alegría de vivir se la debo a un poeta: Walt Whitman, que se identifica con el hombre llano, sencillo, de la ciudad o del campo. La ironía, a un Bernard Shaw, a un Sinclair Lewis; el miedo a la muerte a un Faulkner.

A Ulises de J. Joyce el temple del carácter para sobrevivir en la extravagancia del mundo moderno. A Pedro Páramo de Juan Rulfo mi identificación con el mundo onírico que me lleva a mis antepasados. Los sigo viendo sentados a la mesa a la hora del almuerzo, ellos también nos acompañan, en la vida y en los sueños. A nuestro querido Rubén, el ejemplo de estoicismo de soportar una vida, que le dio más dolores que merecimientos, y la valiente determinación de desarrollar un talento autodidacta en un medio, tan pobre, como el nuestro.

Todo esto tiene una virtud, la lista es inagotable, y así puedo asegurarme que los libros, los que me gustan, afortunadamente, siempre estarán disponibles.

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