26 de agosto de 2012

La noche que maté al Cadejo

Luis Núñez Salmerón

Allá por noviembre de 1979 tuve que viajar, de manera súbita, a Puerto Cabezas a desarrollar alguna función que tenía que ver con mi desempeño como Oficial del Ministerio del Interior.

Debido a que arribé temprano en la tarde pude completar parte del trabajo que llevaba encomendado; por lo que pedí que me llevaran a la “pensión” donde pernoctaría. Esta no era más que un simple cuarto compuesto por cuatro paredes de madera mal cortada. Nada fuera de lo usual para un lugar como Puerto Cabezas.

Habiendo solucionado lo anterior, decidí caminar por las calles del pueblo para conocer, pues tenía la impresión que regresaría pronto a esa parte escondida de Nicaragua.

Fue así que conocí a un grupo de Cooperantes de ambos sexos de República Dominicana. Estos me invitaron a unirme a ellos en una tertulia que efectuarían en la playa esa noche, con una previa visita a la “discoteque” llamada Hongo Jack.

Llegué puntual (después de todo, era militar). La velada en la “disco” se llevó a cabo muy alegremente. Un par de horas más tarde, ya obscuro, nos fuimos a la playa donde entre recitales a la naciente revolución y odas a Sandino, Carlos Fonseca y otros, se empezaron a relatar cuentos de miedo.

Los dominicanos hicieron lo suyo. Vocalizaron lo mejor de sus leyendas. Un par de nicas que integraban el grupo no se quedaron atrás y sacaron a relucir a la Carreta Náhuatl, El Caballo de Arrechavala, La Mujer sin Cabeza y el ya famoso CADEJO.

Éste último desató una polémica sobre su existencia y la veracidad de las dos “versiones”. El Cadejo blanco y el negro. Cada quién decía lo mucho o poco que sabía sobre este ser enigmático o sus experiencias con el mismo.

Ya entrada la madrugada se disolvió la tertulia en cuestión y cada individuo buscó su camino. Los dominicanos, por ser miembros de una misma unidad médica, tomaron rumbo al hospital. Los dos nicas se fueron por otro norte pues vivían aparte. Yo, con muchas dudas sobre la dirección en que quedaba la pocilga que las haría de hotel esa noche, empecé a caminar sólo por las desérticas calles de Puerto Cabezas.

En aquellos años el alumbrado público era más sueño que realidad. La mayor parte de sus calles eran iluminadas por el resplandor de la luna, – y como suele decir don Pancho Madrigal – “Esa noche, era de luna llena”.

Sin tener con quién hablar sobre la velada tan interesante, me vi obligado a recordar esos alegres momentos, lo cual me llevó, forzosamente, a recordar las narraciones sobre nuestro seres mitológicos. La Carreta Náhuatl, EL Caballo de Arrecahavala, la Mujer sin cabeza, y el CADEJO.

Conociendo lo que se dice sobre este animal. Que supuestamente asusta a los trasnochadores y mujeriegos, no pude evitar reconocer que yo caía en una de esas clasificaciones (la primera); por lo tanto, quizás sin querer, voltié a ver sobre mi hombro. Por si las dudas.

A los pocos minutos, a escasos pasos de dar vuelta en una esquina que me llevaría al “hotel”, mi sexto sentido, ese en el que he confiado a ciegas cuando se activa, y que NUNCA me ha engañado, me avisó sobre “algo”. Todavía, mientras escribo esto, se me erizan los pelos al revivir esa noche. Yo, solitario en un pueblo perdido de Nicaragua, únicamente acompañado por la luna llena y por mi sexto sentido. Incluso, creo recordar que me detuve por unos segundo, dudando si debería o no doblar esa esquina.

Decidí que no podía tomar otras calles sin correr el riesgo de perderme. Por lo tanto saqué de mi cintura la pistola marca Llama, calibre 9mm que portaba, la puse “bala en boca” y caminé. Caminaba y recordaba: La Carreta Náhuatl, El Caballo de Arrechavala… el Cadejo.

Continué por el centro de la calle; tal cómo siempre hacía en ocasiones similares. Viene a mi memoria que en esa cuadra había dos o tres casas cuyas palúdicas bujías hacían de alumbrado público. Había caminado aproximadamente 25 varas cuando de repente, de un solar vacío cubierto por altos árboles de quién sabe qué, sentí un movimiento pesado que salía del mismo. Inmediatamente giré mi cabeza y pude ver que hacia mí se dirigía un “bulto” obscuro, grande, muy grande. Recuerdo haber sentido una especie de corriente eléctrica que me recorrió desde las piernas hasta los hombros. De repente sentí frío intenso en mis brazos.

Todo eso mientras el “bulto” continuaba pesadamente hacia mí. Fue ahí cuando mi instinto de supervivencia reaccionó. Di un salto quantum hacia una pared de la próxima casa mientras levantaba mi brazo derecho en la que portaba la pistola y sin apuntar descargué mi furia y susto en cuatro o cinco disparos con las certeza de que había pegado.

Efectivamente; sentí que el ente se desplomaba. Yo confiaba en mi puntería. En su viaje hacia el suelo y hacia el Infierno creí escuchar un quejido ¿o habrá sido mugido? Me pregunté en aquellos segundos ¿Será que el famoso Cadejo es un familiar extraviado del Minotauro? Seguro de mi victoria me acerqué con cautela. Llegué a unos 10 pies de distancia y logré verle. Fue en ese momento cuando noté con horror que me había “enjaranado” con una vaca.

En el preciso momento en que el semoviente expiraba, salían de la casa tres machetes con sus respectivos dueños, más un Arcabuz probablemente abandonado por algún traficante de esclavos del siglo antepasado, cargado por los brazos de alguien.

Aparte de les excusas obligadas del caso me comprometí, debido a mi posición de responsabilidad en el MINT, a enviar desde Managua una cantidad no recordada de dinero como pago por el “asesinato” del Cadejo. En esa ocasión aprendí a no escuchar más esos cuentos de caminos, por lo menos mientras yo anduviera armado. Eso sí. Me cuentan que desde entonces el Cadejo ya no asusta en Puerto Cabezas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario