8 de abril de 2013

El general


Mario Cajina Vega

Reunió otra vez a la vieja tropa; vio sus figuras casi como erguidas y sumisas, los rostros de antiguo arrojo bélico cuyas arrugas parecían más surco de lágrimas que cicatrices de pelea, los brazos que no lograban llevar la mano al sombrero con la divisa partidista ahora de color flojo, y el montón de rifles desenterrados que los esperaba.

Cuarentipico de años de combates juntos, a veces como ejército del Gobierno y otras veces, las más, como columnas rebeldes cruzando el país de selva a selva. Fieles, capaces de morir vivando al caudillo; los ojos catarotosos se animaron un poco. Usted manda, General.

Los saludó a todos, de uno en uno, por su nombre, preguntándoles por la familia (algún hijo había caído al lado del padre, algún nieto trabajaba en la capital), la milpa, los vecinos, los decires; de cuatrocientos que acudirían para crecer luego en cuatro mil, hoy se presentaban sólo veintisiete.

Se metió al cuarto de la casa hacienda; por las ventanas llegaba el bramar del toro con el balido de las vacas en el corral y por los corredores se dispersaban sobriamente los veteranos de antaño. El tiro de gracia sonó tras la puerta.

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