Mario Cajina Vega
Reunió
otra vez a la vieja tropa; vio sus figuras casi como erguidas y sumisas, los
rostros de antiguo arrojo bélico cuyas arrugas parecían más surco de lágrimas
que cicatrices de pelea, los brazos que no lograban llevar la mano al sombrero
con la divisa partidista ahora de color flojo, y el montón de rifles
desenterrados que los esperaba.
Cuarentipico
de años de combates juntos, a veces como ejército del Gobierno y otras veces,
las más, como columnas rebeldes cruzando el país de selva a selva. Fieles, capaces
de morir vivando al caudillo; los ojos catarotosos se animaron un poco. Usted
manda, General.
Los
saludó a todos, de uno en uno, por su nombre, preguntándoles por la familia
(algún hijo había caído al lado del padre, algún nieto trabajaba en la capital),
la milpa, los vecinos, los decires; de cuatrocientos que acudirían para crecer
luego en cuatro mil, hoy se presentaban sólo veintisiete.
Se metió al cuarto de la casa hacienda; por las ventanas llegaba el bramar del toro con el balido de las vacas en el corral y por los corredores se dispersaban sobriamente los veteranos de antaño. El tiro de gracia sonó tras la puerta.
Se metió al cuarto de la casa hacienda; por las ventanas llegaba el bramar del toro con el balido de las vacas en el corral y por los corredores se dispersaban sobriamente los veteranos de antaño. El tiro de gracia sonó tras la puerta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario