Alejandro Bravo
Comprando
frutas estaba en el Roberto Huembes, el más grande mercado bajo techo de
Managua, cuando la vi pasar. No podría decir si era rubia o morena, ya no me
acuerdo. Era delgada, eso sí, con un caminado sensual, como de felino, con una
majestuosa dignidad, con un garbo de modelo bien pagada que desfila en la
pasarela haciendo que la ropa se vea elegante sobre su cuerpo, sin inmutarse
por los cientos de falsees que se disparan a su paso. Así iba ella por las callejuelas
internas del mercado, con un plato de comida en la mano, saludando a las otras
vendedoras que tratan de amorcito al cliente y le ofertan todas las frutas que
el trópico puede ofrecer en esos días. Digo que ella era vendedora por la
familiaridad con que trataba a las otras mujeres y por un delantal que creo,
llevaba puesto.
Tenía
algo de magia en sus ojos. Un sólo momento los vi y fue como el deslumbramiento
que produce la contemplación de un relámpago en la pupila del que lo mira.
Había algo antiguo en ellos. Tan ancestral como la existencia de los mercados
mismos. En ella sentí la fragancia del sándalo que exhalaban algunas
callejuelas del zoco de Basora. Al asomarme en sus pupilas percibí la algarabía
del mercado de Samarcanda al pasar las caravanas que convergían en la Ruta de
la Seda. La vistosa alegría de las ferias medievales de Flandes donde se
vendían telas, armaduras y alimentos. Vi el místico trueque de los tiangues:
Tlatelolco, Sutiava, Jalteva, el mundo entero un enorme tiangue donde se intercambia
por necesidad, con respeto por la Madre Tierra que nos sustenta y no por amor
al dinero, no para atesorar el refulgente oro, cambiando flores por vestidos,
pájaros por frutas, pagando amor con amor.
Cuando
pasó el momento del fulgor, ella ya no estaba allí. El mercado había perdido la
magia. Sólo quedaba el pregón de las otras mujeres, sus conversaciones y sus
risas. Abandoné familia y estudios. Vivo en el mercado. Me gano la vida
cargando canastos y las compras de algunas señoras, con la esperanza de
volverla a encontrar. Escruto cada rostro que veo esperando que sea el suyo,
esperando que mis ojos vuelvan a deslumbrarse con la magia de sus pupilas. El
loquito del mercado me dicen.
12
de mayo, 1993.
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