12 de abril de 2013

La mujer del mercado


Alejandro Bravo

Comprando frutas estaba en el Roberto Huembes, el más grande mercado bajo techo de Managua, cuando la vi pasar. No podría decir si era rubia o morena, ya no me acuerdo. Era delgada, eso sí, con un caminado sensual, como de felino, con una majestuosa dignidad, con un garbo de modelo bien pagada que desfila en la pasarela haciendo que la ropa se vea elegante sobre su cuerpo, sin inmutarse por los cientos de falsees que se disparan a su paso. Así iba ella por las callejuelas internas del mercado, con un plato de comida en la mano, saludando a las otras vendedoras que tratan de amorcito al cliente y le ofertan todas las frutas que el trópico puede ofrecer en esos días. Digo que ella era vendedora por la familiaridad con que trataba a las otras mujeres y por un delantal que creo, llevaba puesto.

Tenía algo de magia en sus ojos. Un sólo momento los vi y fue como el deslumbramiento que produce la contemplación de un relámpago en la pupila del que lo mira. Había algo antiguo en ellos. Tan ancestral como la existencia de los mercados mismos. En ella sentí la fragancia del sándalo que exhalaban algunas callejuelas del zoco de Basora. Al asomarme en sus pupilas percibí la algarabía del mercado de Samarcanda al pasar las caravanas que convergían en la Ruta de la Seda. La vistosa alegría de las ferias medievales de Flandes donde se vendían telas, armaduras y alimentos. Vi el místico trueque de los tiangues: Tlatelolco, Sutiava, Jalteva, el mundo entero un enorme tiangue donde se intercambia por necesidad, con respeto por la Madre Tierra que nos sustenta y no por amor al dinero, no para atesorar el refulgente oro, cambiando flores por vestidos, pájaros por frutas, pagando amor con amor.

Cuando pasó el momento del fulgor, ella ya no estaba allí. El mercado había perdido la magia. Sólo quedaba el pregón de las otras mujeres, sus conversaciones y sus risas. Abandoné familia y estudios. Vivo en el mercado. Me gano la vida cargando canastos y las compras de algunas señoras, con la esperanza de volverla a encontrar. Escruto cada rostro que veo esperando que sea el suyo, esperando que mis ojos vuelvan a deslumbrarse con la magia de sus pupilas. El loquito del mercado me dicen.

12 de mayo, 1993.

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