Pedro Xavier Solís
Navegábamos sobre el Río Escondido. Aquella noche
el cielo estaba cubierto en un cuadrante completo por el famoso Cometa Halley,
que en su tránsito de siglo, en ese año 1910 amenazaba a nuestro planeta con un
descomunal choque, según debatían los astrónomos. Los periódicos estaban llenos
de historias estremecedoras acerca de lo que podía pasar a los habitantes de la
Tierra. A todos, a juzgar por el silencio que reinaba en el lanchón
revolucionario, nos dominaba seriamente el espectáculo del cometa, más incluso
que el de la guerra o las actividades clandestinas. Era otra cosa el cataclismo
global, la hora cero de la raza humana. Producía un temor reverente la
posibilidad de estar asistiendo al final de la historia.
Había conmigo gente de los que cultivan los campos
de Esqueno, Escolo, Eteono fragosa; los que moraban en Potosí, Ochomogo,
Mecatepe, Granada, ciudad bien construida; Malacatoya, Comalapa y la sacra
Cuapa; los que vivían en Esquipulas, Matagalpa herbosa y Sébaco; los señores
principales de Posoltega, Chichigalpa, Corinto; y pobladores de Pueblo Nuevo,
Quilalí, y Teotecacinte fronteriza.
En la ribera, los compañeros preparaban hogueras
para quemar la enorme cantidad de cadáveres. Los arreglaban en montones de dos
metros de altura, de veinticinco en veinticinco. Si un soldado muerto estaba
calzado, lo descalzaban y le arrancaban de un machetazo el talón, según me
explicaron, para que lo consumiera bien el fuego. Listas así las pilas, regadas
con kerosine, les prendieron fuego. Mi corazón estaba a cien latidos por
minuto, y acabó por emocionarme el olor casi insufrible a carne asada que se
levantó en las hogueras y se esparció por la atmósfera inmediata bajo la luz
especial de la Vía Láctea.
No pude menos que notar que un holocausto magnífico
sería el fin del mundo de estrellarse el Halley contra nosotros. Así le tocó a
los dinosaurios y así nos podría pasar esta noche en que las convicciones me
parecían profundamente vacuas y el sentido de la vida había perdido toda
consistencia. Sólo unas letras de mi amigo John R. Dos Passos, diciendo que la
cola de gases del cometa podría hacernos estornudar a todos y hacer fracasar la
revolución, me tranquilizaron por esa sorna tan característicamente humana. Y
me devolvió otro cielo: el de la apacible casa de mi infancia, a través de la
claraboya de un desván que ya no existe. Pues lo que dejará de existir
desasosiega, mientras que el pasado da templanza.
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