16 de abril de 2013

Las niñas Urbinas


Cuento de la vida real

Róger Fischer S.

Durante la Segunda Guerra Mundial, por razones familiares, yo vivía donde las “niñas Urbina” frente al Teatro Municipal. El teatro presentaba entonces comedias, zarzuelas y dramas. Más de una vez subí a su escenario vestido de charro mexicano, no por merecimientos artísticos, sino porque era el único niño que en León tenía traje de charro. Mi parlamento se limitaba a decir: “ No llores José Francisco tu mamá se va a curar”. Así comenzaba la obra allá en el Rancho Grande, filmada como película en México y cuya estrella principal fue Tito Guizar.

La casa de “las niñas Urbina” estaba bien situada, a 2 cuadras del Parque Central y detrás de la Iglesia de San Juan de Dios: Monasterio, hospital y hospicio en distintas épocas. Vecina cercana de aquella casa existía también una pulpería-cantina, donde los estudiantes universitarios y poetas de la ciudad, cantaban sus excesos líricos y alcohólicos mezclando su propia inspiración con las de Lino de Luna, Santiago Argüello, a veces José Santos Chocano, Juan de Dios Peza, Salomón de la Selva, Alfonso Cortés y casi siempre Darío. Voces y guitarras se confundían entre los clientes de la pulpería y los parroquianos de la cantina:... “Los caballos eran ágiles”... un real de queso... “los caballos eran fuertes”... tres huevos y una cuarta de manteca... “pobre mi vaquero”... dice mi papá que le mande dos puros chilcagres... “Es con voz de la Biblia o versos de Walt Whitman”... un huacal de frijoles... “y era una sola sombra larga”... déjate de chochadas pagá la ronda que pediste y andate... El dueño Pablo Lacayo despachaba incansablemente guaro y bocas; fósforos y tortillas; leche y cigarrillos; arroz y frijoles.

La casa de las “niñas Urbina” estaba bien situada, en la acera de enfrente y para el Río Chiquito una familia de apellido Gurdián, venida a manos, se sostenía por la venta de un estanco, ahí la clientela era distinta: guaro y jocote, piso de aserrín y a escupir a la calle. Frente a un talud de piedra, la casa era una esquina con poste al centro, gradas altas, ventanilla colonial y una pequeña cornisa, porque ahí ¡hasta el alero... era miserable! La dueña una buena mujer, madre de muchos hijos, cosía ajeno, buena parte del día y el resto, vendía aguardiente por litro y al detalle.

También cerca a las “niñas Urbina” estaba la casa de Carol Bristela, el ídolo leonés, encendía la chispa del boxeo en el barrio. Boxeador fino y valiente, pudo llegar lejos en esta época, no entonces cuando en peleas bufas, subía al cuadrilátero “grano de maíz” contra cualquier oponente. “Grano de maíz” era pariente de Ponchín y Nicolás Valle. Fue el personaje popular de aquella época.

Otros vecinos importantes para mis años niños, eran el Zurdo Dávila, el Serpentino Solórzano y el Bachiller Lombillo. Peloteros nacionales los primeros, casi big leager Dávila y Lombillo cubano de los que trajo “Cueto”. El bachiller compartía su pelota y máscara de catcher, con su traje entero almidonado y blanco los días domingos en el Parque Central.

A media cuadra los Wiesgal de origen alemán, mecían sus inquietudes en butacas austríacas. En el recodo los Buitrago, famosos jurisconsultos y después los Matus. Alfonso era mi compañero de estudios, cabezón como el papá, aprendía ágilmente las lecciones y resentía la muerte de su madre. Matus no tuvo bulto, ese artefacto de cuero con dos correas, precursor del equipaje hippie. Yo en cambio tenía bulto de mano, “de mujer” decían algunos, casi lo que es ahora un maletín de cobrador o un elegante cartapacio según el usuario.

De donde “las niñas Urbina” a la izquierda, vivían Chito y Noel, hijos de Abraham y nietos de franceses. Cuando la suerte golpeaba sus cristales y el fruto del trabajo de sus padres asomaba en su ropa, juguetes y alimentos, una noche de póker cortó de tajo la cosecha de una fábrica de camisas en plena producción.

Frente al Teatro Municipal, estaba la cantina “La Flota”... ahí era el “oeste”. Los borrachos gritones y algunos “chicos bien de a caballo”, sembraban la zozobra en el vecindario, todos eran “arrechos”, portaban 38 y ataban sus corceles en las argollas de los postes. El honor de damas y caballeros conocidos en la ciudad se ponía en duda. Corrían las tandas... de tragos y serenatas de balazos cortaban el silencio de la noche.

Muy cerca de las “niñas Urbina”, los Herdocia, con un padre fiero, las hijas muy sumisas, el hermano suave, católico creyente y fervoroso, llevaba siempre el palio del Santísimo en los Jueves de Catedral; cuando se encendían las luces y el incienso llenaba el ambiente a procesión por muchas cuadras.

En la esquina cercana estaba Yeyo y su botica. El jabón de moda era el Island Palma, muchos años después desalojado del mercado por el famoso Camay. Yeyo, recién casado mataba el hastío del no trabajo, inventando medicinas, despachando cuchillas guilletes y escondiendo prudentemente las cajas de preservativos, artículo prohibido y de inmoral factura.

Las niñas Baca también eran del barrio y el Maitro Sánchez, barbero de buen gusto y hormador de sombreros, era sordo, trabajador y terco. Hijo del amor a los niños del Padre Mariano Dubón, igual que Carlos Pasos, hallaron sabiduría, ternura, honradez y deseos de superación.

“La Pensión Estudiantil” coronaba el vecindario, poblado por espíritus burlones, estudiantes aventajados, muchachas avispadas, deportistas y amigos, quienes sonreían indulgentes o asombrados de la pertinaz verborrea hipocrática de Rogelio Lindo, un humilde leonés que absorbía de memoria textos íntegros de medicina y no sólo los recitaba de memoria ante ese auditorio, sino que desde la acera misma de la universidad, “soplaba” sus lecciones a estudiantes en momentos de crisis.

La casa de las “niñas Urbina” estaba bien situada. Angela, Otilia y Margarita bordaban telas y milagros, mientras nosotros los pequeños huéspedes, estudiábamos y hacíamos travesuras.

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