Cuento de la vida real
Róger Fischer S.
Durante
la Segunda Guerra Mundial, por razones familiares, yo vivía donde las “niñas
Urbina” frente al Teatro Municipal. El teatro presentaba entonces comedias,
zarzuelas y dramas. Más de una vez subí a su escenario vestido de charro
mexicano, no por merecimientos artísticos, sino porque era el único niño que en
León tenía traje de charro. Mi parlamento se limitaba a decir: “ No llores José
Francisco tu mamá se va a curar”. Así comenzaba la obra allá en el Rancho
Grande, filmada como película en México y cuya estrella principal fue Tito
Guizar.
La
casa de “las niñas Urbina” estaba bien situada, a 2 cuadras del Parque Central
y detrás de la Iglesia de San Juan de Dios: Monasterio, hospital y hospicio en
distintas épocas. Vecina cercana de aquella casa existía también una
pulpería-cantina, donde los estudiantes universitarios y poetas de la ciudad,
cantaban sus excesos líricos y alcohólicos mezclando su propia inspiración con
las de Lino de Luna, Santiago Argüello, a veces José Santos Chocano, Juan de
Dios Peza, Salomón de la Selva, Alfonso Cortés y casi siempre Darío. Voces y
guitarras se confundían entre los clientes de la pulpería y los parroquianos de
la cantina:... “Los caballos eran ágiles”... un real de queso... “los caballos
eran fuertes”... tres huevos y una cuarta de manteca... “pobre mi vaquero”...
dice mi papá que le mande dos puros chilcagres... “Es con voz de la Biblia o
versos de Walt Whitman”... un huacal de frijoles... “y era una sola sombra
larga”... déjate de chochadas pagá la ronda que pediste y andate... El dueño
Pablo Lacayo despachaba incansablemente guaro y bocas; fósforos y tortillas;
leche y cigarrillos; arroz y frijoles.
La
casa de las “niñas Urbina” estaba bien situada, en la acera de enfrente y para
el Río Chiquito una familia de apellido Gurdián, venida a manos, se sostenía
por la venta de un estanco, ahí la clientela era distinta: guaro y jocote, piso
de aserrín y a escupir a la calle. Frente a un talud de piedra, la casa era una
esquina con poste al centro, gradas altas, ventanilla colonial y una pequeña
cornisa, porque ahí ¡hasta el alero... era miserable! La dueña una buena mujer,
madre de muchos hijos, cosía ajeno, buena parte del día y el resto, vendía
aguardiente por litro y al detalle.
También
cerca a las “niñas Urbina” estaba la casa de Carol Bristela, el ídolo leonés,
encendía la chispa del boxeo en el barrio. Boxeador fino y valiente, pudo
llegar lejos en esta época, no entonces cuando en peleas bufas, subía al
cuadrilátero “grano de maíz” contra cualquier oponente. “Grano de maíz” era
pariente de Ponchín y Nicolás Valle. Fue el personaje popular de aquella época.
Otros
vecinos importantes para mis años niños, eran el Zurdo Dávila, el Serpentino
Solórzano y el Bachiller Lombillo. Peloteros nacionales los primeros, casi big
leager Dávila y Lombillo cubano de los que trajo “Cueto”. El bachiller
compartía su pelota y máscara de catcher, con su traje entero almidonado y
blanco los días domingos en el Parque Central.
A
media cuadra los Wiesgal de origen alemán, mecían sus inquietudes en butacas
austríacas. En el recodo los Buitrago, famosos jurisconsultos y después los
Matus. Alfonso era mi compañero de estudios, cabezón como el papá, aprendía
ágilmente las lecciones y resentía la muerte de su madre. Matus no tuvo bulto,
ese artefacto de cuero con dos correas, precursor del equipaje hippie. Yo en
cambio tenía bulto de mano, “de mujer” decían algunos, casi lo que es ahora un
maletín de cobrador o un elegante cartapacio según el usuario.
De
donde “las niñas Urbina” a la izquierda, vivían Chito y Noel, hijos de Abraham
y nietos de franceses. Cuando la suerte golpeaba sus cristales y el fruto del
trabajo de sus padres asomaba en su ropa, juguetes y alimentos, una noche de
póker cortó de tajo la cosecha de una fábrica de camisas en plena producción.
Frente
al Teatro Municipal, estaba la cantina “La Flota”... ahí era el “oeste”. Los
borrachos gritones y algunos “chicos bien de a caballo”, sembraban la zozobra
en el vecindario, todos eran “arrechos”, portaban 38 y ataban sus corceles en las
argollas de los postes. El honor de damas y caballeros conocidos en la ciudad
se ponía en duda. Corrían las tandas... de tragos y serenatas de balazos
cortaban el silencio de la noche.
Muy
cerca de las “niñas Urbina”, los Herdocia, con un padre fiero, las hijas muy
sumisas, el hermano suave, católico creyente y fervoroso, llevaba siempre el
palio del Santísimo en los Jueves de Catedral; cuando se encendían las luces y
el incienso llenaba el ambiente a procesión por muchas cuadras.
En la esquina cercana estaba Yeyo y su botica. El jabón de moda era el Island Palma, muchos años después desalojado del mercado por el famoso Camay. Yeyo, recién casado mataba el hastío del no trabajo, inventando medicinas, despachando cuchillas guilletes y escondiendo prudentemente las cajas de preservativos, artículo prohibido y de inmoral factura.
En la esquina cercana estaba Yeyo y su botica. El jabón de moda era el Island Palma, muchos años después desalojado del mercado por el famoso Camay. Yeyo, recién casado mataba el hastío del no trabajo, inventando medicinas, despachando cuchillas guilletes y escondiendo prudentemente las cajas de preservativos, artículo prohibido y de inmoral factura.
Las
niñas Baca también eran del barrio y el Maitro Sánchez, barbero de buen gusto y
hormador de sombreros, era sordo, trabajador y terco. Hijo del amor a los niños
del Padre Mariano Dubón, igual que Carlos Pasos, hallaron sabiduría, ternura,
honradez y deseos de superación.
“La
Pensión Estudiantil” coronaba el vecindario, poblado por espíritus burlones,
estudiantes aventajados, muchachas avispadas, deportistas y amigos, quienes sonreían
indulgentes o asombrados de la pertinaz verborrea hipocrática de Rogelio Lindo,
un humilde leonés que absorbía de memoria textos íntegros de medicina y no sólo
los recitaba de memoria ante ese auditorio, sino que desde la acera misma de la
universidad, “soplaba” sus lecciones a estudiantes en momentos de crisis.
La casa de las “niñas Urbina” estaba bien situada. Angela, Otilia y Margarita bordaban telas y milagros, mientras nosotros los pequeños huéspedes, estudiábamos y hacíamos travesuras.
La casa de las “niñas Urbina” estaba bien situada. Angela, Otilia y Margarita bordaban telas y milagros, mientras nosotros los pequeños huéspedes, estudiábamos y hacíamos travesuras.
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