4 de abril de 2013

Los magos enemigos


Ernesto Mejía Sánchez

A la convención anual de magos y similares llegaron dos meridionales andaluces que se odiaron a primera vista. Durante una semana, que un oriental alargó por seis años sin ser sentidos, todos lucharon encarnizadamente por demostrar el poder de sus artes. Uno, llamado el Antropólogo, se devoró a sí mismo, comenzando por los pies, y luego se parió, entero, por la boca. Otro tendió una soga en el aire y durmió allí la semana completa. Se ejercitaron millares de trucos y maleficios, desde la inocente magia blanca hasta la nigromancia más demonial. La lección del pensamiento ajeno llegó a proporciones inigualadas en la distancia y la perversión. Se puede decir que aquel grupo de compañeros de oficio se complacía en el aniquilamiento de sus propias virtudes, como si se tratara de cualquier contingente humano descarriado de la piedad. El acto final estuvo a cargo de los meridionales. Ambos clavaron los ojos en el entrecejo de su contrario, descifrando al instante sus mutuas y no ocultas intenciones: a la vista del público desaparecieron los dos, sin estrépito. Sólo quedaron los turbantes y albornoces en el estrado. Hoy se conservan en un rincón de la Capilla de Ánimas de la mezquita de Córdoba y conceden la gracia de apresurar la desaparición de los enemigos, antes de que termine la misma mozárabe del 31 de diciembre de cada seis años terminados en siete. Esto sucede sólo cuatro veces en medio siglo; mientras tanto, nuestros enemigos han progresado violentamente o uno ha muerto de la misma manera.

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