Ernesto Mejía Sánchez
A
la convención anual de magos y similares llegaron dos meridionales andaluces
que se odiaron a primera vista. Durante una semana, que un oriental alargó por
seis años sin ser sentidos, todos lucharon encarnizadamente por demostrar el
poder de sus artes. Uno, llamado el Antropólogo, se devoró a sí mismo,
comenzando por los pies, y luego se parió, entero, por la boca. Otro tendió una
soga en el aire y durmió allí la semana completa. Se ejercitaron millares de
trucos y maleficios, desde la inocente magia blanca hasta la nigromancia más
demonial. La lección del pensamiento ajeno llegó a proporciones inigualadas en
la distancia y la perversión. Se puede decir que aquel grupo de compañeros de
oficio se complacía en el aniquilamiento de sus propias virtudes, como si se
tratara de cualquier contingente humano descarriado de la piedad. El acto final
estuvo a cargo de los meridionales. Ambos clavaron los ojos en el entrecejo de
su contrario, descifrando al instante sus mutuas y no ocultas intenciones: a la
vista del público desaparecieron los dos, sin estrépito. Sólo quedaron los
turbantes y albornoces en el estrado. Hoy se conservan en un rincón de la
Capilla de Ánimas de la mezquita de Córdoba y conceden la gracia de apresurar
la desaparición de los enemigos, antes de que termine la misma mozárabe del 31
de diciembre de cada seis años terminados en siete. Esto sucede sólo cuatro
veces en medio siglo; mientras tanto, nuestros enemigos han progresado
violentamente o uno ha muerto de la misma manera.
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