Sergio Ramírez Mercado
A Gertrudis, mi
mujer
“Charles Atlas
swears that sand story is true”.
Edwin Pope, Sports Editor,
The Miami Herald
Edwin Pope, Sports Editor,
The Miami Herald
Bien recuerdo al Capitán
Hatfield USMC el día que llegó al muelle de Bluefields para despedirme, cuando
tomé el vapor a New York; me ofreció consejos y me prestó su abrigo de casimir
inglés porque estaría haciendo frío allá, me dijo. Fue conmigo hasta la
pasarela y ya en el lanchón yo, me dio un largo apretón de manos. Cuando
navegábamos al encuentro del barco que estaba casi en alta mar, lo vi por
última vez despidiéndome con su gorra de lona, su figura flaca y arqueada, sus
botas de campaña y su traje de fatiga. Digo efectivamente que lo vi por última
vez, pues a los tres días lo mataron en un asalto de los sandinistas a Puerto
Cabezas, donde estaba como jefe de la guarnición.
El Capitán Hatfield USMC fue
un gran amigo: me enseñó a hablar inglés con sus discos Cortina que ponía todas
las noches allá en el cuartel de San Fernando, utilizando una victrola de
manubrio; por él conocí también los cigarrillos americanos; pero lo recuerdo
sobre todo por una cosa: porque me inscribió en los cursos por correspondencia
de Charles Atlas y porque me envió luego a New York para verlo en persona.
Al Capitán Hatfield USMC lo
conocí precisamente en San Fernando, un pueblo en las montañas de las Segovias,
donde yo era telegrafista, allá por el año de 1926; él llegó al mando de la
primera patrulla de marinos, con el encargo de hacer que Sandino bajara del
cerro del Chipote, donde estaba enmontañado con su gente; yo transmití sus
mensajes a Sandino y también recibí las respuestas. Creo que nuestra íntima
amistad comenzó el día que me presentó una lista de los vecinos de San
Fernando, en la que marqué a todos los que me parecían sospechosos de colaborar
con los alzados, o que tuvieran parientes en la montaña; al día siguiente los
llevaron presos, amarrados de dos en dos y a pie hasta Ocotal, donde los
americanos tenían su cuartel de zona. Por la noche, para mostrarme su
agradecimiento, me obsequió un paquete de cigarrillos Camel que no se conocían
en Nicaragua y una revista con fotos de muchachas semidesnudas. En una de esas
revistas fue que vi el anuncio que cambió mi vida, convirtiéndome en un hombre
nuevo, pues yo era un alfeñique:
EL ALFEÑIQUE DE 44 KILOS
QUE SE CONVIRTIÓ EN EL HOMBRE
MÁS
PERFECTAMENTE DESARROLLADO DEL
MUNDO
Desde muy niño había sufrido
por el hecho de ser un pobre enclenque. Recuerdo que una vez paseando por la
plaza de San Fernando con mi novia después de misa —tenía yo 15 años dos tipos
grandes y fuertes pasaron junto a nosotros y me miraron con burla; uno de ellos
se regresó y con el pie me lanzó arena a los ojos. Ethel, mi novia, me
preguntó: ¿por qué dejaste que hicieran eso? Yo sólo pude responderle: en
primer lugar, es un jodido muy grande. En segundo lugar ¿no ves que me dejó
ciego con la arena?
Le pedí al Capitán Hatfield
USMC ayuda para tomar cursos que anunciaba la revista y él escribió por mí a la
dirección de Charles Atlas en New York: 115 East, 23rd Street, pidiendo el
prospecto ilustrado. Casi un año después - San Fernando está en media montaña y
allí se libraba la parte más dura de la guerra - recibí un sobre de papel
amarillo con varios folletos y una carta firmada por el mismo Charles Atlas: el
curso completo de tensión dinámica, la maravilla en ejercicios físicos; sólo
dígame en qué parte del cuerpo quiere Ud. músculos de acero. ¿Es Ud. grueso y
flojo? ¿Delgado y débil? ¿Se fatiga Ud. pronto y no tiene energías? ¿Se queda
Ud. rezagado y permite que otros se lleven a las muchachas más bonitas, los
mejores empleos, etc.? ¡Sólo déme 7 días! Y le probaré que puedo hacer de Ud.
un verdadero hombre, saludable, lleno de confianza en sí mismo y en su fuerza.
Mr. Atlas también anunciaba en
su carta que el curso costaba $30.00 en total, cantidad de la que no disponía,
ni podría disponer en mucho tiempo; así que recurrí al Capitán Hatfield USMC
quien me presentó otra lista de vecinos, en la que yo marqué casi todos los
nombres. De esta manera el dinero se fue a su destino y otro año más tarde, el
curso completo venía de vuelta, 14 lecciones con 42 ejercicios. El Capitán
Hatfield USMC comenzó asesorándome. Los ejercicios tomaban sólo 15 minutos al
día: la tensión dinámica es un sistema completamente natural. No requiere
aparatos mecánicos que puedan lesionar su corazón u otros órganos vitales. No
necesita píldoras, alimentación especial u otros artefactos. ¡Sólo unos minutos
al día de sus ratos de ocio son suficientes, en realidad, una diversión!
Pero como mis ratos de ocio
eran bastante amplios, me dediqué con empeño y entusiasmo a los ejercicios, no quince
minutos, sino tres horas diarias durante el día; por la noche estudiaba inglés
con el Capitán Hatfield USMC. Al cabo de un mes el progreso era asombroso; mis
espaldas se ensancharon, mi cintura se redujo, se afianzaron mis piernas. Hacía
apenas cuatro años que el grandulón había lanzado arena a mis ojos y yo ya me
sentía otro. Un día Ethel me señaló en una revista la foto de una estatua del
dios mitológico Atlas; mirá, me dijo, si es igualito a vos. Entonces supe que
iba por el camino correcto y que alcanzaría mis ambiciones. Cuatro meses
después ya había avanzado lo suficiente en inglés para escribirle una carta a
Mr. Atlas y decirle gracias, todo es O.K. Ya era un hombre nuevo, con bíceps de
acero y capaz de una hazaña como la que realicé en Managua, la capital, el día
que el Capitán Hatfield USMC me llevó allá para que diera una demostración de
mi fuerza: jalé por un trecho de doscientos metros un vagón del ferrocarril del
pacífico cargado de coristas, vestido solamente con una calzoneta de piel de tigre.
Allí estaban presenciando el acto el propio Presidente Moncada, el ministro
americano Mr. Hanna y el comandante de los marinos en Nicaragua Coronel
Friedmann USMC.
Esta proeza que fue comentada
en los periódicos, me valió seguramente que el Capitán Hatfield USMC pudiera
gestionar con mayor libertad la petición que yo le había hecho cuando salimos
de San Fernando: un viaje a los Estados Unidos para conocer en persona a
Charles Atlas. Sus superiores en Managua hicieron la solicitud formal a
Washington, que tardó poco más de un año en ser aprobada. En los diarios de la
época, más precisamente en La Noticiadel 18 de septiembre de 1931,
aparecí retratado junto con el agregado cultural de la embajada americana, un
tal Mister Fox; creo que fue el primer viaje de intercambio cultural que
se hizo, de los muchos que han seguido después. Tara una gira por centros de
cultura física en los Estados y para entrevistarse con renombrados personajes
del atletismo", decía la nota al pie de la foto.
Así que tras una tranquila
travesía y una escala en el puerto de Veracruz, seguimos a New York adonde
llegamos el 23 de noviembre de 1931. Cuando el barco atracó en el muelle, debo
confesar que me sentí desolado, a pesar de las prevenciones que me había hecho
el Capitán Hatfield USMC. A través de lecturas, fotografías, mapas, yo llevaba
una imagen perfecta de New York, perfecta pero estática; fue la sensación de
movimiento, de cosas vivas y de cosas muertas lo que me sacó de la realidad,
empujándome hacia una fantasía sin fin, de mundo imposible y lacerante, trenes
invisibles, un cielo ensombrecido por infinidad de chimeneas, un olor a
alquitrán, a aguas negras, sirenas distantes y dolorosas, la niebla espesa y un
rumor desde el fondo de la tierra.
Me recibió un oficial del
Departamento de Estado que amablemente se hizo cargo de los trámites de
migración y me condujo al hotel, un enorme edificio de ladrillo en la calle 43
—Hotel Lexington, para más señas—. El oficial me dijo que mi visita a Mr. Atlas
sería al día siguiente por la mañana, todo estaba ya arreglado; me recogerían
en el hotel para llevarme a las oficinas de Charles Atlas Inc., donde me darían
las explicaciones necesarias. Nos despedimos allí mismo, pues él debía regresar
a Washington esa noche.
Hacía frío en New York y me
retiré temprano, lleno de una gran emoción, como podrá comprenderse: había
llegado al fin de mi viaje y pronto mis anhelos se verían satisfechos. Miré
afuera y entre la niebla brillaban infinidad de luces, ventanas encendidas en
los rascacielos. En alguna parte, me dije, en alguna de esas ventanas, está
Charles Atlas; lee o cena, o duerme, o habla con alguien. Practica tal vez sus
ejercicios nocturnos, los 23 y 24 del manual (tensión de cuello y tensión de
muñecas). Sonríe quizá, sus sienes canosas, su rostro fresco y alegre, o estará
ocupado en responder a las miles de cartas que recibe a diario, en despachar
las bolsas con las lecciones, en fin. Pero reparé sí en una cosa: no podía
imaginar a Charles Atlas vestido. Venía siempre a mi imaginación en calzoneta,
sus músculos en tensión, pero me era imposible verle en traje de calle, o de
sombrero. Fui a la valija y extraje la fotografía que me había enviado dedicada
al final del curso: las manos detrás de la cabeza, el cuerpo ligeramente
arqueado, los músculos pectorales elevados sin esfuerzo, las piernas juntas, un
hombro más alto que el otro. Vestir ese cuerpo en la imaginación era difícil; y
me dormí con la idea vagando en la cabeza.
A las cinco de la mañana
estaba ya despierto. Realicé los ejercicios 1 y 2 (era emocionante practicarlos
por primera vez en New York) e imaginé que a la misma hora Charles Atlas
estaría haciendo los suyos. Luego tomé mi ducha y me vestí despacio tratando de
consumir tiempo, y a las siete bajé al lobby del hotel, a esperar que pasaran
por mí tal como se me había indicado. Aunque Charles Atlas no lo recomendaba
exactamente, yo no acostumbraba desayunar.
A las nueve se presentó el
empleado de Charles Atlas Inc. Afuera esperaba. una limusina negra, con molduras
doradas en los marcos de las ventanas, los vidrios cubiertos por cortinas
grises de terciopelo. Ni el empleado habló conmigo una sola palabra durante el
trayecto, ni el chofer volvió el rostro una sola vez hacia atrás. Durante media
hora anduvimos por calles con los mismos edificios de ladrillo, sucesiones de
ventanas y el ambiente siempre opaco, como de lluvia, entre las hileras de
rascacielos. Al fin, el automóvil negro se estacionó frente al ansiado número
115 de la calle 23 en el East Side. Era una calle triste, de bodegas y
almacenes de mayoreo; al otro lado de Charles Atlas Inc. recuerdo que había una
fábrica de paraguas, y una alameda de árboles polvosos y casi secos atravesaba
la calle. Las ventanas de los edificios tenían, en lugar de vidrios, tableros
de madera claveteados en los marcos.
Para llegar a la puerta
principal de Charles Atlas Inc. subimos unos escalones de piedra, que remataban
en una pequeña terraza; allí estaba, de tamaño natural, una estatua del dios
mitológico Atlas, cargando el globo terráqueo. "Mens sana in corpore
sano" decía la inscripción al pie. Pasamos por la puerta giratoria con
sus batientes de vidrio esmerilado montadas en unos marcos barnizados de negro,
que chirriaban al moverse. En las paredes del vestíbulo estaban colgadas
reproducciones gigantescas de todas las fotos de Charles Atlas que yo había
visto y que reconocí con agrado, una por una; allí, en medio, la que más me
gustaba; con un arnés al cuello tirando de diez automóviles mientras caía una
lluvia de confeti. Maravilloso.
Entonces me hicieron pasar a
la oficina de Mr. Williams Rideout Jr., Gerente General de Charles Atlas Inc.
En pocos momentos tuve junto a
mí a un hombre de mediana edad y de facciones huesudas, con los ojos
profundamente hundidos en las cuencas terrosas. Me extendió su mano pálida y
cubierta por un enjambre de venas azulosas y tomó asiento tras el pequeño
escritorio cuadrado, sin un solo adorno, encendiendo después una lámpara de
sombra que tenía tras de sí, aunque a decir verdad tal cosa no era necesaria,
pues por la ventana entraba suficiente luz.
Las oficinas eran más bien
pobres. En el escritorio estaban apilados muchísimos sobres iguales a los que
yo había recibido la primera vez. Una gran foto de Charles Atlas, mostrando los
músculos pectorales con orgullo (confieso que ésa no la conocía), dominaba la
pared de frente a mí. Mr. Rideout me pidió que me sentara y comenzó a hablar
sin mirarme, con la vista fija en un pisapapeles y las manos entrelazadas
frente a él, en su rostro la clara evidencia de que hacía un gran esfuerzo al
hablar. Yo escuchaba sus palabras dichas en un mismo tono y no fue sino hasta
que hizo una pausa y sacó su pañuelo para limpiar la saliva de las comisuras de
sus labios, que reparé en algo que mi nerviosismo me había impedido: su
esfuerzo con las manos, y la posición de su cabeza, no era otra cosa que el
ejercicio número 18 de tensión dinámica. Confieso que la emoción casi me llevó
hasta las lágrimas.
-Le saludo muy cordialmente
—había dicho Mr. Rideout Jr.- , y le deseo muy feliz estadía en la ciudad de
New York; lamento no poder expresarme en correcto español como hubiera sido mi
deseo, pero sólo hablo un poquito (esta palabra la dijo en español, midiéndola
con un gesto mínimo de los dedos pulgar e índice de su mano derecha, riendo por
esa única vez estrepitosamente, como si hubiera dicho una cosa muy graciosa).
Mr. RideoutJr. me miró luego
con una beatífica sonrisa de condescendencia, mientras enderezaba el nudo de
lazo de su cuello.
-Soy el gerente general de
Charles Atlas Inc. y es un gran gusto para mi firma recibirle en su calidad de
invitado oficial del Departamento de Estado de los Estados Unidos. Haremos lo
posible porque su estadía entre nosotros sea grata.
Mr. Rideout Jr. aplicó de
nuevo el pañuelo a sus labios y continuó el discurso, esta vez con una tirada
más larga que me dio la oportunidad de apreciar cómo la vieja señorita que me
había introducido, manipulaba las persianas de la ventana que daba a la calle,
cambiando así el tono claro de la luz en uno ocre que me hizo trastornar por
instantes la visión de la habitación, ofreciéndome la apariencia de nuevos
objetos, o como si en las fotografías desplegadas en las paredes, Charles Atlas
hubiese cambiado de poses.
-Aprecio mucho que Ud. haya
viajado desde tan lejos para conocer a Charles Atlas y debo confesarle que es
el primer caso que se nos presenta en toda la historia de la firma —siguió Mr.
Rideout Jr—Como toda corporación comercial, nosotros conservamos en la
privacidad asuntos que de trascender públicamente, dañarían nuestros intereses.
De modo que debo pedirle absoluta reserva, bajo su juramento, de lo que voy a
decirle.
Mr. RideoutJr., ya sin tensión
alguna y hablando plácidamente, me repitió varias veces la misma advertencia;
yo sólo tragaba saliva y asentía con la cabeza.
-Jure en voz alta - me dijo.
-Sí juro —le contesté al fin.
Aunque estábamos solos en la
habitación y sólo se oía el ruido sostenido del aparato de calefacción, Mr.
Rideout Jr. miró a todos lados antes de hablar.
-Charles Atlas no existe —me
susurró adelantando hacia mí el cuerpo por sobre el escritorio. Después se
acomodó de nuevo en su silla y me miró fijamente, con expresión sumamente
solemne—. Sé que es un golpe duro para Ud., pero es la verdad. Inventamos este
producto en el siglo pasado y Charles Atlas es una marca de fábrica como
cualquier otra, como el hombre del bacalao en la caja de emulsión de Scott;
como el rostro afeitado de las cuchillas Guillete. Es lo que vendemos, eso es todo.
En las largas sesiones
sostenidas allá en San Fernando, después de la lección de inglés, el Capitán
Hatfield USMC me había prevenido repetidas veces contra este tipo de
situaciones: nunca dejes la guardia abierta, sé como los boxeadores, no te
dejes sorprender. Exige. No te dejes engañar.
-Bueno -le dije poniéndome de
pie-, desearía informar esta circunstancia a Washington D.C.
-¿Cómo? —exclamó Mr. Rideout
Jr. incorporándose también.
-Sí, informar a Washington
D.C. de este contratiempo. (Washington es una palabra mágica, me aleccionaba el
Capitán Hatfield USMC; úsala en un apuro, y si acaso no te sirve, echa mano de
la otra que sí es infalible: Departamento de Estado).
-Le ruego creer que estoy
diciéndole la verdad —me dijo Mr. Rideout Jr., pero ya sin convicción.
- Deseo telegrafiar al
Departamento de Estado.
- No estoy mintiéndole... —me
dijo mientras se retiraba sin darme la espalda y abría una puerta muy estrecha
que cerró tras él. Yo me quedé completamente solo en la habitación ahora en
penumbra; de acuerdo con el Capitán Hatfield USMC, la trepidación que sentía
bajo mis pies era ocasionada por el tren subterráneo.
Mr. Rideout Jr. volvió a
entrar, ya al atardecer. Martilla, sigue martillando, oía yo en mis adentros al
Capitán Hatfield USMC.
-Nunca podré creer que Charles
Atlas no exista —le dije sin darle tiempo de nada. Él se sentó abatido en su
escritorio.
- Está bien, está bien
-repitió, haciendo una señal despectiva con la mano-. La compañía ha accedido a
que Ud. se entreviste con Mr. Atlas.
Yo sonreí y le di las gracias
con una deferente inclinación de cabeza: sé amable, cortés, cuando sepas que ya
has vencido, me decía el Capitán Hatfield USMC.
-Eso sí: deberá atenerse
estrictamente a las condiciones que voy a comunicarle; el Departamento de
Estado fue consultado y ha dado su visto bueno al documento que Ud. firmará.
Después de ver a Mr. Atlas Ud. se compromete a abandonar el país, para lo cual
se le ha reservado pasaje en el vapor Vermont que parte a medianoche; deberá
además abstenerse de comentar en público o privado su visita, o de referir
cualquiera de las circunstancias de la misma, o sus impresiones personales.
Sólo bajo estos requisitos es que el consejo directivo de la firma ha dado su
autorización.
La vieja señorita entró de
nuevo y entregó a Mr. Rideout Jr. un papel. Él lo puso frente a mí.
- Bien, firme —me dijo con voz
autoritaria.
Yo firmé sin replicar, en el
lugar que su dedo me señalaba. Cuando tengas lo que quieras, firma cualquier
cosa menos tu sentencia de muerte: Capitán Hatfield USMC.
Mr. Rideout Jr. tomó el
documento, lo dobló con cuidado y lo puso en la gaveta central del escritorio.
Antes de que él concluyera esta operación, sentí que me tomaban por debajo de
los brazos y al alzar la vista me encontré con dos tipos vestidos de negro,
altos y musculosos, exactos en sus cabezas rapadas y en sus ceños. No había
duda de que sus cuerpos habían sido formados también en las disciplinas de la
tensión dinámica.
-Ellos le acompañarán. Siga al
pie de la letra sus instrucciones -y Mr. Rideout Jr. volvió a desaparecer por
la estrecha puerta, sin extenderme la mano para despedirse de mí.
Los dos hombres, sin soltarme
una sola vez, me condujeron por un pasillo, a través del cual caminamos muy
largo rato, hasta llegar a unos escalones de madera; me ordenaron bajar de
primero y al alcanzar el último escalón; la oscuridad era total; sentí el roce
del cuerpo de uno de ellos, que se adelantaba para tocar a una puerta que
estaba frente a nosotros. Otro hombre igual a los anteriores, abrió desde el
otro lado y nos encontramos en una especie de pequeño muelle de cemento, pero
envueltos como estábamos en la neblina no podría precisar el sitio pero sí que
era la ribera de un río, pues pronto me condujeron hasta un remolcador, en el
que navegamos con una lentitud pasmosa. El remolcador llevaba basura y hasta
nosotros, que íbamos acomodados en la proa, llegaba el fétido olor.
Era de noche cuando bajamos
del remolcador y por un callejón donde se apilaban altos rimeros de cajas
conteniendo botellas vacías, seguimos caminando; atravesamos por entre círculos
de niños negros que jugaban canicas a la luz de faroles de gas adosados en lo
alto de las puertas y por fin desembocamos en una plaza de hierba seca, entre
la que alguna nevada había dejado duras costras de hielo sucio; frente a
nosotros se levantaba un bloque de cuatro o cinco edificios oscuros, que se nos
aparecían por detrás, pues entre la sombra podía percibirse la maraña de
escaleras de incendio, bajando por sus paredes. Un tráfago de vehículos lejanos
y aullidos de trenes corriendo a muchas millas de distancia, venía a ratos
entre el humo espeso que envolvía la noche.
Una nueva presión bajo mis
brazos me indicó que debía caminar hacia un costado y así llegamos al atrio de
lo que más tarde descubrí era una iglesia, un edificio negro y de una humedad
salitrosa que se desprendía de los muros cargados de relieves de ángeles,
flores y santos. Uno de mis acompañantes encendió un cerillo para encontrar el
aldabón que debía usar para llamar y pude entonces leer en una placa de bronce
el nombre de la iglesia: Abyssinian Baptist Church, decía: y pronto, tras los
golpes que resonaron profundos en la noche helada, la puerta fue abierta por
otro guardián de la misma familia, alto, fornido y rapado.
Atravesamos la nave principal
y llegamos hasta el altar mayor, siendo empujado hacia una puerta que apareció
a la izquierda, me sentía triste y rendido, casi con arrepentimiento de haber
provocado la situación que me había llevado hasta allí, inseguro de mi suerte,
de lo que podría esperarme. Pero de nuevo la voz del Capitán Hatfield USMC me
animaba: una vez en el camino, querido muchacho, uno nunca debe volverse atrás.
Una anciana vestida con un
blanco uniforme almidonado me recibió en la puerta y los dos hombres me soltaron
al fin, para colocarse en guardia, uno a cada lado de la entrada,
-Tiene exactamente media hora
—me dijo uno de ellos. La anciana caminó delante de mí por un pasillo pintado
absolutamente de blanco; el cielo raso, las paredes, las puertas frente a las cuales
pasábamos, incluso las baldosas del piso eran blancas, y las luces
fluorescentes devolvían interminablemente esa luz vacía y pura.
Lenta y dificultosamente la
anciana se acercó a una de las puertas al final del corredor, precisamente la
que lo cerraba. La puerta de doble batiente tenía abierta una de las hojas pero
estaba defendida por una mampara de armazón metálica forrada con un lienzo. La
anciana había desaparecido después de indicarme con un ademán tembloroso, que
debía entrar. Toqué tímidamente por tres veces pero nadie parecía escuchar esos
golpes asustados, dados contra la madera que parecía haber resistido infinidad
de capas de pintura, pues la superficie ampollada dejaba a la vista las viejas
pasadas de esmalte.
Toqué una vez más, con la angustia
golpeándome el estómago y ya decidido a volverme si nadie respondía, cuando
tras la mampara apareció una enfermera, alta y descomunal, toda ella de un
blanco albino y en cuya cabeza el pelo desteñido empezaba a ralear. Me sonrió
ampliamente, sin embarazo, enseñándome sus perfectos dientes de caballo.
- Pase —me dijo-. Mr. Atlas
está esperando por Ud.
Dentro era la misma blancura
artificial, la misma luz vacía en la que se movían infinidad de finas
partículas de polvo; los objetos eran también todos blancos; había asientos, un
carrito con algodones, gasas, frascos y aparatos quirúrgicos, sondas,'
instrumentos niquelados; las paredes estaban desprovistas de todo adorno, a
excepción de un cuadro que representaba a una bella joven, blanca y desnuda
sobre una mesa de operaciones, y a un anciano médico que sostenía el corazón de
la doncella, acabado de extraer; escupideras en el piso y lienzos cubriendo las
ventanas, que en el día filtrarían la luz como coladores.
Y al fondo de la habitación,
una cama altísima, desgonzada por efecto de complicados mecanismos de
manivelas y resortes, erigida sobre una especie de promontorio. Me acerqué muy
respetuosamente, caminando con lentitud y a medio camino, casi desvanecido por
un profundo olor a desinfectante, me detuve para retroceder y buscar una de
las sillas blancas; pero con un gesto, la enfermera que había llegado ya junto
a la cama, me invitó a seguir, sonriendo de nuevo.
Sobre la cama reposaba la
visión estática de un cuerpo gigantesco y musculoso, la cabeza invisible entre
las almohadas; cuando la mujer se inclinó para decir algo, el cuerpo hizo un
movimiento penoso y se incorporó; dos de las almohadas cayeron al piso y yo
hice el intento de recogerlas, pero ella me detuvo de nuevo con un gesto.
- Bienvenido -dijo una voz que
resonaba extrañamente, como si hablara a través de una bocina muy vieja.
A mí se me hizo un nudo en la
garganta y en ese momento deseé con toda mi alma no haber insistido.
-Gracias, muchas gracias por
su visita -habló de nuevo-. La aprecio mucho, créame - y resonaba ahora
gorgoteando, como ahogándose en un mar de espesa saliva. Y calló, recostándose
de nuevo el gran cuerpo sobre las almohadas.
Mi pena era indescriptible.
Preferí mil veces haber creído la historia de que Charles Atlas era una
fantasía, que jamás había existido, a tener que enfrentar la realidad de que
eso era Charles Atlas. Me hablaba detrás de una máscara de gasas y en el lugar
de la mandíbula pude ver que tenía atornillado un aparato metálico.
-Cáncer en la mandíbula -dijo
otra vez-, ya extendido a los órganos vitales. Mi salud fue de hierro hasta los
95 años Nunca fumé, y de beber, tal vez un sorbo de champaña para navidad o año
nuevo. Mis enfermedades no pasaron de resfríos comunes; el doctor me decía
hasta hace poco que podía tener hijos, si quería. Cuando en 1843 gané el título
del hombre más perfectamente formado del mundo... en Chicago... recuerdo...
-dijo, pero la voz se transformó en una sucesión de lastimeros silbidos y por
un largo rato calló.
—En 1843 descubrí la tensión
dinámica e inicié los cursos por correspondencia, gracias a la sugerencia de
una escultora que me utilizaba como modelo, Miss Ethel Whitney.
Charles Atlas levanta entonces
sus enormes brazos que emergen de entre las sábanas, pone en tensión sus bíceps
y lleva las manos tras la cabeza; las mantas resbalan y tengo la oportunidad de
ver su torso, aún igual que en las fotos, a excepción de un poco de vello
blanco. Este esfuerzo debe haberle costado mucho, porque se queja largamente
por lo bajo y la enfermera lo asiste, cubriéndolo de nuevo y apretando los
tornillos al aparato en su rostro.
-Cuando salí de Italia con mi
madre tenía sólo 14 años -continúa-; entonces jamás imaginé que llegaría a
hacer una fortuna con mis cursos; nací en Calabria en 1827 y mi nombre era
Angelo Siciliano; mi padre se había venido a New York un año antes y nosotros
le seguimos. Un día un grandulón lanzó arena con el pie a mi rostro en
presencia de mi novia, mientras paseábamos por Coney Island y yo...
-A mí me pasó igual, fue por
eso que... -intento yo decir, pero creo que no me oye, sigue hablando sin
reparar en mi presencia.
-...comencé a hacer
ejercicios; mi cuerpo se desarrollaba maravillosamente; un día mi novia me
señaló una estatua del dios mitológico Atlas en lo alto de un hotel y me dijo;
mira, eres igual a esa estatua.
-Óigame - le digo-, esa
estatua... Pero es inútil. Su voz es como un río lodoso que aparta a su paso
los obstáculos, penosamente.
—Estudié la estatua y pensé:
bueno, un nombre como el mío no es muy popular aquí, hay mucho prejuicio. ¿Por
qué no habré de llamarme Atlas? Y también cambié el Angelino por Charles.
Después vino la gloria. Recuerdo el día que arrastré un vagón lleno de
coristas, por un espacio de doscientos metros...
-Caramba -exclamo yo-, tal
como.... -pero la voz, meticulosa y eterna, sigue su curso.
-¿Ha visto Ud. la estatua de
Alejandro Hamilton frente al edificio del tesoro en Washington? Pues ese soy yo
—y levanta de nuevo los brazos y hace el ademán de jalar algo pesado, un vagón lleno
de coristas. Pero ahora su dolor debe ser mucho más profundo, pues se queja por
largo rato y queda tendido en la cama, sin moverse. Después, sigue, pero yo ya
quiero irme.
- Recuerdo Calabria
-dice, y se agita en la cama. La enfermera trata de calmarlo y va a la mesa de
los instrumentos y las medicinas para preparar unas gotas-. Calabria y a mí
madre con el rostro enrojecido por las llamas del horno, cantando- repite
después algo que no entiendo y su voz parece multiplicarse en el recinto, en
una serie de ecos agónicos-. Una canción...
Yo había perdido la noción de
todas las cosas, cuando de pronto un timbre resonando incesantemente me
devolvió a mi sitio junto a la cama, el timbrazo repitiéndose por los
corredores de todo el edificio, para regresar a su punto de partida en la
habitación, pues veo a la enfermera accionando un cordón arriba de la cama y a
Charles Atlas de espaldas en el suelo, completamente desnudo y cubierto de
sangre, el aparato desprendido de su mandíbula.
Pronto la habitación se llenó
de pasos y de voces, de sombras. Siento que me arrancan del sitio donde he
permanecido los mismos brazos fuertes que me habían conducido a la cita, y al
salir, en una confusión de imágenes y de sonidos, veo a la enfermera gritando:
fue demasiado el esfuerzo, por Dios, no resistió una pose más, y muchos hombres
que levantan el cuerpo para depositarlo en una camilla, sacada rápidamente de
la habitación.
Ahora en mi ancianidad, al
escribir estas líneas, me cuesta trabajo creer que Charles Atlas no vive y no
sería capaz de desilusionar a los muchachos que todos los días le escriben,
solicitando informes sobre sus lecciones, atraídos por su figura colosal, su
rostro sonriente y lleno de confianza, sosteniendo en sus manos un trofeo o
jalando un vagón cargado de coristas, cien muchachas alegres y apiñadas
saludando desde las ventanillas, con sus sombreros llenos de flores y el gentío
en las aceras presenciando la escena, rostros incrédulos y una mano que levanta
su sombrero hacia lo alto entre la multitud.
Dejé New York aquella noche,
lleno de tristeza y de remordimientos, sabiéndome culpable de algo, por lo
menos de haber llegado a saber aquella tragedia. De regreso en Nicaragua, ya
terminada la guerra, muerto el Capitán Hatfield USMC, me dediqué a diversos oficios:
fui cirquero, levantador de pesas y guardaespaldas. Mi cuerpo ya no es el
mismo. Pero gracias a la tensión dinámica, aún podría tener hijos. Si quisiera.
(Charles Atlas también muere, 1976)
No hay comentarios:
Publicar un comentario