16 de diciembre de 2015

Masterpiece

Carlos M. Castro

«No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio».
Albert Camus, El mito de Sísifo


—¿Y si matamos a todos los viejos en uno de sus recitales hiperaburridos?

—¡A huevo! Podríamos tirar un cóctel molotov.

—O poner gasolina y querosín y entrar luego, a la hora en que esté hablando el mae más tuani de todos, tipo Cardenal o, no sé, talvez la Gioconda. Entramos plan Hell Angels: chaquetas negras de cuero, anteojos oscuros, caras de maldito. Cigarros encendidos, brasas en el combustible; salimos, bloqueamos las puertas.

—¡Diaverga!

—Sería muy fácil…

—¡Exacto!…

—No, en serio. Sería muy fácil y poco producente. Imagínense: Todas esas momias fuera de escena… ¿y luego? ¿Qué hacemos? Por lo menos esos majes tienen ya armada la tarima en que se montan. Pero nosotros… Nos quedaríamos en el aire. Esa no es la respuesta.

El joven, entre varios, que acaba de hablar se levanta con gestos ansiosos; se lleva una mano a la nuca (la otra sostiene el cigarrillo), camina zigzagueante hacia la sala y se dirige a otro que en el suelo sonríe estático:

—Loco, ¿tenés un pase? Me siento pegado, ¡nojodás!

El otro asoma su rostro a la bolsa de la camisa, la abre con los dedos, observa adentro, asiente. Luego de unos minutos el primero regresa  a la cocina. Es 31 de diciembre de 2000, falta un cuarto de hora para la medianoche.
*
… ya estamos muertos, nacemos muertos, vivir sólo es excusa, vale más lo que queda, ya estamos muertos, cuál es mi huella, cuál mi pisada, cuál mi estatura, qué peso tengo, a quién le importa, nacimos muertos…
*
Cuando lo supe tenía enfrente al mar haciéndome muecas. Todo el océano parecía conspirar con el paisaje. Formaba un arco dócil al abrazarse con el cielo. Docilidad de bestia recién alimentada, arco distendido reposando en el horizonte.

Cuando lo supe quedó solo la arena, nada más. De pronto me vi en el hueco que había dejado el mar, el agua toda flotaba sobre mí, abejorro en plan de ataque, abejorro zumbando en busca de un lugar donde yacer perennemente.

Contesté una llamada que parecía inocente. Acabo de ver una foto en Facebook que anuncia la muerte de Andrés, me decía la voz. Dejame llamar a alguien para confirmar, respondí secamente.

Es cierto, se suicidó, me informaban luego.
*
Al volver de la sala ve a una de las chicas con sus tetas en dos bocas. Una le muerde el pezón izquierdo; la otra le echa su aliento, lenta la lengua se posa en el arco abrasante. La fiesta está en lo fino.

Apoyado en el marco de la puerta, Andrés observa, se sirve más ron, espera.

—Yo tengo una idea mucho mejor. ¡Una idea brutal! —dice luego de un momento.

Acaba de oírse la explosión de toda la pólvora que por estas fechas, a estas horas, se acostumbra reventar en Managua.
*
Estaba en Las Peñitas, playa del Pacífico nicaragüense. Habíamos ido a Granada a recibir la primera aurora del 2011. Tomamos carretera esa madrugada desde Managua y luego de salir de Los Kayaks, en el malecón del Cocibolca, fuimos en busca del mar. Ahí recibí la noticia y ahí recordé lo que en esos casos se recuerda: quién era Andrés, los grados de inclinación de su balanza, las cuentas que habrá sacado antes, su «futuro literario promisorio» (frase que sobre él había escrito algún encorbatado crítico, doctor honoris causa), algunas conversaciones… A mi memoria vendría luego la tarde en que acepté colaborarle en una revista que empezaría a editar. Te voy a facilitar los libros para que los reseñés, me dijo, aquí te traje algunos. De ese primer lote recuerdo sólo El mito de Sísifo, selección que ahora cobraba mayor sentido, si se quiere creer en que realmente Andrés fue arrojando migas de pan antes de dar el gran bocado.
*
«La vida mosca resta poso.
La muerte el fresco sorbo».
Carlos Martínez Rivas

—¡Brutal! —repite Andrés con mayor énfasis, para acabar de llamar la atención de sus compañeros, mientras se oye explotar un cohete—. He estado haciendo cálculos y no tenemos de otra, a como vamos no quedaremos ni para anécdota, de aquí a veinte años seremos una banda más de conformistas rumiando un cargo oficial o armándole proyectos a la cooperación extranjera para sobrevivir, lo que escribamos quedará en un vacío menos glorioso que el olvido; es el país, que no da las condiciones, diremos algunos justificándonos, mientras contamos a los más jóvenes la vez que conversamos con Zurita o cuando estuvimos en la misma mesa de tragos con Vargas Llosa, que no bebía y hablaba poco, o los consejos que nos dio poco antes de morir Benedetti o, cómo no, las mañanas en que apreciamos la inteligencia de Cardenal en el patio de no-sé-qué-oficina-gremial, senilidad admirable, diremos, potente. ¡Deplorable!, por no decir ridícula y vergonzosa, esa será nuestra condición. A menos que…
*
Esa noche llovió sobre Managua, algo que nunca sucedía en esa época del año; algunos vieron en esa manifestación antojadiza del clima una señal más, un adorno escénico de lo que empezaban a llamar la trágica muerte de Andrés, tragedia que sin embargo —o quizá por eso mismo— no impidió que el suceso se convirtiera en noticia del mes, sin mencionar sus consecuencias: páginas de homenajes póstumos en internet y los periódicos, programas radiales y televisivos en su honor, pintas en los muros de Managua con sus versos... Lo había logrado, la meta llegaba, su obra tomaba otro sentido, tenía una lógica demoledora, el más coherente poema hecho en los últimos diez años no reposaba en una hoja de papel, Andrés lo firmó desde la tumba, ubicuidad impensable mientras viviera, vida y arte confundidas haciendo la peligrosa danza frente a nosotros, boquiabiertos expectando lo que ya era obvio y relucía con la cruel luminosidad de las verdades puras. Nadie podía seguir hablando de promesas, todos cargábamos a partir de entonces con un bulto que siempre capeamos cobardemente.
*
… estás muy lúcido, así tiene que ser, nada de esconderse, saltar con los ojos abiertos, recibir el beso ansiado, la vie dépend de la volonté d’autrui; la mort, de la nôtre, se sabía ya en el siglo dieciséis, aunque en este momento no importa mucho, sereno, calmo, tranquilo, y nunca dejar de pensar, nada mal, Andrés, nada mal, la única falla va a ser perdérselo, no importa sí, no hay otro modo, ya verán, se pondrán helados, seguro recuerdan el pacto (y lo incumplen), todo está listo, ya casi es hora, cómo se te ocurrió programar la alarma y usarla de señal, a veces pienso que te pasás de meticuloso, decime de qué te ha servido, sí, ahora podés decir que da igual, pero, hombre, hacé bien ese nudo, no hagás trampa, a como ensayaste, cumplí cabal, pronto entrarás en la deseada zona, un dedo, como metiéndose al agua, la punta sólo, probás su temperatura, te zambullís, la vie dépend…, tomá con fuerza la voluntad, la mortla mortla viela mort, dos monosílabos, así de cerca no parecen conceptos opuestos, esto se está tardando, se me hacen dos tonalidades de un mismo color, depende de la luz, la volonté d’autrui, está sonando, con calma, a la una, a las dos y a las…
*
—Estás loco, Andrés, esa no es opción, con eso nada logramos.

—¿Loco? ¡Vos propusiste un asesinato en masa! Oíme, óiganme, es como escribió Montaigne: la vida depende de la voluntad de otros; la muerte, de la nuestra. Hay que tomar las riendas; tengo veintitrés, en diez años se logra mucho, hagámoslo de a poco, va a ser ¡bestial!, no hay que ponerse melodramáticos, este mundo al final, después de todo, no vale tanto la pena, quitate esa vanidad, ese egoísmo idiota que de nada sirve, la avaricia con el tiempo es un absurdo, no es sólo por ser romántico. Además —Andrés hace una pausa y vuelve a ver a cada cual; gesticula despacio, con mucha calma—, yo sería el primero; si me rajo, el plan se jode, hagamos ese pacto, no hay nada que temer, esto es matemático, igual va a pasar…

Los demás lo escuchan con mucho interés, nadie comenta nada; las explosiones cesaron. Morrison canta desde el pasado o desde la muerte… of our elaborate plan, the end… no safety or surprise, the end…

No hay comentarios:

Publicar un comentario