Sergio Ramírez Mercado
El día que se anunció la visita de
Jackeline Kennedy a Nicaragua hubo una conmoción en nuestros mejores círculos y
lo que se llama la sociedad nicaragüense se sintió alborozada y no puede
negarse que confusa, sorprendida, por los cuándos, los dóndes y los cómos, o
sea cuándo arribaría Jackeline (Jackie, para nosotros) a nuestro suelo; dónde
se hospedaría y cómo se organizaría su recibimiento. Por la calidad del
personaje nada menos que la esposa de un recordado presidente muerto por balas
asesinas; ex primera dama de la nación más poderosa de la tierra, que convirtió
su paso por la Casa Blanca en un cuento de hadas; casada ahora con un magnate
cuya fortuna es inconmensurable, y por su propia simpatía personal, su encanto,
sus altas cualidades de mujer sufrida, los homenajes tendrían que estar a la altura,
para que no se fuera a decir que no somos dispensadores de exquisitas bondades.
Así que nosotros, los
del Virginian Country Club, exclusivo centro social fundado por accionistas
norteamericanos y nicaragüenses (fue su primer presidente en el año de 1933 el
coronel Glenn J. Andrews, virginiano de pura cepa y quien casó con Amadita
Balcáceres del Castillo, de lo mejor de Granada, quedándose el coronel a vivir
en Nicaragua, a pesar de que se le reclamaba en Washington por lo brillante que
había sido su carrera militar combatiendo a las hordas sandinistas en Las
Segovias; digo que se quedó escogiendo con el mejor olfato sus relaciones y se
dedicó al cultivo del tabaco, como era tradición en su familia de Oakdale, Va.,
y ese mismo año de su boda reunió a un grupo de amigos íntimos y dijo: ea, como
que no hay un country club aquí, ¿o hay? Y respondieron todos con movimientos
de cabeza que no, y él: pues manos a la obra, y allí está su nombre en la placa
colocada a la entrada de las cuadras, la primera edificación que se levantó
destinada a las prácticas de la equitación, en la que estábamos muy atrasados
en Nicaragua, cabe decir era casi desconocida, y se hizo así imperecedero el
nombre del coronel Andrews, Presidente-Fundador del Virginian Country Club. Decidimos
pues hacernos cargo del recibimiento oficial a Jackie, de tributarle los
honores, rendirle los agasajos y demás, y en mi calidad de secretario de la
Junta Directiva del Virginian, cargo para el que he sido electo repetidamente
desde el año de 1953, convoqué a una reunión urgente que se realizó en mi
residencia ya que no había tiempo para trasladarse hasta el Virginian, distante
ocho kilómetros de la ciudad capital, contados a partir de los primeros prados
de golf visibles desde la carretera, tan bien cuidados y verdes que parece que
uno estuviera en otro país y ya reunidos fue como un balde de agua fría saber
por boca de nuestro pastpresident (al que siempre se invita a reuniones de
Junta Directiva, porque se supone que el past-president puede aportar su
experiencia) que a lo mejor fallábamos en nuestro encomiable intento (así es
nuestro past-president actual, muy escogido para hablar, jurista renombrado,
abogado de gran número de compañías que han invertido en nuestra nación, la
Light Mine State Co.; la Continental Timber Co.; la Atlantic Pine Co.; la Gold
& Silver Mine Co.; da la impresión de hablar siempre en estados, tal como
dicen sus colegas y no yo, pues más bien soy ingeniero electrodinámico,
graduado en Georgetown University en 1950) y no podríamos llevar a feliz
término nuestros propósitos, pues otras organizaciones sociales y recreativas
se nos habían adelantado, puesto en contacto con la Embajada Americana y
cablegrafiado a New York al apartamento de Jackie en 5th Avenue y a la isla
Scorpio en la lejana Grecia y sólo esperaban la respuesta de ella accediendo; y
mencionaba el pastpresident, con el aplomo y serenidad que lo caracterizan, que
eran el Lions International Club y el Rotary International Club los que nos
aventajaban y tenían la situación bajo control (frase esta última preferida por
el consocio Gral. Abraham Cornejo, del Estado Mayor presidencial y tesorero del
club); informe que visto ya en perspectiva nos disgustaba no sólo porque
parecíamos perder un honor que nos correspondía, sino también porque esos
clubes u organizaciones llamadas de servicio no son propiamente de carácter
exclusivo, pues aceptan muy libremente a sus socios, y eso me picó a mí el amor
propio como secretario por tantos años del Virginian, y me dije: esto no será,
yo lo prometo. Y pedí a mis consocios, que ya comenzaban a inquietarse y
discutían en voz alta presos de la mayor nerviosidad, tener calma y así lo
hicieron, volviendo a sus asientos y yo les indiqué por señas esperar y fui a
mi estudio y desde allí llamé a Ralph, utilizando su número privado que soy de
las pocas personas en el país en conocer y estaba por dicha en su casa, situada
cerca del Virginian, circunstancia por la cual siempre que paso por las tardes
rumbo al club, me quedo en su cottage tomando uno de esos cocktails espléndidos
preparados por Annie, su gentil esposa; y Ralph, tan amable como de costumbre,
me dijo qué hubo, o ideay, qué es la cosa, pues ha aprendido el español con
todos los giros nicaragüenses y nadie podría decir, oyéndolo hablar, si se
trata de un nica o de un americano, a no ser por su tez y por sus ojos azules y
sus cabellos rubios que lo revelan como un “gringo”, como él mismo gusta
llamarse en chanza; y tan deferente como siempre, insistió en hablar conmigo en
español, aunque en inglés yo me siento muy a gusto, por mi educación, por mis
relaciones profesionales y porque es uno de los dos idiomas oficiales del
Virginian (el otro es el español).
Y yo le conté la
historia de la llegada de Jackie, de la que por supuesto estaba enterado y tú
sabes, me dijo, Annie y Jackie han sido íntimas, compañeras de colegio en el
Trinity College de Mass., y aunque hace tiempo que no se ven, se estiman
siempre mutuamente y, ¿tú sabes por qué no estuvimos en la inauguración de
John, en enero 28, 1961? Simplemente por una confusión del servicio de
protocolo, que perdió nuestra dirección y envió la tarjeta a otros Mr. and Mrs.
Ralph Fridemann que ni vivían en Baltimore, Md., ni nada, cerca del mundo
diplomático, como nosotros, pero así y todo esa pareja con suerte recibió la
cosa y se fue a ocupar nuestros sitios reservados por la propia Jackie, y vaya
tuerce le dije, porque yo sé que esa historia es verídica, que Ralph es íntimo
de las familias presidenciales, pues yo he visto un retrato autografiado del
presidente Lyndon B. Johnson sobre la repisa de la chimenea en la sala de Ralph
(el dueño de la casa que alquila, ante solicitud oficial de la Embajada
Americana le puso una chimenea a Ralph, con unos leños plásticos y unas luces
rojas disimuladas, que parece que los leños están siempre ardiendo), un retrato
grande en que Johnson aparece con la mano derecha apoyada sobre el respaldo de
una silla y la otra mano en la cintura con esa mirada tan severa, inteligente y
decidida del hombre que rigió los destinos del mundo libre y de su puño y letra
la dedicatoria que dice: To Mr. Ralph Fridemann and his wife, for their
high services in behalf of our nation, truly yours, Lyndon B. Johnson,
President of the United States of America. Y Ralph, cada vez que yo con mi
cocktail en mano me levanto de mi asiento para acercarme a la chimenea y
admirar la foto, me dice con esa sonrisa: oye, mano (porque Ralph estuvo antes
de servicio en México), no te creas, es auténtica; y yo asiento convencido y
pienso: un día que Ralph y Annie vayan a mi casa a cenar, voy a sacar del
aposento el diploma que con su retrato en colores, su Santidad el Papa Pío XII
entregó a mi mamá con motivo de su peregrinación a Roma en la audiencia privada
que le concedió en la Capilla Sixtina, para que vean lo que el propio pontífice
escribió abajo en letra gótica y en español, porque los papas hablan 14 idiomas
como mínimo, una especie de carta pública en la que bendice a todos los de mi
familia hasta en la hora de la muerte y que no firmó de su mano porque estaba
padeciendo un ataque de artritis y le pidió al Cardenal Camarlengo que firmara
por él.
Y sí estoy enterado
de ese viaje me dijo Ralph, no sólo por las comunicaciones oficiales cifradas
que han llegado a la Embajada, también porque Jackie le escribió a Annie una
cartita cariñosa comunicándoselo; pero acerca de que otros clubes se hubieran
adelantado no sabía nada, y no lo creía tampoco, y que en todo caso no me
preocupara, él todo lo arreglaría para que la totalidad de los homenajes pasara
a manos del Virginian Country Club y yo para remachar le recordé, club que fue
fundado con la intención de constituir un enlace permanente entre dos pueblos
hermanos y sí, me repitió, sin duda alguna, despreocupate, che (porque Ralph
estuvo de servicio también en la Argentina), y yo volví a la sala y listo, les
dije. ¿Cómo listo?, me preguntó Freddy, primer vocal de la directiva y siempre
el más desconfiado, yo supongo que debido a cierta envidia para conmigo, debido
a mis éxitos sociales, porque todo el peso del club descansa sobre mis
espaldas, tertulias, garden parties, torneos de golf, tennis, etc.; pues listo,
les afirmé otra vez; tengo todos los hilos cogidos (y el Gral. Cornejo me miró
sonriente, pues vio que estaba hablando su propio lenguaje). Jackie, informé,
viene directo del aeropuerto al cocktail de bienvenida en nuestro club; la
misma noche, banquete de gala, exclusivo para nuestros socios y familias; al
mediodía siguiente, almuerzo campestre, siempre en nuestras instalaciones; y
por la tarde, té de modas con las esposas e hijas de nuestros socios; no va a
quedar tiempo a los otros clubes ni para un rugido. Y ante esta última ironía
tremenda, que era una alusión directa a los Lions, todos rieron a carcajadas y
me palmoteaban, me abrazaban, me querían levantar en vilo, me sofocaban y la
quebradera de vasos era tremenda y María Eugenia se asomó por la baranda del
segundo piso a ver qué pasaba y cuando supo el motivo se retiró sonriente y
satisfecha, ella sabe compartir mis triunfos. Y el past-president me dijo en
medio de la bolina: ¿y con quién hablaste al fin? Pregunta ante la cual todos
callaron, me soltaron y me rodearon ansiosos. –¿Sí, con quién?
Con el Embajador, les
dije. Con el Embajador de los Estados Unidos; y claro, entonces todo está más
que asegurado, gritaron y rieron más alegremente, y vuelta a las felicitaciones
y los abrazos y hay veces que decir una pequeña mentira resulta más
convincente, porque si es cierto que Ralph no es el Embajador sino un
importante funcionario administrativo –Chief clerk– como se firma él
en los oficios que envía a las casas comerciales para comprar todo lo que la
embajada necesita, bujías, grapas, papel, lápices, etc., también es cierto que
bien podría representar con decoro a su gran nación; pero era cosa de dar
efecto a mis palabras y vaya si no obtuve los resultados deseados y todavía
cuando se retiraban y encendían sus autos, los oía comentar, y alabarme, y
reírse y felicitarse de tenerme siempre en la directiva del club. Y el
past-president, apenado, me llamó aparte antes de salir y me dijo: perdoname
hermano, parece que no me habían informado bien, y yo me reí tratando de
parecer agradable; oh, no te preocupes, errar es humano y tú sólo has pensado
en el beneficio del club (y no es por alabanza, pero soy de los pocos que en
este país hablan de tú).
Ralph, tal como me lo
había prometido, se puso manos a la obra a trabajar en favor de nosotros, pero
como sus arreglos eran de tipo secreto no pude enterarme por algunas semanas de
la forma en que caminaban; según Ralph, para no entorpecer sus gestiones,
nosotros no podríamos comunicarnos con Jackie bajo ninguna forma. Pero se
supieron ciertos detalles de la llegada con los que no contábamos: sería por
mar, a bordo de su yate privado, como estación de un crucero mundial, sin que
se informara aún del puerto elegido para su desembarco en Nicaragua, con lo que
fue necesario reunir de nuevo a la directiva y telefonear a Ralph, quien me
reafirmó que no había motivo para preocuparse, que los planes con respecto a
nosotros seguían iguales, ya que Jackie podría ser transportada en helicóptero,
desde el yate a la grama de nuestros campos de golf, aunque yo no confiaba
mucho en esta solución y en el tiempo entre la llamada que hice a Ralph y la
hora acordada para la reunión, pude idear una salida, que ya expuesta pareció
genial a todos y de la que yo mismo me sorprendí, por haberla pensado tan
rápido: comprar un yate, ir al encuentro del que traería a Jackie, aparejar
ambos barcos y hacer que ella pasara de uno a otro cada vez que se le ofreciera
un cocktail, una fiesta o un té, con lo que no correríamos ningún peligro de
que otras personas o grupos de personas, una vez ella en tierra, pudieran
interferir con otros homenajes ajenos a los nuestros. Mis palabras eran
interrumpidas con aplausos; y, continué, cuando avistáramos el yate, haríamos
una especie de abordaje sentimental, disparándole cañonazos de flores nativas y
exigiendo por altoparlantes la rendición. Qué mejor que evitarle el bochorno de
la ciudad, la suciedad, el calor, la gente del pueblo que la acosaría y los
escolares que la fastidiarían pidiéndole autógrafos: y por el contrario,
tendría una cálida bienvenida, se relacionaría sólo con gente de su clase, y
todo ocurriría dentro de Nicaragua, ya que anclarían ambos barcos en aguas
territoriales, y el nuestro llevaría en su mástil más alto la enseña patria,
flameando al viento, palabras estas últimas que provocaron un verdadero delirio
entre los directivos, que no cabían ya de gozo y nuestras señoras, que
conversaban en el living vinieron y compartieron con nosotros.
Ya no cabía duda, se
dijo en los corrillos, quién sería el próximo Presidente del Virginian y a
saber por cuántos años.
No omito decir que
una de las grandes dificultades era la ignorancia acerca del puerto elegido
para que el yate de Jackie atracara, pues nuestro plan de interceptar el barco
en la ruta, resultaría mejor sabiéndolo; pero Ralph me dijo que eso era
imposible, pues la información estaba clasificada como secreta y es más, si
acaso llegase a publicarse el nombre del puerto, me aseguró, se trataría de un
dato deliberadamente falso y a última hora, el barco enfilaría para otro
puerto; con lo que en mi calidad de ejecutor del proyecto, para lo cual me
designó la Junta Directiva, me decidí a seguir adelante sin más alternativa;
entonces planeé que nos embarcaríamos ya próxima la fecha de la llegada, que
Ralph me transmitiría secretamente, andaríamos recorriendo la costa por algunos
días, y cuando el yate de Jackie al fin se acercara, a toda máquina nos
dirigiríamos a su ruta. Con este plan, garantizaba también a los socios y sus
familias un crucero que prometía grandes diversiones.
Y me dormía feliz una
noche, poco antes de dirigirme a los Estados Unidos para cumplir la comisión de
la compra del barco, que tendría que ser considerablemente grande, si se toma
en cuenta que los socios del club suman 450, entre propietarios y concurrentes,
y que habría que embarcar a no menos de 1,500 personas, incluyendo familiares
de los socios, tripulación, servicio, músicos, etc., cuando se me ocurre
pensar: ¿y por cuál de los dos océanos llegará el barco de Jackie? Y me
recriminé angustiosamente: imbécil, sólo se te ha ocurrido que el yate pueda
llegar por el Pacífico: ¿y si, como es más lógico, viniendo del mar
Mediterráneo, llega por el Atlántico y nos sorprende entrando por Bluefields? Y
raudo me levanté de la cama y a pesar de que eran las dos de la madrugada,
llamé a Ralph y le expliqué mis temores. Oh, no te preocupes, dijo, eso se
sabrá con tiempo, y así el barco de ustedes podrá esperar donde más convenga, y
colgó, dándome la impresión de que había hablado medio dormido, y ya no tuve
gusto desde entonces, hasta que tras mucha insistencia en los días sucesivos,
Ralph accedió a revelarme, so peligro de que se le acusara de alta traición,
que el yate entraría por el Pacífico, cruzando por el canal de Panamá
procedente de las islas Vírgenes, lo cual yo le agradecí en el alma, porque me
dije: esto sólo lo hace un amigo de verdad, y feliz me fui a New Orleans, a ver
los barcos que se nos ofrecían en venta, no nuevos completamente, pero sí en
magníficas condiciones, según las cartas de los comisionistas navales, pero en
llegando allá no me gustó ninguno, todos viejos y herrumbrados, los servicios sanitarios
no funcionaban, los camarotes olían a moho, las pistas de baile hundidas, las
piscinas hechas una ruina, y, me enorgullece decirlo, ninguno valía tanto como
nosotros estábamos dispuestos a pagar.
Y ya me regresaba
desilusionado a Nicaragua por no haber encontrado el barco apropiado para
exponer a mis consocios una oferta del Japón que había recibido, cuando un
agente me llamó de San Francisco, Cal., para ofrecerme en venta, ¡nada menos
que el Queen Elizabeth! Perfectamente conservado, casi como el día de su
botadura, surto ahora en la bahía, donde proyectaban dejarlo anclado para
convertirlo en hotel de lujo, así que accedí a verlo, poseído de extraña
alegría, pues me decía: conseguir este barco sería grandioso, Dios Santo, ¡el
Virginian Country Club compra el Queen Elizabeth para recibir a Jackeline
Kennedy!
Llegado allá, todo
fue como por obra de milagro: vi el barco y me conquistó (mi madre había
viajado en él en su travesía a Roma); qué joya monumental, qué esplendor
indescriptible, un verdadero palacio flotante, una ciudad que navega (frases
que, para ser honrados, leí en los folletos plegables de propaganda que me
obsequió el agente); era impresionante contemplar sus doce pisos, sus docenas
de tiendas, sus diez teatros, sus diez cines, catorce pistas de baile, ski
acuático, ski sobre hielo; sus quince piscinas, sus ocho canchas de tennis,
cuatro de frontón, diez de crocket; sus tres mil camarotes de lujo, sus cinco
capillas para servicio de cinco religiones distintas, bares por doquier, salas
de juego, casinos, solariums, todo lo que uno pudiera desear. El precio, frente
a lo que aquel monumento significaría para nosotros, no era excesivo, de modo
que inmediatamente me puse al habla con mis consocios en Nicaragua y tras una
semana de comunicaciones, negociaciones y transacciones, la suma estaba
reunida, garantizaban la compra los bancos más serios del país, las compañías
financieras más sólidas, las empresas industriales y agrícolas de mayor
prestigio, todas manejadas por socios del club; por último, y este gesto me
conmovió tanto, se invirtió en la compra no sólo el capital social del club de
manera íntegra, sino que también se dieron en hipoteca sus edificios, prados,
canchas e instalaciones en general. Quedamos comprometidos hasta los tuétanos,
pero la transacción se cerró en el propio barco, en la suite del capitán, una
noche para mí histórica; debo aclarar, como acto de justicia, que todos
nuestros consocios estuvieron plenamente conscientes desde el primer momento de
lo que aquel paso significaba: la gloria, la consagración definitiva de nuestro
amado centro social. Pagábamos por el bombazo social del año, o de todo el
siglo, en Centroamérica, el Caribe, Latinoamérica si se quiere; repercutiría
hasta en los Estados Unidos, nos inscribirían con letras de oro en los anales
del jet set, ya para siempre; la revista Time tendría que poner
nuestros nombres en su afamada sección “People” e incluso, quién me decía que
no, el mío aparecería al morir yo algún día, en la sección “Milestones” del magazine.
Mi regreso a
Nicaragua lo hice por supuesto, embarcado en el Queen Elizabeth, con su
tripulación completa a bordo y el barco al mando de su viejo capitán, el mismo
que poco antes había conducido la nave a lo que él creyó su cementerio, como me
lo dijo llorando.
Nunca antes un barco
de tal categoría y tamaño había atracado en puerto nicaragüense, por lo que
nuestra llegada era en definitiva una fiesta nacional, miles de personas
congregadas en el puerto de Corinto, y ése fue uno de mis días de mayor gloria:
el único pasajero era yo, el autor de aquel fabuloso negocio, el cristalizador
de las ambiciones de nuestros socios; ahora ya no podría decirse que Nicaragua
no esperaba a Jackeline Kennedy como ella se lo merecía: nada menos que a bordo
del Queen Elizabeth.
De acuerdo con los
informes de Ralph, faltaba un poco más de dos meses para el arribo, de manera
que no podíamos atrasarnos en los preparativos; las fortunas personales de
nuestros más pudientes socios se comprometieron en los gastos sucesivos:
engalanar el buque para la ocasión; renovar muebles, cortinajes, lámparas,
platería, loza, cristalería, relojes, espejos, alfombras; todo vino fletado en
aviones expresos; cientos de técnicos extranjeros montaban nuevas canchas de
deportes, reacondicionaban las piscinas, revisaban el agua potable, la
electricidad, la música ambiental, los frigoríficos, las cocinas y se trajeron
a bordo los cargamentos de licores, carnes, aves, mariscos, verduras, frutas,
cereales, conservas. No huelga reiterar que todo vino de los Estados Unidos,
desde el servicio de camareros especializados en cruceros marinos, hasta los
músicos, los cocineros, los floristas, los peluqueros, los masajistas. (Nuestra
única pena era que frente a nuestro Queen Elizabeth, el yate de Jackie
parecería muy pequeño, pero sinceramente no creíamos causarle ofensa con esto.)
Yo fui en esos días,
y sería falsa modestia negarlo, uno de los personajes más importantes del país
para entonces; el Presidente de la República me invitaba a sus fiestas, me
obsequiaba con cenas íntimas, sólo para insinuarme cada vez, el nombre de algún
ministro de Estado o funcionario suyo para ser invitado; como en el barco
sobraban lugares, ya que el Queen Elizabeth resultó demasiado grande para
nuestros socios y sus familias, sacamos a la venta camarotes, con derecho a la
travesía y asistencia a todas las fiestas en honor de Jackie; las solicitudes,
que llegaron por millares, se examinaban muy rigurosamente y se aceptaban por
partes, para no provocar ninguna reacción desagradable, de modo que aún la
semana anterior al inicio del viaje, teníamos en cartera más de tres mil
solicitudes, aunque los espacios disponibles no llegaban ya a cincuenta. En el
mercado negro, los derechos de subir a bordo y estadía se cotizaron hasta en
diez mil dólares, pero el club no intervino en estos manejos, pues siempre
vendió las invitaciones a un precio públicamente establecido. Pero las pujas
eran tan violentas que recuerdo riñas a bofetadas, insultos en los periódicos y
hasta tiros, y era por eso que el Presidente de la República trataba de influir
en mí, que a la postre controlaba y decidía sobre las solicitudes, para que
tomara en cuenta a sus allegados, sobre todo a los militares, a la mayoría de
los cuales no se les aceptaba en nuestro club.
Las envidias que
despertarnos, hay que decir que fueron terribles; se nos atacaba, se apedreaban
nuestras casas, nuestros automóviles; se organizaron desfiles públicos en
contra nuestra, mítines; se amenazó con huelgas en nuestras fábricas y
comercios, todo, me parece, motivado por un resentimiento de quienes no
pudieron abordar el Queen Elizabeth, ya fuera porque no contaban los
organizadores de estas desagradables manifestaciones con el dinero suficiente,
o porque sus solicitudes fueron rechazadas al no considerárselas viables. Se
nos negaba el saludo, se nos infamaba por la espalda; ¿qué culpa teníamos
nosotros –como se nos achacaba– de que familias enteras hubieran vendido sus
bienes, adquirido préstamos onerosísimos, sólo para unirse al viaje?
Y al fin llegó el
día. Al fin nos embarcamos. Bandas de música pagadas por el club; niñas con
canastas de flores también pagadas por el club nos despidieron en el muelle y
se tocaron los himnos de Estados Unidos, Nicaragua y Grecia, el que confieso no
conocía; se izaron los pabellones en los mástiles del buque y zarpamos.
Zarpamos sin Ralph y sin Annie, circunstancia que es la fecha y no me explico,
pues no se presentaron al puerto a la hora convenida, pese a que un día antes
les visité en su casa para darles la sorpresa de que vendrían con nosotros como
invitados de honor del club (Ralph por pura desidia no se había hecho socio) y
que en vista de su amistad íntima con Jackie, tocaría a Annie presentarle en
nombre del club, al momento de la ceremonia de bienvenida, un gran corazón de
flores rojas con una inscripción que en letras de oro diría:
A JACKIE, CON NUESTRO CORAZÓN
...honor que a pesar de corresponder a
la esposa del presidente del club yo había maniobrado para que se dejara a
Annie, mostrando así a Ralph cómo estaba de agradecido por todo lo que hizo por
nosotros, pero Annie se mostró muy confusa y muy afligida, la pobre, no era
para menos y llamó a Ralph aparte y les oí discutir y al fin regresaron y me
dijeron que sí, que estaba bien, que con mucho gusto, muy pálidos ambos por la
emoción, quizá, y sería por ese shock que les produje que no vinieron a bordo,
pero aquí andamos aún navegando y ya la vida se hace aburrida, días y días, no
sé si meses de recorrer estas costas y divisar a lo lejos el humo de los
volcanes, la vegetación, las luces de los pequeños puertos, de ver cómo
anochece y cómo llueve, cansados de la misma música, de los mismos juegos, la
comida ya racionada, los socios afligidos y sus familias con tanto tedio, pero
Jackie no puede fallar y de una ruta a otra navegamos y buscamos el lejano humo
de su yate en la distancia, porque estamos seguros de que tiene que venir, y
cada amanecida es una nueva esperanza de que éste sí será el día de fiesta, de
las dianas, del corazón de flores rojas, porque sí llegará Jackie a las costas
de Nicaragua aunque pasen los días, pues no quiero ni pensar en lo terrible que
sería volver a enfrentar las caras de burla de nuestros enemigos y cuando me
encuentro en cubierta con mis compañeros de la Junta Directiva que pasan
sombríos, con la mirada les digo: yo por lo menos, nunca jamás regresaría.
1971.
(Charles Atlas también muere, 1976)
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