7 de enero de 2016

Catalina y Catalina

Sergio Ramírez Mercado

Esa tarde Catalina planchaba en combinación y sostén como todas las tardes, para aliviarse del calor, porque el cuarto era estrecho y mucho el fogazo de la hornilla de fierro donde se calentaban las planchas, o porque de verdad fuera una adúltera y por eso no se rasuraba los sobacos, aunque sí, y por lo mismo, se depilaba meticulosamente las piernas con una pinza. Adúltera, como después no se cansaría de acusarla mi padre delante de cualquiera, mordiendo las palabras entre las coronas metálicas de su dentadura. Y ya no tuve nunca otra forma de verla en adelante que a la luz de aquella acusación terrible que me recordaba la historia sagrada, derribada a pedradas en el polvo Catalina, magullada y ensangrentada bajo una lluvia de piedras, hasta morir.
    
Como todas las tardes, con el dedo humedecido de saliva, probaba Catalina el calor de las planchas y se aplicaba con decisión sobre los cuellos y puños de las camisas blancas que rociaba con agua almidonada, usando una bomba de flit; una vez planchada cada camisa, iba a depositarlas, desplegadas, sobre la cama, dentro del mosquitero extendido para que no les cayera el polvo; y en los descansos, acercaba a los carbones de la hornilla de fierro la cabellera rojiza para encender los cigarrillos Valencia que fumaba pensativa, sonriendo sola a veces, un brazo cruzado sobre el vientre desnudo, húmedo de sudor, el otro frente al rostro nublado por las lentas bocanadas que tardaban un mundo en deshacerse.
    
Catalina tenía la cabellera tirando a rojizo, los ojos de un amarillo claro y la voz ronca. Una vez, viéndola así, distraída, le preguntó mi padre al pasar para la calle, siempre mordiendo las palabras, que en qué pensaba tanto, como si aquello de verla así, perdida en lontananzas, lo molestara en el alma; se sonrió ella diciéndole que pensaba en países lejanos; y le contestó él, ya agriado, que tuviera mucho cuidado en no engañarlo sobre lo que andaba divagando su cabeza porque le podía costar muy caro.
    
Y, entonces, resultó lo de esa tarde que empecé diciendo, cuando apareció mi padre, de pronto, en la casa, a una hora en que nadie lo esperaba. Yo estudiaba en voz alta las guerras púnicas, sentada en un banquito al pie del planchador y mi hermano remendaba en el suelo un barrilete, usando el mismo almidón de las camisas. Decían, con admiración, que el secreto de Catalina para dejar aquellos cuellos y puños tan tersos y a la vez tan firmes, que hacía que le llovieran los encargos y la casa anduviera siempre llena de camisas blancas, camisas en el tendedero del patio, camisas sobre las sillas, sobre la mesa del comedor y debajo del mosquitero, estaba en la forma en que preparaba su almidón, batiéndolo despacio sin que al final se les espesara mucho, y en aquel procedimiento suyo de rociarlo en las camisas con una bomba de flit; pero yo más bien creo que se debía a su tesón con la plancha. Su brazo derecho, con el bíceps desarrollado, se había vuelto fuerte y musculoso, como de boxeador.
   
Mi padre se plantó frente a ella, menudo y nervioso como era, la manzana de Adán en un tenso temblor bajo la piel lastimada por la cuchilla de afeitar, las venas en enjambre repintadas muy gruesas en el cuello y debajo del vello de los brazos. La examinó de los pies a la cabeza, con ojos de desprecio; después le escupió en la cara, aún con más desprecio, y le ordenó que se fuera inmediatamente de la casa llamándola una y otra vez adúltera. Catalina, sin discutirle nada, se limpió con los dedos la saliva que le bajaba por la barbilla, y con su voz ronca le dijo que sí, que se iría, que no se preocupara, pero primero tenía que terminar de planchar las camisas blancas y le faltaba todavía media docena. Él, por toda repuesta, volvió a escupirle y volvió a la calle.
    
Entonces, cuando se había ido, mi hermano y yo corrimos llorando al lado de Catalina y nos prendimos de su combinación, pidiéndole que no hiciera caso, que no se fuera. Ella siguió en su tarea de planchar y, mientras tanto, nos decía que no creyéramos nada malo de ella, que no era ninguna adúltera, eran cuentos y enredos de sus cuñadas que nunca la habían querido, pero que lo mejor era obedecer, que todos le debíamos obediencia a mi padre aunque estuviera equivocado, que nos portáramos bien y estudiáramos las lecciones, que nos iba a escribir, y que no me olvidara yo de entregar las camisas planchadas en las casas donde pertenecían, todas me las iba a dejar listas, debajo del mosquitero.
   
Y ya listas todas las camisas, se fue al cuarto a meter en una caja de avena Quaker, que sacó de debajo de la cama, su ropa y sus cositas que tenía en el saliente de la ventana, una polvera musical, una muñequita china de porcelana con un paraguas, una foto suya entre pinares de cuando había ido en bus a Jinotega en un paseo, siendo soltera. En ese mismo saliente de la ventana, mi padre manejaba, debajo de una piedra de río, unos poquitos libros que nunca cambiaron ni dejaron de estar allí: El Conde de Montecristo, una novela de Xavier de Montepin que no recuerdo y un Almanaque Mundial que aún para entonces era ya viejo, de varios años atrás.
    
Después, Catalina se vistió, tranquila, silbando por lo bajo, como silbaba, a veces, cuando planchaba, y salió a la calle cargando la caja. La recuerdo en la puerta mirando en distintas direcciones como si no supiera para dónde iba a coger, parpadeando como si la deslumbrara mucho el sol, y recuerdo el vestido con que se fue, un vestido gris de tela de gro, bordado de negro en el cuello, que alguna vez había sido de fiesta, descosido de algunas puntadas en un costado. Tenía veintisiete años para entonces Catalina y, ya dije, el pelo tirando a rojizo, los ojos de un amarillo claro y la voz ronca.
    
Eran los tiempos del algodón. Mi padre era mecánico de tractores Caterpillar en el taller de la Nicaragua Machinery en Masaya, y le habían otorgado un diploma del mejor mecánico del año que colgaba en la pared, al lado de la mesa del comedor. Ganaba muy bien, tanto como para mandarme a mí al colegio de las monjas del Rosario y dar cada sábado fiestas en el patio que empezaban desde el mediodía. No necesitaba Catalina empeñarse en planchar camisas, él tenía suficiente para proveer; pero si quería seguir desarrollando su brazo de boxeador con el ejercicio de la plancha, allá ella.
    
La crudeza de carácter de mi padre la resumo hoy, no sé por qué, en su grueso cinturón de vaqueta trabajado al buril, en el sombrero de fieltro con manchas de sudor que no se quitaba ni dentro de la casa, y en sus botas recias, botas de trabajo, pero siempre bien lustradas, extrañas en su brillo porque se suponían unas botas que no debían brillar. Y sobre todo en su voz, una voz de órdenes secas que no tenía matices, la voz con que le ordenó a Catalina salir para siempre de la casa, después de llamarla adúltera, moliendo las palabras entre las coronas metálicas que se entreveían cuando comía, o cuando cantaba.
   
Porque mi padre cantaba boleros. Extraño, si se quiere; pero ya avanzadas sus fiestas del sábado, mandaba a la calle a buscar algún trío; se sentaba en un banquito bajo, delante de los guitarristas, se aconsejaba con ellos, cada vez, en el acompañamiento, y entonaba las letras con una voz suave y esquiva, siempre sin matices, los ojos cerrados y la mano en el entrecejo; y seguía cantando, bolero tras bolero, aunque la gente dejara de ponerle oído, y bebiendo, después de terminar cada canción, sorbos de un vaso de agua tibia que Catalina, por órdenes suyas, le ponía al lado, en el suelo.
    
Nunca puedo imaginarlo cantándole boleros a Catalina, sin embargo, ni acariciándola en la oscuridad, o quitándole alguna prenda de vestir mientras la besaba. Pero recuerdo una tarde de un sábado que me aburría en la casa y entré de pronto al dormitorio de los dos, en busca de nada; saltó él de la cama, desnudo, y se quedó sentado en el borde, encogido, sin darme la cara, mientras Catalina, desnuda también y bañada de sudor, se cubría hasta la cintura, sin quitarme la vista, recogiendo la sábana con extremo cuidado como si tratara de entrar en ella sin que yo me diera cuenta, mientras con su voz ronca, más enronquecida aún, me pedía que saliera.
    
Tampoco lo recuerdo haciéndome alguna caricia a mí, ni me recuerdo sentada nunca a la mesa junto a él. Se ponía a comer con mi hermano al lado, y ya cuchillo y tenedor en mano pasaba revista al plato, dividiéndolo luego con una señal de los cubiertos en cuatro partes iguales, como un campo de batalla, para empezar entonces su acometida, masticando de manera meticulosa y reflexiva y mirando de nuevo la comida antes de emprender cada bocado, sus ojos hostiles vigilando alrededor para prevenir cualquier interrupción.
    
Mi hermano y yo averiguamos al fin adónde se había ido Catalina. A la casa de su hermano Noelito, el escribiente del juzgado, cerca de la estación del ferrocarril, porque llegó un día mi tía Fula, que era la peor de todas, a decirle a mi padre que ésa seguía en Masaya, la desvergonzada, y que en la casa de su hermano alcahuete, Noelito, el escribiente del juzgado, que no tenía ni dónde caer muerto, recibía al querido.
    
Esta Fula y mis otras tías se daban ínfulas sociales, caminaban con paso altanero como si el suelo tuviera que pedirles permiso para dejarse pisar, iban a misa de sombrero, sombreros de velillo pendiente, adornados de flores artificiales, y anteojos de sol, que no se quitaban dentro de la iglesia porque para ellas eso era de grandes damas, hablaban continuamente de apellidos y riquezas, y tampoco tenían dónde caer muertas, igual que mi tío Noelito, que siempre usaba los mismos pantalones, muy bien remendados, con mucho primor, pero los mismos pantalones que si eran oscuros iban perdiendo el color hasta que los años los desvanecían por completo, y él hacía broma de aquella prueba de pobreza diciendo que así estrenaba sin gastar porque, al fin y al cabo, con el tiempo y un pelito, de todos modos llegaba a tener pantalones de distinto color.
    
Otra tarde en que caía un aguacero muy recio, mi hermano y yo nos concertamos para subirnos enganchados a la culata de un coche de caballos que llevaba pasajeros a la estación del ferrocarril, y fuimos a buscar a Catalina a la casa de su hermano Noelito. Pero ya no estaba.
    
Mi tío Noelito, que usaba un cabo de lápiz detrás de la oreja porque aquel era su oficio, escribir siempre, nos secó las cabezas con una toalla, nos fue a comprar él mismo, remojándose, una coca cola para cada uno a la pulpería de enfrente, nos metió a su aposento, que quedaba detrás de un biombo forrado con carátulas de revistas, nos sentó en su cama y nos explicó que Catalina se había trasladado a Managua con la voluntad de conseguir allá un dinero para el pasaje aéreo y así irse a vivir a Los Ángeles, donde ya tenía asegurado un trabajo de planchadora de cuellos y puños en una fábrica de camisas Van Heusen de unos judíos; que nos había dejado saludos por si acaso llegábamos a verla, y que antes de irse le había encargado comprarnos esas coca colas, de cuenta de ella. Y nos entregó el vuelto del billete que ella le había dado para las coca colas.
    
Al oír aquellas noticias, yo empecé a llorar muy bajito, mientras me tomaba la coca cola, y mi hermano sólo me miraba, muy asustado, y después me pedía que no llorara porque entonces él también iba a llorar.
    
No tiene nada malo que lloren por el recuerdo de su mamá, nos dijo entonces mi tío Noelito; es una mujer buena y trabajadora y estoy seguro de que apenas tenga con qué, los manda a traer a los dos para que vayan a pasear a los Estados Unidos y quién quita y hasta aprenden a hablar en inglés. Con esa promesa algo me consolé, y mi hermano se puso a preguntar sobre aquel viaje como si ya al día siguiente fuéramos a subirnos al avión.
    
Entonces, le pregunté yo a mi tío Noelito, así, de pronto, si era cierto que Catalina era una adúltera, y aunque se lo pregunté dos veces, se hizo el disimulado, y más bien me preguntó él si me gustaba coleccionar estampillas; tenía una del volcán Momotombo, en forma de triángulo, que era escasa. Y aunque le dije que no, porque nada tenía que ver yo con estampillas, y lo que quería era que me contestara lo que le estaba preguntando, fue a sacar de una gaveta la estampilla, que me regaló, diciéndome que sería bueno que me volviera filatélica como él. Y dijo mi hermano: ¿es filatélica, lo mismo que adúltera?
    
Pero mi tío Noelito, muy atolondrado, le contestó que no, que eran palabras muy distintas; y que nos fuéramos ya para la casa, ya había escampado, no viniera a darse cuenta su cuñado de que estábamos allí y Dios libre. Y nos tomó de la mano y nos llevó hasta la puerta.
    
No eran muchos los hombres que se relacionaban con Catalina. Recuerdo a dos. Valentín, mesero del Club Social que entraba con todo y bicicleta a la casa, a dejar el costal de sus camisas blancas sucias, un costal de harina Espiga de Oro, media docena por vez de camisas Venus, porque era su obligación atender a los socios de camisa blanca y corbatín negro. Después de un rato se iba, manejando su bicicleta con una sola mano, las perchas con sus camisas blancas en la otra, flameando al viento.
    
Este Valentín, decía Catalina en son de reproche y como si él no estuviera allí, ya le he dicho que no se ponga tanta brillantina en el pelo, porque le chorrea con el sudor en el cuello de las camisas y cuesta tanto sacar la costra de grumo que ni raspándola con un cuchillo. Y respondía siempre Valentín: es que me tengo que ver elegante, Catalina.
    
Valentín, para que ella lo hubiera llegado a tomar como pareja de adulterio, no era ni bien parecido ni nada. Un hombre sin gracia, común y corriente. Pero un día de Santa Catalina, que tuvo que haberlo averiguado él en el almanaque, porque no se celebra por lo común, le llevó una tarjeta grande, de esas perfumadas, con dos corazones rojos de satín acolchado, que fue a entregarle hasta la mesa de planchar sin dejar la bicicleta que hacía girar sola sus pedales mientras él la empujaba por el manubrio. Ella, amuinada, sin alzar la cabeza, recibió la tarjeta y la guardó muy veloz bajo las camisas lavadas. Es todo lo que recuerdo.
    
El otro era Peter, el gerente de la sucursal del Banco Calley Dagnall, que sólo usaba camisas Arrow de mancuernillas, y eran una novedad que admiraba a Catalina las ballenitas de plástico que traían los cuellos por debajo para mantenerlos firmes. Peter se quedaba largo tiempo conversándole a Catalina cuando llegaba a dejar sus camisas en un saco de lona con las marcas del banco, de los mismos que servían para transportar billetes.
    
Le conversaba y le contaba chistes de los que ella se reía mientras planchaba, reprimiendo la risa con la boca cerrada, chistes de curas, conventos, monjas, burros, arrieros y loras, siempre había una lora en aquellos chistes; y siempre que terminaba de contar alguno, lo celebraba chocando las manos por arriba de la cabeza e iniciaba un paseo por el cuarto, moviendo las caderas, como en un paso de baile, y volvía a chocar las manos tantas veces como le fuera posible. Un día, algo que yo no oí le dijo Peter y ella se quedó algo así como pestañeando y tal vez llorando, y nunca volvió a aparecer Peter con sus camisas Arrow.
    
Eso fue todo. Salvo que, delante de Valentín y delante de Peter planchaba Catalina en combinación y sostén; entraban ellos y no se preocupaba de correr a ponerse nada encima, igual que si fuera mi padre el que entrara. Y aquello de quedarse delante de hombre extraños medio desvestida, que más bien podría ser prueba de su inocencia, mi tía Fula lo alegaba como prueba de su maldad, lo mismo el hecho de que todas las noches fuera sola al cine; asunto que no era su culpa, porque a mi padre le repugnaban las películas.
    
Ahora tengo la edad que tenía Catalina cuando se fue de la casa, veintisiete años; y quienes la conocieron de joven siempre me dicen que me parezco mucho a ella. Debe ser. Por lo menos tengo el pelo tirando a rojizo, aunque lo uso muy corto, los ojos de un amarillo claro, aunque desde los doce años llevo lentes, por la miopía; y la voz ronca, una voz que, según me dicen, es de tono sensual; una voz de alcoba, me dijo alguien una vez. Me llamo, además, Catalina. Y me quedé llamándola a ella por su nombre, Catalina, porque se fue lejos para siempre, y porque está de por medio esa acusación en su contra de haber sido adúltera, que sea o no cierto el hecho, me quitó también, desde entonces, la inclinación de llamarla mamá.
    
Cómo será ahora Catalina, qué aspecto tendrá, si conservará el color de su pelo o tendrá canas, arruguitas junto a los ojos y la boca, si seguirá fumando en combinación y sostén, si será siempre musculoso su brazo de planchar, si al fin habrá tenido allá un amante, en el caso de que no lo tuvo aquí. No lo sé. Nunca volvimos a verla, nunca tuvimos una fotografía suya, ni nos escribió nunca invitándonos a pasar una temporada con ella en Estados Unidos, como creía el pobre de mi tío Noelito: las vacaciones se les van a hacer pequeñas por tantos lugares donde su mamá los va a llevar a pasear, conocerán al perro Lassie en persona, comerán golosinas de allá, empacadas en celofán, y valijas nuevas, de esas de zipper, tendrán que traer por tanta ropa americana que ella va a comprarles. Mentiras.
    
Me bachilleré en el colegio de las monjas del Rosario, mi padre dio a hacer un traje entero para llevarme del brazo, siempre de botas fuertes, bien lustradas; yo le escogí en el almacén de Elías Frech la corbata que se puso, aunque se portó rebelde, ya vestido, a la hora de ir yo a cerrarle el botón del cuello porque le molestaba la manzana de adán. Y fue una de las pocas veces que lo vi reír, enseñando sus calzaduras metálicas, diciéndome que lo dejara, que el botón le apretaba mucho y que iba a parecer chivo ahorcado, con los ojos tan sobresalidos. Y asistió a la ceremonia con el cuello abierto, un sombrero nuevo que compró por su propia cuenta en el mismo almacén de Elías Frech, y unos anteojos oscuros, como mi tía Fula. Y nunca volvió a juntarse con ninguna otra mujer. Por lo menos, ninguna mujer que pusiera los pies en la casa.
   
Un día, mi hermano no amaneció en la casa. Se fue a la clandestinidad, como se estaban yendo muchos de su edad en Masaya, y quedó faltando en su lugar en la mesa de comer al lado de mi padre. Él no dijo nada, ni preguntó nada, y en su aparente tranquilidad daba a entender que mi hermano lo había prevenido de su desaparición, sólo para no verse disminuido en su autoridad; algo muy falso, si costaba que los dos se pasaran palabra. Y en los meses que siguieron, al terminar su tarea de comer, sólo miraba con ojos fijos a la silleta vacía, claro que preocupado, mientras, por largo rato, se escarbaba los dientes con el palillo.
    
Me matriculé en derecho en la UCA y debía viajar todos los días a Managua, con lo que las relaciones con mi padre se fueron haciendo más lejanas, pues apenas nos veíamos por las noches y él con su costumbre constante de no admitirme nunca a la mesa aunque ahora tuviera que comer solo; y así, con esa distancia, yo tampoco iba a contarle que estaba metida en una célula clandestina y que recibía entrenamiento en el manejo de armas. Vino la insurrección de septiembre, me advirtieron que me buscaba la OSN, terminé asilada en la embajada de Costa Rica y salí exiliada para San José.
    
En el aeropuerto, cuando los exiliados, que éramos más de cincuenta, subíamos al avión charter en fila de uno, lo vi desde lejos en el balcón de la terminal desierta en un momento en que me volví por acaso, detenida frente a los agentes de la seguridad que comprobaban mi nombre en la lista. No sé cómo habrá llegado hasta allí, si habían prohibido la entrada a todos los familiares. No quitó un solo momento las manos de la barandilla, no hizo ningún ademán de saludo. Pero había venido a despedirme, por eso estaba allí bajo el sol; y desde lejos creía verlo masticar algo entre sus calzaduras metálicas, palabras que no salían de su boca cerrada, o acaso sólo masticaba sinsabores.
    
Llegó el año de 1979. Entonces, en plena ofensiva final, mataron en combate a mi hermano, integrado a las fuerzas del Frente Sur que avanzaban desde la frontera con Costa Rica en busca de tomar la ciudad de Rivas. La columna logró recuperar el cadáver y lo enterramos en el panteón del poblado de La Cruz, del lado costarricense. Y entonces, llamó Catalina.
    
Fue al día siguiente del entierro. No se cómo habrá averiguado mi teléfono si en aquella casa de Curridabat vivíamos tantos escondidos tras seudónimos, y nos cambiábamos, además, de domicilio tan a menudo. Pero llamó. Te llaman por larga distancia, me dijeron. Yo estaba acomodando medicinas, vendas, gasas y esparadrapos en una caja, la última de un lote que debía salir esa mañana para el Frente Sur. Quién, pregunté. Dice la operadora que de Los Ángeles. Y corrí al teléfono. Catalina llamando a Catalina. ¿Es usted Catalina? Catalina, aquí está Catalina en la línea, adelante. Y esperé. Fueron segundos, muy largos. Adelante, dijo otra vez la operadora, y hubo un nuevo silencio.
    
¿Cómo sería su voz? ¿Sería aún más ronca que antes?
    
No pude saberlo porque lo que escuché fue un llanto que empezaba, una explosión lejana, un fulgor, un derrumbe, una polvareda de llanto, y yo también empecé a llorar como si todos aquellos años no hubiera hecho más que acumular mi carga de llanto para esperar la llegada de aquel momento en que tendría que responderle, llorando, llanto con llanto, y llorábamos y ninguna de las dos dejaba de llorar, y sólo nuestros sollozos en pugna que crecían, buscaban sosiego y después volvían a irrumpir con violencia desconsolada, podían percibirse a los dos lados de la línea, un llanto acercándose y otro llanto alejándose, uno que venía y otro que se iba para encontrarse, rechazarse y volver a encontrarse otra vez.
   
Era tanto tiempo, tantos años, había tantas cosas que decirse, buscar entre las dos, Catalina y Catalina, aquel hilo roto desde la tarde que la había visto por última vez en la acera, el viejo vestido de fiesta descosido en el costado, con la caja de su ropa en la mano, sosteniendo el cordel del amarre, tenso, entre los dedos, sin acertar a decidir dónde dirigirse, cegada por el sol; contarle, al menos, como si hubiera sido una cosa de ayer, que mi tío Noelito había cumplido con el encargo de comprarnos las coca colas con el dinero que ella le había dejado, y que me contara ella si se había marchado a Managua con su amante porque era una adúltera, o es que no tuviste nunca ningún amante y no fuiste una adúltera, mentía mi tía Fula, la muy engreída, mentían todas esas tías venenosas, enganchados en la culata de un coche fuimos a buscarte, desvalidos los dos en aquel aposento, remojados de lluvia, temblando de frío, no debía llorar yo para que no llorara mi hermano que me decía: voy a llorar, hermanita, tuvo que haber muerto él para que llamaras por fin, Catalina, qué te costaba, qué te hiciste todo este tiempo, ni una carta tuya, ni una línea, ni una razón, jamás nos mandaste una foto, me pusieron anteojos de miope, cumplí quince años, tuve mi fiesta, me bachilleré, se fue a la guerra mi hermano, yo me vine al exilio, a él lo mataron, cayó rescatando a un compañero herido bajo el fuego de los morteros en la colina 55, yo me he puesto luto, le pusieron su nombre a la columna guerrillera, ahora uso muy corto el pelo, qué te costaba comunicarte con nosotros para decirnos si estabas viva, iba a decirle yo con mi voz ronca aún más ronca por el llanto apenas dejáramos de llorar pero aún lloramos bastante rato todavía.
    
Y cuando, tanto tiempo después, al fin nos sosegamos, sorbiendo las dos el llanto, vino otro silencio; y, allá, en la distancia, desde muy lejos, oí decir:
    
–Catalina, Catalina. ¿Está allí?
    
–Número equivocado –dije yo. Y colgué.

Managua, diciembre de 1994 / abril de 1995.
(Catalina y Catalina, 2001)

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