Sergio Ramírez Mercado
Esa tarde Catalina planchaba en
combinación y sostén como todas las tardes, para aliviarse del calor, porque el
cuarto era estrecho y mucho el fogazo de la hornilla de fierro donde se
calentaban las planchas, o porque de verdad fuera una adúltera y por eso no se
rasuraba los sobacos, aunque sí, y por lo mismo, se depilaba meticulosamente
las piernas con una pinza. Adúltera, como después no se cansaría de acusarla mi
padre delante de cualquiera, mordiendo las palabras entre las coronas metálicas
de su dentadura. Y ya no tuve nunca otra forma de verla en adelante que a la
luz de aquella acusación terrible que me recordaba la historia sagrada,
derribada a pedradas en el polvo Catalina, magullada y ensangrentada bajo una
lluvia de piedras, hasta morir.
Como todas las
tardes, con el dedo humedecido de saliva, probaba Catalina el calor de las
planchas y se aplicaba con decisión sobre los cuellos y puños de las camisas
blancas que rociaba con agua almidonada, usando una bomba de flit; una vez
planchada cada camisa, iba a depositarlas, desplegadas, sobre la cama, dentro
del mosquitero extendido para que no les cayera el polvo; y en los descansos,
acercaba a los carbones de la hornilla de fierro la cabellera rojiza para
encender los cigarrillos Valencia que fumaba pensativa, sonriendo sola a veces,
un brazo cruzado sobre el vientre desnudo, húmedo de sudor, el otro frente al
rostro nublado por las lentas bocanadas que tardaban un mundo en deshacerse.
Catalina tenía la
cabellera tirando a rojizo, los ojos de un amarillo claro y la voz ronca. Una
vez, viéndola así, distraída, le preguntó mi padre al pasar para la calle,
siempre mordiendo las palabras, que en qué pensaba tanto, como si aquello de
verla así, perdida en lontananzas, lo molestara en el alma; se sonrió ella
diciéndole que pensaba en países lejanos; y le contestó él, ya agriado, que
tuviera mucho cuidado en no engañarlo sobre lo que andaba divagando su cabeza
porque le podía costar muy caro.
Y, entonces, resultó
lo de esa tarde que empecé diciendo, cuando apareció mi padre, de pronto, en la
casa, a una hora en que nadie lo esperaba. Yo estudiaba en voz alta las guerras
púnicas, sentada en un banquito al pie del planchador y mi hermano remendaba en
el suelo un barrilete, usando el mismo almidón de las camisas. Decían, con
admiración, que el secreto de Catalina para dejar aquellos cuellos y puños tan
tersos y a la vez tan firmes, que hacía que le llovieran los encargos y la casa
anduviera siempre llena de camisas blancas, camisas en el tendedero del patio,
camisas sobre las sillas, sobre la mesa del comedor y debajo del mosquitero,
estaba en la forma en que preparaba su almidón, batiéndolo despacio sin que al
final se les espesara mucho, y en aquel procedimiento suyo de rociarlo en las
camisas con una bomba de flit; pero yo más bien creo que se debía a su tesón
con la plancha. Su brazo derecho, con el bíceps desarrollado, se había vuelto
fuerte y musculoso, como de boxeador.
Mi padre se plantó
frente a ella, menudo y nervioso como era, la manzana de Adán en un tenso
temblor bajo la piel lastimada por la cuchilla de afeitar, las venas en
enjambre repintadas muy gruesas en el cuello y debajo del vello de los brazos.
La examinó de los pies a la cabeza, con ojos de desprecio; después le escupió
en la cara, aún con más desprecio, y le ordenó que se fuera inmediatamente de
la casa llamándola una y otra vez adúltera. Catalina, sin discutirle nada, se
limpió con los dedos la saliva que le bajaba por la barbilla, y con su voz
ronca le dijo que sí, que se iría, que no se preocupara, pero primero tenía que
terminar de planchar las camisas blancas y le faltaba todavía media docena. Él,
por toda repuesta, volvió a escupirle y volvió a la calle.
Entonces, cuando se
había ido, mi hermano y yo corrimos llorando al lado de Catalina y nos
prendimos de su combinación, pidiéndole que no hiciera caso, que no se fuera.
Ella siguió en su tarea de planchar y, mientras tanto, nos decía que no
creyéramos nada malo de ella, que no era ninguna adúltera, eran cuentos y
enredos de sus cuñadas que nunca la habían querido, pero que lo mejor era
obedecer, que todos le debíamos obediencia a mi padre aunque estuviera
equivocado, que nos portáramos bien y estudiáramos las lecciones, que nos iba a
escribir, y que no me olvidara yo de entregar las camisas planchadas en las
casas donde pertenecían, todas me las iba a dejar listas, debajo del
mosquitero.
Y ya listas todas las
camisas, se fue al cuarto a meter en una caja de avena Quaker, que sacó de
debajo de la cama, su ropa y sus cositas que tenía en el saliente de la
ventana, una polvera musical, una muñequita china de porcelana con un paraguas,
una foto suya entre pinares de cuando había ido en bus a Jinotega en un paseo,
siendo soltera. En ese mismo saliente de la ventana, mi padre manejaba, debajo
de una piedra de río, unos poquitos libros que nunca cambiaron ni dejaron de
estar allí: El Conde de Montecristo, una novela de Xavier de Montepin que
no recuerdo y un Almanaque Mundial que aún para entonces era ya
viejo, de varios años atrás.
Después, Catalina se
vistió, tranquila, silbando por lo bajo, como silbaba, a veces, cuando
planchaba, y salió a la calle cargando la caja. La recuerdo en la puerta
mirando en distintas direcciones como si no supiera para dónde iba a coger,
parpadeando como si la deslumbrara mucho el sol, y recuerdo el vestido con que
se fue, un vestido gris de tela de gro, bordado de negro en el cuello, que alguna
vez había sido de fiesta, descosido de algunas puntadas en un costado. Tenía
veintisiete años para entonces Catalina y, ya dije, el pelo tirando a rojizo,
los ojos de un amarillo claro y la voz ronca.
Eran los tiempos del
algodón. Mi padre era mecánico de tractores Caterpillar en el taller de la
Nicaragua Machinery en Masaya, y le habían otorgado un diploma del mejor
mecánico del año que colgaba en la pared, al lado de la mesa del comedor.
Ganaba muy bien, tanto como para mandarme a mí al colegio de las monjas del
Rosario y dar cada sábado fiestas en el patio que empezaban desde el mediodía.
No necesitaba Catalina empeñarse en planchar camisas, él tenía suficiente para
proveer; pero si quería seguir desarrollando su brazo de boxeador con el
ejercicio de la plancha, allá ella.
La crudeza de
carácter de mi padre la resumo hoy, no sé por qué, en su grueso cinturón de
vaqueta trabajado al buril, en el sombrero de fieltro con manchas de sudor que
no se quitaba ni dentro de la casa, y en sus botas recias, botas de trabajo,
pero siempre bien lustradas, extrañas en su brillo porque se suponían unas
botas que no debían brillar. Y sobre todo en su voz, una voz de órdenes secas
que no tenía matices, la voz con que le ordenó a Catalina salir para siempre de
la casa, después de llamarla adúltera, moliendo las palabras entre las coronas
metálicas que se entreveían cuando comía, o cuando cantaba.
Porque mi padre
cantaba boleros. Extraño, si se quiere; pero ya avanzadas sus fiestas del
sábado, mandaba a la calle a buscar algún trío; se sentaba en un banquito bajo,
delante de los guitarristas, se aconsejaba con ellos, cada vez, en el
acompañamiento, y entonaba las letras con una voz suave y esquiva, siempre sin
matices, los ojos cerrados y la mano en el entrecejo; y seguía cantando, bolero
tras bolero, aunque la gente dejara de ponerle oído, y bebiendo, después de
terminar cada canción, sorbos de un vaso de agua tibia que Catalina, por
órdenes suyas, le ponía al lado, en el suelo.
Nunca puedo
imaginarlo cantándole boleros a Catalina, sin embargo, ni acariciándola en la
oscuridad, o quitándole alguna prenda de vestir mientras la besaba. Pero
recuerdo una tarde de un sábado que me aburría en la casa y entré de pronto al
dormitorio de los dos, en busca de nada; saltó él de la cama, desnudo, y se
quedó sentado en el borde, encogido, sin darme la cara, mientras Catalina,
desnuda también y bañada de sudor, se cubría hasta la cintura, sin quitarme la
vista, recogiendo la sábana con extremo cuidado como si tratara de entrar en
ella sin que yo me diera cuenta, mientras con su voz ronca, más enronquecida
aún, me pedía que saliera.
Tampoco lo recuerdo
haciéndome alguna caricia a mí, ni me recuerdo sentada nunca a la mesa junto a
él. Se ponía a comer con mi hermano al lado, y ya cuchillo y tenedor en mano
pasaba revista al plato, dividiéndolo luego con una señal de los cubiertos en
cuatro partes iguales, como un campo de batalla, para empezar entonces su
acometida, masticando de manera meticulosa y reflexiva y mirando de nuevo la
comida antes de emprender cada bocado, sus ojos hostiles vigilando alrededor
para prevenir cualquier interrupción.
Mi hermano y yo
averiguamos al fin adónde se había ido Catalina. A la casa de su hermano
Noelito, el escribiente del juzgado, cerca de la estación del ferrocarril,
porque llegó un día mi tía Fula, que era la peor de todas, a decirle a mi padre
que ésa seguía en Masaya, la desvergonzada, y que en la casa de su hermano
alcahuete, Noelito, el escribiente del juzgado, que no tenía ni dónde caer
muerto, recibía al querido.
Esta Fula y mis otras
tías se daban ínfulas sociales, caminaban con paso altanero como si el suelo
tuviera que pedirles permiso para dejarse pisar, iban a misa de sombrero,
sombreros de velillo pendiente, adornados de flores artificiales, y anteojos de
sol, que no se quitaban dentro de la iglesia porque para ellas eso era de
grandes damas, hablaban continuamente de apellidos y riquezas, y tampoco tenían
dónde caer muertas, igual que mi tío Noelito, que siempre usaba los mismos
pantalones, muy bien remendados, con mucho primor, pero los mismos pantalones
que si eran oscuros iban perdiendo el color hasta que los años los desvanecían
por completo, y él hacía broma de aquella prueba de pobreza diciendo que así
estrenaba sin gastar porque, al fin y al cabo, con el tiempo y un pelito, de
todos modos llegaba a tener pantalones de distinto color.
Otra tarde en que
caía un aguacero muy recio, mi hermano y yo nos concertamos para subirnos
enganchados a la culata de un coche de caballos que llevaba pasajeros a la
estación del ferrocarril, y fuimos a buscar a Catalina a la casa de su hermano
Noelito. Pero ya no estaba.
Mi tío Noelito, que
usaba un cabo de lápiz detrás de la oreja porque aquel era su oficio, escribir
siempre, nos secó las cabezas con una toalla, nos fue a comprar él mismo,
remojándose, una coca cola para cada uno a la pulpería de enfrente, nos metió a
su aposento, que quedaba detrás de un biombo forrado con carátulas de revistas,
nos sentó en su cama y nos explicó que Catalina se había trasladado a Managua
con la voluntad de conseguir allá un dinero para el pasaje aéreo y así irse a
vivir a Los Ángeles, donde ya tenía asegurado un trabajo de planchadora de
cuellos y puños en una fábrica de camisas Van Heusen de unos judíos; que nos
había dejado saludos por si acaso llegábamos a verla, y que antes de irse le
había encargado comprarnos esas coca colas, de cuenta de ella. Y nos entregó el
vuelto del billete que ella le había dado para las coca colas.
Al oír aquellas
noticias, yo empecé a llorar muy bajito, mientras me tomaba la coca cola, y mi
hermano sólo me miraba, muy asustado, y después me pedía que no llorara porque
entonces él también iba a llorar.
No tiene nada malo
que lloren por el recuerdo de su mamá, nos dijo entonces mi tío Noelito; es una
mujer buena y trabajadora y estoy seguro de que apenas tenga con qué, los manda
a traer a los dos para que vayan a pasear a los Estados Unidos y quién quita y
hasta aprenden a hablar en inglés. Con esa promesa algo me consolé, y mi
hermano se puso a preguntar sobre aquel viaje como si ya al día siguiente
fuéramos a subirnos al avión.
Entonces, le pregunté
yo a mi tío Noelito, así, de pronto, si era cierto que Catalina era una
adúltera, y aunque se lo pregunté dos veces, se hizo el disimulado, y más bien
me preguntó él si me gustaba coleccionar estampillas; tenía una del volcán
Momotombo, en forma de triángulo, que era escasa. Y aunque le dije que no,
porque nada tenía que ver yo con estampillas, y lo que quería era que me
contestara lo que le estaba preguntando, fue a sacar de una gaveta la
estampilla, que me regaló, diciéndome que sería bueno que me volviera
filatélica como él. Y dijo mi hermano: ¿es filatélica, lo mismo que adúltera?
Pero mi tío Noelito, muy
atolondrado, le contestó que no, que eran palabras muy distintas; y que nos
fuéramos ya para la casa, ya había escampado, no viniera a darse cuenta su
cuñado de que estábamos allí y Dios libre. Y nos tomó de la mano y nos llevó
hasta la puerta.
No eran muchos los
hombres que se relacionaban con Catalina. Recuerdo a dos. Valentín, mesero del
Club Social que entraba con todo y bicicleta a la casa, a dejar el costal de
sus camisas blancas sucias, un costal de harina Espiga de Oro, media docena por
vez de camisas Venus, porque era su obligación atender a los socios de camisa
blanca y corbatín negro. Después de un rato se iba, manejando su bicicleta con
una sola mano, las perchas con sus camisas blancas en la otra, flameando al
viento.
Este Valentín, decía
Catalina en son de reproche y como si él no estuviera allí, ya le he dicho que
no se ponga tanta brillantina en el pelo, porque le chorrea con el sudor en el
cuello de las camisas y cuesta tanto sacar la costra de grumo que ni raspándola
con un cuchillo. Y respondía siempre Valentín: es que me tengo que ver
elegante, Catalina.
Valentín, para que
ella lo hubiera llegado a tomar como pareja de adulterio, no era ni bien
parecido ni nada. Un hombre sin gracia, común y corriente. Pero un día de Santa
Catalina, que tuvo que haberlo averiguado él en el almanaque, porque no se
celebra por lo común, le llevó una tarjeta grande, de esas perfumadas, con dos
corazones rojos de satín acolchado, que fue a entregarle hasta la mesa de
planchar sin dejar la bicicleta que hacía girar sola sus pedales mientras él la
empujaba por el manubrio. Ella, amuinada, sin alzar la cabeza, recibió la
tarjeta y la guardó muy veloz bajo las camisas lavadas. Es todo lo que
recuerdo.
El otro era Peter, el
gerente de la sucursal del Banco Calley Dagnall, que sólo usaba camisas Arrow
de mancuernillas, y eran una novedad que admiraba a Catalina las ballenitas de
plástico que traían los cuellos por debajo para mantenerlos firmes. Peter se
quedaba largo tiempo conversándole a Catalina cuando llegaba a dejar sus
camisas en un saco de lona con las marcas del banco, de los mismos que servían
para transportar billetes.
Le conversaba y le
contaba chistes de los que ella se reía mientras planchaba, reprimiendo la risa
con la boca cerrada, chistes de curas, conventos, monjas, burros, arrieros y
loras, siempre había una lora en aquellos chistes; y siempre que terminaba de
contar alguno, lo celebraba chocando las manos por arriba de la cabeza e
iniciaba un paseo por el cuarto, moviendo las caderas, como en un paso de
baile, y volvía a chocar las manos tantas veces como le fuera posible. Un día,
algo que yo no oí le dijo Peter y ella se quedó algo así como pestañeando y tal
vez llorando, y nunca volvió a aparecer Peter con sus camisas Arrow.
Eso fue todo. Salvo
que, delante de Valentín y delante de Peter planchaba Catalina en combinación y
sostén; entraban ellos y no se preocupaba de correr a ponerse nada encima,
igual que si fuera mi padre el que entrara. Y aquello de quedarse delante de hombre
extraños medio desvestida, que más bien podría ser prueba de su inocencia, mi
tía Fula lo alegaba como prueba de su maldad, lo mismo el hecho de que todas
las noches fuera sola al cine; asunto que no era su culpa, porque a mi padre le
repugnaban las películas.
Ahora tengo la edad
que tenía Catalina cuando se fue de la casa, veintisiete años; y quienes la
conocieron de joven siempre me dicen que me parezco mucho a ella. Debe ser. Por
lo menos tengo el pelo tirando a rojizo, aunque lo uso muy corto, los ojos de
un amarillo claro, aunque desde los doce años llevo lentes, por la miopía; y la
voz ronca, una voz que, según me dicen, es de tono sensual; una voz de alcoba,
me dijo alguien una vez. Me llamo, además, Catalina. Y me quedé llamándola a
ella por su nombre, Catalina, porque se fue lejos para siempre, y porque está
de por medio esa acusación en su contra de haber sido adúltera, que sea o no
cierto el hecho, me quitó también, desde entonces, la inclinación de llamarla
mamá.
Cómo será ahora Catalina,
qué aspecto tendrá, si conservará el color de su pelo o tendrá canas,
arruguitas junto a los ojos y la boca, si seguirá fumando en combinación y
sostén, si será siempre musculoso su brazo de planchar, si al fin habrá tenido
allá un amante, en el caso de que no lo tuvo aquí. No lo sé. Nunca volvimos a
verla, nunca tuvimos una fotografía suya, ni nos escribió nunca invitándonos a
pasar una temporada con ella en Estados Unidos, como creía el pobre de mi tío
Noelito: las vacaciones se les van a hacer pequeñas por tantos lugares donde su
mamá los va a llevar a pasear, conocerán al perro Lassie en persona, comerán
golosinas de allá, empacadas en celofán, y valijas nuevas, de esas de zipper,
tendrán que traer por tanta ropa americana que ella va a comprarles. Mentiras.
Me bachilleré en el
colegio de las monjas del Rosario, mi padre dio a hacer un traje entero para
llevarme del brazo, siempre de botas fuertes, bien lustradas; yo le escogí en
el almacén de Elías Frech la corbata que se puso, aunque se portó rebelde, ya
vestido, a la hora de ir yo a cerrarle el botón del cuello porque le molestaba
la manzana de adán. Y fue una de las pocas veces que lo vi reír, enseñando sus
calzaduras metálicas, diciéndome que lo dejara, que el botón le apretaba mucho
y que iba a parecer chivo ahorcado, con los ojos tan sobresalidos. Y asistió a
la ceremonia con el cuello abierto, un sombrero nuevo que compró por su propia
cuenta en el mismo almacén de Elías Frech, y unos anteojos oscuros, como mi tía
Fula. Y nunca volvió a juntarse con ninguna otra mujer. Por lo menos, ninguna
mujer que pusiera los pies en la casa.
Un día, mi hermano no
amaneció en la casa. Se fue a la clandestinidad, como se estaban yendo muchos
de su edad en Masaya, y quedó faltando en su lugar en la mesa de comer al lado
de mi padre. Él no dijo nada, ni preguntó nada, y en su aparente tranquilidad
daba a entender que mi hermano lo había prevenido de su desaparición, sólo para
no verse disminuido en su autoridad; algo muy falso, si costaba que los dos se
pasaran palabra. Y en los meses que siguieron, al terminar su tarea de comer,
sólo miraba con ojos fijos a la silleta vacía, claro que preocupado, mientras,
por largo rato, se escarbaba los dientes con el palillo.
Me matriculé en
derecho en la UCA y debía viajar todos los días a Managua, con lo que las
relaciones con mi padre se fueron haciendo más lejanas, pues apenas nos veíamos
por las noches y él con su costumbre constante de no admitirme nunca a la mesa
aunque ahora tuviera que comer solo; y así, con esa distancia, yo tampoco iba a
contarle que estaba metida en una célula clandestina y que recibía
entrenamiento en el manejo de armas. Vino la insurrección de septiembre, me
advirtieron que me buscaba la OSN, terminé asilada en la embajada de Costa Rica
y salí exiliada para San José.
En el aeropuerto,
cuando los exiliados, que éramos más de cincuenta, subíamos al avión charter en
fila de uno, lo vi desde lejos en el balcón de la terminal desierta en un
momento en que me volví por acaso, detenida frente a los agentes de la
seguridad que comprobaban mi nombre en la lista. No sé cómo habrá llegado hasta
allí, si habían prohibido la entrada a todos los familiares. No quitó un solo
momento las manos de la barandilla, no hizo ningún ademán de saludo. Pero había
venido a despedirme, por eso estaba allí bajo el sol; y desde lejos creía verlo
masticar algo entre sus calzaduras metálicas, palabras que no salían de su boca
cerrada, o acaso sólo masticaba sinsabores.
Llegó el año de 1979.
Entonces, en plena ofensiva final, mataron en combate a mi hermano, integrado a
las fuerzas del Frente Sur que avanzaban desde la frontera con Costa Rica en
busca de tomar la ciudad de Rivas. La columna logró recuperar el cadáver y lo
enterramos en el panteón del poblado de La Cruz, del lado costarricense. Y
entonces, llamó Catalina.
Fue al día siguiente
del entierro. No se cómo habrá averiguado mi teléfono si en aquella casa de
Curridabat vivíamos tantos escondidos tras seudónimos, y nos cambiábamos,
además, de domicilio tan a menudo. Pero llamó. Te llaman por larga distancia,
me dijeron. Yo estaba acomodando medicinas, vendas, gasas y esparadrapos en una
caja, la última de un lote que debía salir esa mañana para el Frente Sur.
Quién, pregunté. Dice la operadora que de Los Ángeles. Y corrí al teléfono.
Catalina llamando a Catalina. ¿Es usted Catalina? Catalina, aquí está Catalina
en la línea, adelante. Y esperé. Fueron segundos, muy largos. Adelante, dijo
otra vez la operadora, y hubo un nuevo silencio.
¿Cómo sería su voz?
¿Sería aún más ronca que antes?
No pude saberlo
porque lo que escuché fue un llanto que empezaba, una explosión lejana, un
fulgor, un derrumbe, una polvareda de llanto, y yo también empecé a llorar como
si todos aquellos años no hubiera hecho más que acumular mi carga de llanto
para esperar la llegada de aquel momento en que tendría que responderle,
llorando, llanto con llanto, y llorábamos y ninguna de las dos dejaba de
llorar, y sólo nuestros sollozos en pugna que crecían, buscaban sosiego y después
volvían a irrumpir con violencia desconsolada, podían percibirse a los dos
lados de la línea, un llanto acercándose y otro llanto alejándose, uno que
venía y otro que se iba para encontrarse, rechazarse y volver a encontrarse
otra vez.
Era tanto tiempo,
tantos años, había tantas cosas que decirse, buscar entre las dos, Catalina y
Catalina, aquel hilo roto desde la tarde que la había visto por última vez en
la acera, el viejo vestido de fiesta descosido en el costado, con la caja de su
ropa en la mano, sosteniendo el cordel del amarre, tenso, entre los dedos, sin
acertar a decidir dónde dirigirse, cegada por el sol; contarle, al menos, como
si hubiera sido una cosa de ayer, que mi tío Noelito había cumplido con el
encargo de comprarnos las coca colas con el dinero que ella le había dejado, y
que me contara ella si se había marchado a Managua con su amante porque era una
adúltera, o es que no tuviste nunca ningún amante y no fuiste una adúltera,
mentía mi tía Fula, la muy engreída, mentían todas esas tías venenosas,
enganchados en la culata de un coche fuimos a buscarte, desvalidos los dos en
aquel aposento, remojados de lluvia, temblando de frío, no debía llorar yo para
que no llorara mi hermano que me decía: voy a llorar, hermanita, tuvo que haber
muerto él para que llamaras por fin, Catalina, qué te costaba, qué te hiciste
todo este tiempo, ni una carta tuya, ni una línea, ni una razón, jamás nos
mandaste una foto, me pusieron anteojos de miope, cumplí quince años, tuve mi
fiesta, me bachilleré, se fue a la guerra mi hermano, yo me vine al exilio, a
él lo mataron, cayó rescatando a un compañero herido bajo el fuego de los
morteros en la colina 55, yo me he puesto luto, le pusieron su nombre a la
columna guerrillera, ahora uso muy corto el pelo, qué te costaba comunicarte
con nosotros para decirnos si estabas viva, iba a decirle yo con mi voz ronca
aún más ronca por el llanto apenas dejáramos de llorar pero aún lloramos
bastante rato todavía.
Y cuando, tanto
tiempo después, al fin nos sosegamos, sorbiendo las dos el llanto, vino otro
silencio; y, allá, en la distancia, desde muy lejos, oí decir:
–Catalina, Catalina.
¿Está allí?
–Número equivocado
–dije yo. Y colgué.
Managua,
diciembre de 1994 / abril de 1995.
(Catalina y Catalina, 2001)
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