Sergio Ramírez Mercado
Por su afición a las bestias de silla, a
las partidas de caza y a las revistas militares en cabalgadura, S. E. fue
adquiriendo poco a poco la costumbre de realizar todas sus tareas desde la
montura y con el tiempo prefirió no bajar ya más del caballo.
De manera que entraba a su despacho
montado y su rastro era de estiércol sobre los pisos de mármol; junto a su
escritorio se dispuso un pesebre y pronto las jáquimas y los cabezales fueron
vistos sobre las alfombras; las albardas sobre las consolas; y en las capoteras
toda clase de riendas y aperos. El sudor de S. E. era uno con el de su bestia.
La situación era difícil para las damas
que debían ayuntarse con él en ancas, o sufrir al caballo y al caballero, cuando
llevaba las cosas al límite de la perversión. Pero el amor se hacía por igual
sobre el forraje que sobre las sábanas y en la alcoba presidencial se
escuchaban de la misma manera los relinchos y los suspiros.
Más tarde, Su Excelencia comenzó a
dormir montado y a defecar desde tal elevación; a las inauguraciones y a los
banquetes iba también caballero. En este último caso se producían muchos
inconvenientes pues el caballo metía las narices entre los platos y resoplaba
sobre la sopa, importunando también a las señoras a quienes lamía los escotes.
Los ministros eran recibidos en la sala
de audiencias a pie, pues no precisaban de caballo; a los embajadores, por
protocolo, se les obligaba a entrar montados y presentar sus cartas
credenciales de montura a montura. Y en la República, los ciudadanos se sentían
a mecate corto.
Pronto la casa presidencial fue mitad
cuadra y mitad palacio. La Primera Dama se paseaba en una yegua por los
jardines y desde su asiento cortaba las rosas perfumadas, siendo pronto imitada
por las otras cortesanas, que un día aparecieron también al trote. Los criados,
desde sus propias mulas, se encargaban de ahuyentar a los garañones, que
aprovechando la confusión se introducían en las recámaras, en tropel sonoro.
Siguiendo el ejemplo de palacio, las
gentes de cierta educación y recursos, impusieron la costumbre de manera
general en el país, como timbre de distinción.
Al fallecer S. E. un día aciago,
erigirle una estatua fue simple tarea de disecarlo, con todo y caballo.
(Tropeles y
Tropelías, 1971)
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