Fernano Silva
Había
amanecido sin lluvia, pero el tiempo estaba puesto y seguía nublado. Nadie había
en la calle, sólo un perro que olfateaba las puertas y algunas gallinas que roscaban las basuras que dejan las
corrientes.
El muchacho se había
sentado en las graditas de la acera y
se arrecostó a la baranda. Bostezó y estiró los brazos con lentitud. Con
los pies empezó a jugar distraído, remolieando el talón sobre la tierra y
restregando los canutos de la grama que empieza a brotar. Pensaba en
nada. Se rascó con la mano una oreja y allí se quedó mirando el río y el viejo muelle.
Al rato se levantó y se acercó a la orilla del río, cogió una piedra y la tiró
largo cuando en eso vio venir un bote con un hombre que traía puesto un sombrerote
y venía remando ligero.
-¡Eih! -le gritó
el hombre- no es prohibido arrimarse
aquí?
-¡No! -le
contestó el muchacho y se le acercó. El hombre no traía nada dentro del bote y
el muchacho le quedó viendo los pies blancos y arrugados de frío.
-Y de dónde se
la trae? -le preguntó el muchacho.
-De por ai! -le
respondió el hombre.
-De los guásimos?
-No. De más
arriba de Quebrada Vieja.
-Y qué anda
haciendo por aquí?
-Ando buscando
al Comandante -le informó el hombre muy serio.
-Yo soy hijo de él
-le explicó el muchacho -él es mi papá -le agregó.
-Ajá -dijo el
hombre sin darle mucha importancia. Se apartó a un lado y amarró el bote en un
poste de la orilla, se limpió las manos sobre el pantalón y volvió donde el muchacho.
-Y dónde está tu
papá? -le preguntó.
-Está dormido
todavía -le dijo el muchacho.
-Andá
despertalo, pues.
-No le gusta que
lo despierten.
-Es que es
urgente -le explicó el hombre.
El muchacho lo
quedó viendo pensativo y se volvió a fijar en los pies arrugados del hombre.
-Lo vas a ir a
llamar? -le dijo el hombre.
–Bueno pues
-dijo el muchacho, resolviéndose.
El viejo Comandante
ya se había levantado y estaba en el lavamanos rasurándose.
-Ahí lo buscan
-le dijo el muchacho.
-¿Quién es? -le
preguntó el viejo- ¡Tan de mañanita comienzan a fregar! y por qué no le dijiste
que estaba acostado?
-Es que dice que
es urgente. Ah, bueno pues. Que me espere un ratito, que ya voy -le dijo el
viejo, y siguió rasurándose.
***
-Buenos días
-dijo el hombre, entrando-
El Comandante se
ladeó un poquito para verlo por el espejo.
–Buenos días -le
contestó y siguió rasurándose.
El hombre se
quedó parado donde estaba y el viejo se agachó sobre la pana de agua para
quitarse el jabonado, después se inclinó o un lado a coger lo toalla.
-¿Qué se le
ofrecía? –le preguntó mientras se secaba.
-Pues es que
aquí vengo a entregarme -le dijo el hombre.
-¡A entregarse! –exclamó
el viejo sorprendido. Cogió la pana y se vino a botar el agua a fuera. El hombre
lo siguió con la mirada.
-Es que anoche maté a uno -le explicó.
-El viejo puso
lo pana a un lado.
-Anoche qué ?
-le preguntó pasándose la mano por la barba.
-Anoche maté a
uno -repitió el hombre.
-Ajá -dijo el
viejo sin saber que hacer- y adónde fue eso?
-En Quebrada
Vieja.
-Quebrada Vieja
queda después del Grillo? –le preguntó el Comandante con naturalidad, y como recordando
el lugar, siguió.
-¿No es de ahí
de donde son los Ramírez?
-Si -dijo el
hombre- Alcibíades y Fermín Ramírez.
-Y el viejo don
Lolo deme razón?
-Pues, ahí está
don Lolo -dijo el hombre tranquilo.
-¡Ah, don Lolo,
buen amigo mío, sabe? –dijo el Comandante y se quedó un rato pensativo y Ud cómo
se llama? -le preguntó.
-Manuel Boza -le
contestó.
-Entonces
siéntese aquí.
-Y le señaló una
silla.
El viejo dio lo vuelta
y se dirigió a la cocina.
-Ya va a estar
eso? -preguntó.
-Dentro de un
ratito -le dijo la cocinera- sólo faltan que estén los plátanos.
-Y qué no hay
tortillas?
-No -dijo la
cocinera- no echaran donde las Menas.
-¡Vaya pues! -exclamó
el viejo y regresándose donde la cocinera, le dijo- Ve, freite unos dos huevos más
para un hombre que está ahí.
-Si señor -le
respondió la mujer.
Después de un
rato pusieron lo mesa. El viejo Comandante llamó al hombre a comer. El hombre se
sentó a un lado callado y se sirvió un pocillo de café. El viejo le pasó los
huevos y el hombre ladeando el plato se sirvió, después cogió sal y la
desparramó encima de los huevos y con la punta del plátano destripó las yemas y
se fue comiendo los huevos, chupando trocito por trocito de bastimento.
- Y por qué hizo
eso? -le preguntó el Comandante.
El hombre no
contestó. El viejo le pasó más bastimento. El hombre lo miró y siguió comiendo.
-Y por qué no
cogió mejor para Costa Rica?
-Allá también
debo otra.
-Entonces para la
Barra, pues.
-También me
buscan los de la Aduana.
-Y por qué
escogió este lugar?
-No sé -dijo el
hombre- y se acomodó en el asiento.
El viejo se
levantó a traer agua de la tinaja.
-Quiere agua?
-le preguntó.
-No -dijo el
hombre- gracias.
-Ve -llamó el
viejo al muchacho- andá buscame a Alfonso. Decile que venga, que lo necesito.
El muchacho
salió por la otra puerta.
Alfonso estaba
acostado en una hamaca con una toalla enrollada en el cuello y tosía mucho.
-Decile que
estoy enfermo -le dijo al muchacho- que me
estoy ahogando del catarro y que no puedo llegar.
El muchacho se
volvió a dar la razón.
En el camino se entretuvo recogiendo caracoles verdes que se
esconden entre las matitas que cubren los charcos. En el hueco de su mano
recogía varios y después los botaba. Había unos caracoles que estaban blandos y
el muchacho los reventaba y se reía con el ruido que hacían entre sus dedos.
El sol apenas salía
en parches de luz entre la arboleda húmeda y se oía muy claro el ruido del raudal en el silencio del puerto.
En la cantina de
Los Goyos estaba el guardia todavía caído de la gran picada de la noche
anterior, estaba dormido sin zapatos y con la camisa enlodada. Una vieja que
estaba barriendo la acera lo quedó viendo y cabeceó, y después siguió barriendo.
El puerto dormía y algunos zanates chillaban en un palo de mango que quedaba cerca
de la casa.
El muchacho
empezó a apedrear los zanates y allí se quedó un rato.
Después se acordó
del mandado y se aligeró. Cuando llegó a la acera de la casa se detuvo viendo al
río que estaba lleno de neblina y en un medio claro que quedaba divisó un bote
que iba largo con un hombre que llevaba un sombrerete.
El muchacho entró en carrera a la casa.
Sentado en un
butaca estaba el viejo Comandante leyendo un periódico.
-¿Y el hombre del
sombrerete? -le preguntó el muchacho asustado.
-¡El hombre de
qué! -exclamó el viejo, dejando de leer y viendo al muchacho por encima de los
anteojos ¿Cuál hombre? –gritó.
El muchacho dio
un paso atrás sorprendido.
-¿Es que ya volviste, con tus ocurrencias?
¡Ah! -exclamó el
viejo levantándose del butaco.
-Andá comé -le
ordenó el viejo-, hace rato que pusieron el café y vos que quién sabe para
dónde cogés.
El muchacho
entró en la otra pieza, parpadeó y de
un salto se encaramó en la ventana.
Allá largo se
divisaba apenas entre lo neblina un bote que iba.
Se sentía venir un aire de lluvia. El muchacho se
sentó en la mesa y deteniéndose la cara con las manos se quedó divisando el río
y oyendo las gotas que empezaban a caer sobre el
techo de zinc.
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