21 de enero de 2016

El hombre del sombrerote

Fernano Silva

Había amanecido sin lluvia, pero el tiempo estaba puesto y seguía nublado. Nadie había en la calle, sólo un perro que olfateaba las puertas y algunas gallinas que roscaban las basuras que dejan las corrientes.
El muchacho se había sentado en las graditas de la acera y se arrecostó a la baranda. Bostezó y estiró los brazos con lentitud. Con los pies empezó a jugar distraído, remolieando el talón sobre la tierra y restregando los canutos de la grama que empieza a brotar. Pensaba en nada. Se rascó con la mano una oreja y allí se quedó mirando el río y el viejo muelle. Al rato se levantó y se acercó a la orilla del río, cogió una piedra y la tiró largo cuando en eso vio venir un bote con un hombre que traía puesto un sombrerote y venía remando ligero.
-¡Eih! -le gritó el hombre- no es prohibido arrimarse aquí?
-¡No! -le contestó el muchacho y se le acercó. El hombre no traía nada dentro del bote y el muchacho le quedó viendo los pies blancos y arrugados de frío.
-Y de dónde se la trae? -le preguntó el muchacho.
-De por ai! -le respondió el hombre.
-De los guásimos?
-No. De más arriba de Quebrada Vieja.
-Y qué anda haciendo por aquí?
-Ando buscando al Comandante -le informó el hombre muy serio.
-Yo soy hijo de él -le explicó el muchacho -él es mi papá -le agregó.
-Ajá -dijo el hombre sin darle mucha importancia. Se apartó a un lado y amarró el bote en un poste de la orilla, se limpió las manos sobre el pantalón y volvió donde el muchacho.
-Y dónde está tu papá? -le preguntó.
-Está dormido todavía -le dijo el muchacho.
-Andá despertalo, pues.
-No le gusta que lo despierten.
-Es que es urgente -le explicó el hombre.
El muchacho lo quedó viendo pensativo y se volvió a fijar en los pies arrugados del hombre.
-Lo vas a ir a llamar? -le dijo el hombre.
–Bueno pues -dijo el muchacho, resolviéndose.
El viejo Comandante ya se había levantado y estaba en el lavamanos rasurándose.
-Ahí lo buscan -le dijo el muchacho.
-¿Quién es? -le preguntó el viejo- ¡Tan de mañanita comienzan a fregar! y por qué no le dijiste que estaba acostado?
-Es que dice que es urgente. Ah, bueno pues. Que me espere un ratito, que ya voy -le dijo el viejo, y siguió rasurándose.

***

-Buenos días -dijo el hombre, entrando-
El Comandante se ladeó un poquito para verlo por el espejo.
–Buenos días -le contestó y siguió rasurándose.
El hombre se quedó parado donde estaba y el viejo se agachó sobre la pana de agua para quitarse el jabonado, después se inclinó o un lado a coger lo toalla.
-¿Qué se le ofrecía? –le preguntó mientras se secaba.
-Pues es que aquí vengo a entregarme -le dijo el hombre.
-¡A entregarse! –exclamó el viejo sorprendido. Cogió la pana y se vino a botar el agua a fuera. El hombre lo siguió con la mirada.
-Es que anoche maté a uno -le explicó.
-El viejo puso lo pana a un lado.
-Anoche qué ? -le preguntó pasándose la mano por la barba.
-Anoche maté a uno -repitió el hombre.
-Ajá -dijo el viejo sin saber que hacer- y adónde fue eso?
-En Quebrada Vieja.
-Quebrada Vieja queda después del Grillo? –le preguntó el Comandante con naturalidad, y como recordando el lugar, siguió.
-¿No es de ahí de donde son los Ramírez?
-Si -dijo el hombre- Alcibíades y Fermín Ramírez.
-Y el viejo don Lolo deme razón?
-Pues, ahí está don Lolo -dijo el hombre tranquilo.
-¡Ah, don Lolo, buen amigo mío, sabe? –dijo el Comandante y se quedó un rato pensativo y Ud cómo se llama? -le preguntó.
-Manuel Boza -le contestó.
-Entonces siéntese aquí.
-Y le señaló una silla.
El viejo dio lo vuelta y se dirigió a la cocina.
-Ya va a estar eso? -preguntó.
-Dentro de un ratito -le dijo la cocinera- sólo faltan que estén los plátanos.
-Y qué no hay tortillas?
-No -dijo la cocinera- no echaran donde las Menas.
-¡Vaya pues! -exclamó el viejo y regresándose donde la cocinera, le dijo- Ve, freite unos dos huevos más para un hombre que está ahí.
-Si señor -le respondió la mujer.
Después de un rato pusieron lo mesa. El viejo Comandante llamó al hombre a comer. El hombre se sentó a un lado callado y se sirvió un pocillo de café. El viejo le pasó los huevos y el hombre ladeando el plato se sirvió, después cogió sal y la desparramó encima de los huevos y con la punta del plátano destripó las yemas y se fue comiendo los huevos, chupando trocito por trocito de bastimento.
- Y por qué hizo eso? -le preguntó el Comandante.
El hombre no contestó. El viejo le pasó más bastimento. El hombre lo miró y siguió comiendo.
-Y por qué no cogió mejor para Costa Rica?
-Allá también debo otra.
-Entonces para la Barra, pues.
-También me buscan los de la Aduana.
-Y por qué escogió este lugar?
-No sé -dijo el hombre- y se acomodó en el asiento.
El viejo se levantó a traer agua de la tinaja.
-Quiere agua? -le preguntó.
-No -dijo el hombre- gracias.
-Ve -llamó el viejo al muchacho- andá buscame a Alfonso. Decile que venga, que lo necesito.
El muchacho salió por la otra puerta.
Alfonso estaba acostado en una hamaca con una toalla enrollada en el cuello y tosía mucho.
-Decile que estoy enfermo -le dijo al muchacho- que me estoy ahogando del catarro y que no puedo llegar.
El muchacho se volvió a dar la razón.
En el camino se entretuvo recogiendo caracoles verdes que se esconden entre las matitas que cubren los charcos. En el hueco de su mano recogía varios y después los botaba. Había unos caracoles que estaban blandos y el muchacho los reventaba y se reía con el ruido que hacían entre sus dedos.
El sol apenas salía en parches de luz entre la arboleda húmeda y se oía muy claro el ruido del raudal en el silencio del puerto.
En la cantina de Los Goyos estaba el guardia todavía caído de la gran picada de la noche anterior, estaba dormido sin zapatos y con la camisa enlodada. Una vieja que estaba barriendo la acera lo quedó viendo y cabeceó, y después siguió barriendo. El puerto dormía y algunos zanates chillaban en un palo de mango que quedaba cerca de la casa.
El muchacho empezó a apedrear los zanates y allí se quedó un rato.
Después se acordó del mandado y se aligeró. Cuando llegó a la acera de la casa se detuvo viendo al río que estaba lleno de neblina y en un medio claro que quedaba divisó un bote que iba largo con un hombre que llevaba un sombrerete.
El muchacho entró en carrera a la casa.
Sentado en un butaca estaba el viejo Comandante leyendo un periódico.
-¿Y el hombre del sombrerete? -le preguntó el muchacho asustado.
-¡El hombre de qué! -exclamó el viejo, dejando de leer y viendo al muchacho por encima de los anteojos ¿Cuál hombre? –gritó.
El muchacho dio un paso atrás sorprendido.
-¿Es que ya volviste, con tus ocurrencias?
¡Ah! -exclamó el viejo levantándose del butaco.
-Andá comé -le ordenó el viejo-, hace rato que pusieron el café y vos que quién sabe para dónde cogés.
El muchacho entró en la otra pieza, parpadeó y de un salto se encaramó en la ventana.
Allá largo se divisaba apenas entre lo neblina un bote que iba.

Se sentía venir un aire de lluvia. El muchacho se sentó en la mesa y deteniéndose la cara con las manos se quedó divisando el río y oyendo las gotas que empezaban a caer sobre el techo de zinc.

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