Sergio Ramírez Mercado
Para Alberto Fuguet, para Edmundo Paz Soldán
Hello, darkness,
my old friend,
I’ve come to talk with you again...
Simon and Garfunkel, The sound of silence
Ese juego de eliminatoria del Mundial
iba empatado a un gol por bando ya para acabarse el segundo tiempo y la pelea
seguía cerrada. La presión del onceno paraguayo se concentraba de acá de este
lado, sobre el arco nacional, porque necesitaban su gol o perecían para
siempre, mientras nosotros jugábamos a que no hubiera más goles porque era
suficiente dejar así las cosas, con empatar nos asegurábamos el boleto para
Francia, y ellos, adiós y olvido.
Sólo por un si acaso íbamos a buscar la
entrada en la cancha paraguaya en los pies del Pibe Cabriola, que tenía
instrucciones estrictas de nuestro entrenador, el doctor Tabaré Pereda,
de aguardar fuera del teatro de la pelea por un pase de fortuna.
Entonces, si le llegaba la esférica, debía correr con ella por delante,
solitario en la llanura, y perforar el arco enemigo, un segundo tanto de adorno
que sería suyo como mío había sido el primero, porque yo había metido el único
gol nuestro de la jornada, una tiro corto pero certero por encima de la cabeza
de los defensas para ir ensartarse en la pura esquina, un gol de aquellos que
ponían de pie a la gente en las tribunas como si les calentaran de pronto con
brasas vivas el culo.
Así, pues, seguía el juego, los
paraguayos sin defensas, convertidos todos en delanteros, acosándonos, y todos
los artilleros nuestros convertidos en defensas cerrando el cerco, una
fortaleza de pies, y piernas, y torsos, y cabezas, salvo el Pibe Cabriola
aguantando fuera del perímetro de los acontecimientos, según había decidido, ya
les dije, el doctor Tabaré Pereda, el entrenador contratado en Uruguay. Lo
decidió en el descanso del medio tiempo, y nos repitió sus instrucciones tantas
veces como si hiciera cuenta de que éramos sordos, o caídos del catre, para que
se nos grabara bien, nos advirtió, no quería malentendidos que condujeran a
errores fatales porque íbamos a jugarnos el destino, la vida, y el honor.
Doctor le decían los aficionados, no porque fuera médico sino por sus sabias
estrategias.
Se quedaban con su único gol y nosotros
con el nuestro, y ya estaba, el puntaje acumulado en la ronda eliminatoria nos
favorecía. De eso estaba más que claro el entrenador de la selección paraguaya,
un yugoslavo pedante llamado Bosko Boros, que no en balde se salía a cada rato
hasta la raya, vestido como para el día de su boda, de traje blanco y
corbata plateada, una flor en el ojal, anteojos de sol azules, los zapatos
pulidos igual que la calva, para animar a gritos a su tropa con ansias de
meterla en tropel dentro de nuestra portería, pero allí estaba alerta el Inti
Suárez Ledesma para rechazar a corazón partido los tiros que lograran colarse a
través de la muralla.
Pedantísimo el yugoslavo y peor que caía
en las tribunas porque nosotros pateábamos en cancha propia, el gran estadio
Mariscal Bartolomé Uchugaray de la ciudad capital lleno hasta el copete, y cada
vez que se le ocurría salir al campo en uno de sus impulsos desesperados,
la silbatina le reventaba los oídos. Era por nosotros, los de casa, por
supuesto, que aullaban de entusiasmo las manadas de hinchas, para nada abatidos
por el desvelo tras hacer colas desde la medianoche, desplegaban sus banderas
dando saltos como endemoniados, las caras pintarrajeadas con los colores
patrios, y de ese entusiasmo recogíamos nosotros las energías cuando parecían
faltarnos, sudando la pura sal porque agua en el cuerpo no nos quedaba, si
chapoteábamos charcos de sudor en la grama.
Y faltando a lo más un minuto, cuando al
fin parecía que el tiempo dejaba de ser eterno para dar paso al silbatazo
final, el Inti Suárez Ledesma desvió un disparo mortal con los puños y la pelota
rebotó por encima del palo. Corrieron los paraguayos a ponerla en la esquina
porque a ellos el tiempo se les iba como la vida, patearon el corner y por
mucho que salté no pude yo ensartar el cabezazo para mandarla lejos. Y entonces
vi que aterrizaba a los pies del Pibe Cabriola.
El Pibe Cabriola nada tenía que estar
haciendo allí, en la defensa, pero esa fue una sorpresa que no me tardó en la
mente, estaba, ni modo, y ahora sólo tenía él que despejar la bola para
enviarla a saque de banda y moría ya todo, adiós mis flores muertas, en lo que
la traían de nuevo a la raya el árbitro pitaba, pero el Pibe Cabriola se giró
mal, o fue que se resbaló, y entonces dio un taconazo, y con el taconazo la
bola salió impulsada con golpe de efecto en sentido contrario, describió un
arco hacia adentro muy cerca del palo derecho y atraída por una fuerza
magnética rebotó mansa dentro de la red y se quedó solitaria, dócil, todo en
cámara lenta según lo veían mis ojos, y ya no había ningún remedio, como en un
sueño lerdo vi a uno de los paraguayos que iba a sacarla de la red, se
arrodillaba a besarla como si fuera alguna cabecita rubia, se la quitaba otro y
salía corriendo por el centro del campo, la bola alzada sobre su cabeza como si
repartiera bendiciones con ella, y ahora todo el equipo iba detrás del premio
mayor, una lotería, lo alcanzaron, lo derribaron, y le fueron cayendo encima
como si se acomodaran dentro de una lata de sardinas, toda una locura sólo
entre ellos porque las tribunas se habían quedado silenciosas, un silencio de
cementerio abandonado del que se han llevado hasta las cruces.
El Pibe Cabriola le decían por dos
razones: Pibe porque en temporadas regulares jugaba para el Boca de Buenos
Aires, y Cabriola porque su especialidad eran las chilenas, cabriolas que
dibujaba en el aire, de espaldas a la cancha, para acertar en el arco con tiros
infalibles, una verdadera catapulta humana.
Todavía no se daba cuenta de lo que
había ocurrido, y se acercó a mí, arañando el césped con paso rápido, sucio de
tierra desde las cejas, la camiseta embebida, en busca de que yo le diera la
respuesta; y cuando la encontró en mis ojos, en lo suyos lo que vi fue el
terror, un terror ya sin nombre cuando todos los demás pasaron a su lado sin
alzar a mirarlo, como si se hubiera convertido de pronto en un fantasma
incómodo, y peor aún cuando el doctor Tabaré Pereda, que tenía un carácter como
la miel, lo rehuyó en el túnel de los vestidores, pero no por desprecio, estoy
seguro, sino por la mucha pena que sentía por él, pena por uno de sus dos
artilleros estrellas de la selección nacional. El otro, era yo.
Un error lo comete cualquiera, podía uno
decirse, o decírselo al propio Pibe Cabriola en aquel momento en que necesitaba
una palabra de consuelo. Pero era un error frente a la nación entera, frente al
Presidente de la República y todo su gabinete de gobierno en el palco
presidencial, frente a las tribunas repletas. Y allí en las tribunas el estupor
no se había roto. La gente se negaba a irse y no cesaba su murmullo, como la
lluvia que suena lejos en un cielo negro pero todavía no se ve caer. Sólo el
Presidente de la República abandonó el palco en medio del revuelo de ministros
y edecanes, abochornado seguramente, si al comienzo del juego se había quitado
el terno para meterse la camiseta de la selección. Y aún duraba el estupor
cuando ya al anochecer salimos de los vestidores en fila india para abordar el
pullman que nos llevaría al Hotel NH Savoy donde estábamos reconcentrados.
Detrás de las barreras de la policía antimotines se divisaba a la gente con sus
camisetas, sus banderas, todavía incrédula. Los policías tampoco dejaban
acercarse a los periodistas, que lanzaban las preguntas a gritos bajo el brillo
lejano de los focos de las cámaras de televisión.
El Doctor Tabaré Pereda se adelantó muy
valientemente hacia los focos, y pidió calma porque todas las preguntas se las
hacían al mismo tiempo. Pero no pudo articular palabra. Se cubrió el rostro con
las manos, inclinó la cabeza, y lloró en silencio. Esa foto le dio vuelta al
país, y quizás al mundo. La vergüenza deportiva de un extranjero noble que
lloraba por nuestra selección nacional eliminada gracias al gol de una de sus
propias luminarias.
Lo peor de todo fue la pregunta de Ruy
“El Dandy” Balmaceda, el rey de las transmisiones deportivas en Televictoria
Canal 7. “¿Y el traidor, qué se hizo?”, preguntó, blandiendo el micrófono como
si fuera una pistola cargada. Para la afición nacional, “El Dandy” Balmaceda es
la autoridad suprema, y su palabra, ley. Narra los juegos como si fuera un
diputado arengando a las galerías en el Soberano Congreso Nacional, y viste
siempre de terno de alpaca y camisas de cuello almidonado, con corbatas Armani
que nunca repite, que si no fuera por los gruesos auriculares forrados en
cuero, nadie lo creería un comentarista deportivo sino magnate de la banca
nacional.
No hubo quien respondiera a esa pregunta
porque el doctor Tabaré Pereda ya lloraba, y nosotros aguardábamos de lejos,
pegados al costado del pullman como frente a un pelotón de fusilamiento. Fue
una foto que también salió en los diarios, y en las revistas; y fue la
revista Media Cancha la que la puso en su portada con un titular
grosero: ACOJONADOS. Y quien mejor podía responder, el propio Pibe Cabriola, ya
no estaba; había sido sacado por el portón de las tribunas escondido en una
ambulancia, según el consejo del inspector Santiesteban Valdés, el encargado de
la seguridad del seleccionado: “no quiero ninguna otra desgracia, mi’jo, la
gente está serena, pero se puede poner exaltada”, le dijo. “Así que te irás en
la ambulancia, y dormirás en el cuartel, con mis muchachos, allí te llevarán tu
cena del hotel. Te pueden leer el menú por teléfono”.
Fue una medida de gran prudencia, porque
los primeros exaltados empezaban a ser los mismos jugadores de la selección;
entre dientes lo acusaban de manera amarga, sobre todo el propio portero, el
Inti Suárez Ledesma, que se sentía el más agraviado. Lo peor eran las sospechas
entre nosotros mismos, que Ruy “El Dandy” Balmaceda se iba a encargar luego de
difundir a todo el país. Traidor. ¿Qué estaba haciendo el Pibe Cabriola en el
área de la defensa, si el Doctor Tabaré Pereda le tenía un papel claramente
asignado? Así me lo repitió muchas veces por teléfono en los días siguientes el
Inti Suárez Ledesma: sí, dímelo a mí, ¿qué estaba haciendo?
Al amanecer, el estupor dio paso a un
crudo sentimiento de desgracia nacional. Las banderas ondeaban a media asta en
los cuarteles, en los colegios, en las estaciones de bomberos; hubo mujeres de
luto en las paradas de autobuses, cajeros de banco que aparecieron tras las
rejas de las ventanillas con escarapelas negras en el brazo. Hubo emisoras de
radio que pusieron al aire marchas fúnebres.
El Pibe Cabriola y yo nacimos en la
ciudad de Turimani, al pie de la cordillera. Crecimos juntos en el mismo barrio
del Santo Nombre, que llegaba hasta la calle Beato Prudencio Larraín, una
calle con una alameda de acacias al centro y un malecón de cemento bordeando el
río Lotoyo. Esa calle fue siempre de gente pudiente, con sus chalets de dos
pisos y sus jardines frontales, y marcaba la frontera con Santo Nombre.
Pero cuando se instaló en Santo Nombre
el mercado de abastos, el ruido de los motores de los camiones retrocediendo
para descargar en las bodegas, los golpes de martillo en las vulcanizadoras,
los pregones de los vendedores callejeros en el mediodía, las sinfonolas
de las cantinas a todo volumen en las noches, las pendencias de
borrachos, y los mugidos de las reses que degollaban en el rastro al
amanecer, fueron motivo para que los dueños de los chalets empezaran a
abandonarlos.
A las pozas del Lotoyo íbamos a
bañarnos, además, en pandilla, y así tenían otro motivo de ruido con las
algarabías que formábamos; pero ahora el río se secó, y en sus trechos más
desolados se ha convertido en un botadero de basura. Demolidos los viejos
chalets, en los baldíos levantaron un hipermercado de la cadena
Gigante, y el centro multicompras Metropol; y los que sobreviven han sido
transformados en tiendas, boites, heladerías y boutiques; pero de allí para
adentro, con la cordillera al fondo, el barrio del Santo Nombre donde los dos
pateamos las primeras pelotas, sigue igual.
Juntos fuimos contratados para el equipo
de primera división de Turimani, imberbes todavía. Luego, cuando nos llegó la
fama, él jugando en el Boca Junior de Buenos Aires y yo en el Colo Colo de
Santiago, hubo en Turimani la escuela Pibe Cabriola, y la clínica Cabro Aldana,
que ése es mi nombre de guerra, fotos de nosotros dos en las puertas de las
chabolas más humildes, decorando los boliches, los salones de billar, los
bares, y hasta los prostíbulos de todas las categorías. Nos querían por igual
en Turimani, nos mimaban. Fuimos primero el orgullo local antes de llegar a ser
el orgullo nacional, los dos volando sobre el césped verde y la cordillera
nevada al fondo bajo un cielo azul brillante en el panorámico de Gatorade que
se elevaba mucho más grande que los demás entre el enjambre de vallas
publicitarias en todas las encrucijadas del país ¾energía pura¾, el Pibe
Cabriola la cabellera azabache al aire, la mía cogida en una cola por
detrás ¾Gatorade de corazón con la selección.
Ahora faltaba saber qué había decidido
el Pibe Cabriola. Si se vendría conmigo a Turimani, porque al quedar
desarticulado el seleccionado nos sobraba tiempo que gastar con las familias;
si regresaría a Buenos Aires, aunque todavía faltaba un mes para que empezaran
los entrenamientos; o es que iría a esconderse en cualquier otra parte.
Pero metido en el cuartel, como un prisionero, no se podía quedar, era locura.
Mi consejo sano iba a ser que se decidiera por el viaje a Turimani, pero que se
encerrara en casa de sus viejos por un buen tiempo hasta que la pifia empezara
a ser olvidada.
Lo llamé por teléfono pero no me lo
quisieron poner, y entonces cogí un taxi y fui a buscarlo. Lo tenían recluido
en una covacha, y dos policías vestidos de paisano lo custodiaban desde fuera.
Me recibió con alivio, como si hubiera sido un condenado a cadena perpetua y yo
llevara en la mano su orden de libertad. Claro que sí, estaba muy de acuerdo en
que nos fuéramos a pasar esas semanas a la querencia, de acuerdo en que se
mantendría a buen recaudo, aunque no entendía el porqué de la precaución.
Aquel terror mortal se le había
evaporado. Todo era puro ruido, puro aire, me dijo. Que pusieran en un
platillo de la balanza sus hazañas, sus cabezazos de oro, sus cabriolas, su
marca de goles con el seleccionado; todo pesaría más que una sola cagada en el
otro platillo, la única cagada de toda su carrera deportiva. Hablaba inspirado,
como si tuviera enfrente el micrófono de la Cabalgata Futbolística, el programa
estelar de la Radio Regimiento; toda la mañana se había quedado esperando la
llamada para explicarse delante de los aficionados, sería que en la radio no
conocían su paradero.
Lo que él no sabía, porque no había
receptor de radio en esa covacha, es que los comentaristas de la Cabalgata
Futbolística se habían pasado llamándolo a su gusto el traidor, en imitación de
“El Dandy” Balmaceda. Y cuando llegaron a los quioscos los periódicos
paraguayos esa tarde, en nada iba a ayudar la portada del ABC
Color de Asunción cubierta enteramente por un titular en letras rojas que
decía ¡GRACIAS, PIBE!, y que los noticieros vespertinos de televisión enseñaron
en primer plano.
El chofer que nos llevaba al aeropuerto,
un cholo cuadrado de cara picada de acné, enfundado en una chaqueta de aviador
de la segunda guerra mundial, lo miraba de reojo por el retrovisor, con una
risita malévola que no se le apeó nunca; y cuando llegamos al aeropuerto me
preguntó cuál era mi maleta, y la sacó del baúl; pero por la maleta de él no
movió un dedo.
Lo más duro fue al llegar a Turimani.
Imagínense lo que hubiera sido aquel aeropuerto de haber ganado nosotros la
eliminatoria, carajo, y en cambio ir ahora al lado de un héroe de otros tiempos
al que no había ni quien le cargara su valija, y detrás del vidrio de la sala
de equipajes sólo las caras tristes de sus viejos queriendo fingirse
alegres, sus hermanas de anteojos oscuros como si llegaran a recibir un
muerto, los sobrinos inocentes correteando por los pasillos, y de repente va la
mamá y de su bolsa de hacer las compras saca una cartulina y la arrima contra
el vidrio, en la cartulina la foto del Pibe Cabriola y arriba unas letras
dibujadas por ella con lápices de colores, había que acercarse para poder
leerlas, TURIMANI TE QUIERE. Turimani te quiere, mis cojones. Y mis propios
viejos en el otro extremo, haciéndose los desentendidos, mi vieja sudando la
vergüenza ajena.
Cuando ya habíamos recogido las maletas
del carrusel y pasábamos por la puerta automática, sonó en el sistema de
altoparlantes de la terminal la misma marcha fúnebre que estaban poniendo todo
el día en las emisoras de radio, El dolor de la patria, que según los
libros de historia había sido compuesta para los funerales del Mariscal
Bartolomé Uchugaray. Y pendejo se quedó, como que no fuera con él, la mamá
aplaudiéndolo para desafiar a los altoparlantes, y haciendo que las hijas y que
sus nietos también lo aplaudieran.
Durante esos días en Turimani, al
principio iba a visitarlo. Pero me llamó mi agente desde Santiago para
recomendarme prudencia, no me convenía por mi cartel que me vieran más en esa
casa, ya se había filtrado en La Tercera, cuidado nos fotografiaban
juntos, los dueños del Colo Colo andaban inquietos: y decidí, por mi
bien, hacer caso. Me llamaba por teléfono, y yo nunca estaba.
Detrás de aquellas paredes tenía todas
las comodidades, antena parabólica, piscina calefaccionada, y en el fondo de la
propiedad una huerta frutal con el pico del Nevada de Natividades, el mismo que
aparece en el óvalo de la etiqueta de la cerveza Hochmeier, tan cercano a
la vista como si estuviera dentro de la huerta. Les había construido aquella
casa linda a sus padres, y hasta un taller de carpintería en el fondo de la
huerta le mandó levantar al viejo para que se entretuviera haciendo y
deshaciendo muebles con herramientas que nunca tuvo durante su vida de
carpintero de ataúdes.
Me fingí enfermo con influenza asiática
para justificar mis ausencias. Pero yo llamaba a sus hermanas, que le tenían
una adoración rayana en el delirio, y ellas me informaban de su situación. Luce
tranquilo, me decían. Parecía que el encierro no lo afectaba mucho, salvo
el aburrimiento, lógico; pateaba la pelota en la huerta con sus sobrinos, le
daba una mano al viejo con la lijadora eléctrica, y después de la cena se
pasaba moviendo la parabólica con el comando manual para pescar toda clase de
programas de televisión hasta la madrugada, tumbado en una poltrona de cuero
que le había regalado la fábrica Tu Piel de los hermanos Covarrubias,
admiradores nuestros; una poltrona para él, otra para mí.
Fueron sus hermanas quienes me dieron la
mala noticia de que había empezado a beber, ellas creían que por lo mismo del
aburrimiento. Bebía durante esas largas sesiones frente a la pantalla de
televisión, después que todo el mundo se había ido a acostar; primero cervezas
Hochmeier de lata, el reguero de latas vacías amanecía al pie de la poltrona;
pero después pisco, y whisky Wild Turkey. Y ya era peor, porque escondía las
botellas en su cuarto, y cuando las vaciaba las tiraba en secreto al tacho de
la basura.
Pasó su cumpleaños, y por sus hermanas
supe que tuvieron fiesta familiar, con pastel y velitas y todo. Cumplía
veintidós, uno menos que yo; llegaron tíos y primos y algunos otros parientes
que no podían decir que no, si había sido tan generoso con ellos, préstamos del
rey para ampliar sus viviendas, para sacarlos de deudas, deudas hasta de juego,
becas para que sus hijos salieran de la escuela pública y fueran al Colegio de
los Hermanos Maristas los cabritos, y al colegio de las Oblatas del Sagrado
Corazón las cabras.
Mi cumpleaños lindaba con el suyo. El
mío decidí celebrarlo en el Gun and Roses, un night-club que acababan de
inaugurar en la calle del Beato Prudencio Larraín, todo forrado de vinilo negro
y artesonado de aluminio, la pista de baile de planchas de acrílico transparente
y la iluminación láser. Al lado está el centro multicompras Metropol con los
cines Multiplex, y las Pizzas Hut, y el McDonald, de modo que ese sector se
llena de juvencios que desbordan el muro del viejo malecón y los bordillos de
la vereda de las acacias, por lo que muchos se sientan a plena calle, y
así en multitud se quedan bebiendo cervezas y fumando porros hasta más allá de
la medianoche, con la música estéreo de los autos y de los camperos a
todo volumen.
Y detrás, Santo Nombre. La misma
oscuridad a medias, los mismos almacenes de tejas de calamina herrumbradas, las
ferreterías, carpinterías y talleres automotrices, los restaurantes chinos
calamitosos, las galerías interiores donde viven empleados públicos de baja
laya, prostitutas, chulos, camioneros, policías rasos, cordeleros que trabajan
en el mercado de abastos. Lo único desaparecido es el degolladero de las reses,
que fue clausurado y desde entonces la carne la llevan congelada a los
expendios, en cajas de cartón. De una de esas galerías que huelen a fritos y a
letrinas, a ropa húmeda, es que el Pibe Cabriola y yo salimos un día al sol de
la gloria.
Esa noche de mi cumpleaños invité
personalmente a mi pandilla íntima, uno a uno, por teléfono, para que nadie
indeseable se me colara, les di cita en la casa de mis viejos media hora antes,
la casa que les mandé hacer en Colinas de Agramonte, y ya todos juntos
nos fuimos en caravana, yo a la cabeza al volante del Renegado descubierto
donde acomodé a cinco más. Ya la Beato Prudencio Larraín estaba nutrida a esa
hora y los juvencios se levantaban al reconocerme para darme paso, entre gritos
de sorpresa se desbocaban a besarme en la boca las juvencias como forma de
felicitarme, sabían de mi cumpleaños porque había salido en los diarios y me
habían dado serenata en los programas deportivos.
Eran las diez cuando entramos
al Gun and Roses, colmado de no poder dar nadie un paso. Y ya nos
llevaba la camarera disfrazada de Madonna a la mesa reservada en uno de los
mezanines, cuando lo descubrí en la barra, solitario en una banqueta, de
espaldas a la pista de baile, la larga cabellera azabache suelta sobre los
hombros. Era de notar, porque las bandadas que iban y venían le pasaban de
lejos, como olas encabritadas que se congelaban en el aire por no tocarlo.
A pesar de todo era mi cumpleaños, y yo
no estaba esa noche para prohibiciones. Les dije a los de la pandilla que
siguieran a la Madonna y fueran a sentarse, y me le acerqué. Seguramente me
descubrió reflejado en el espejo del bar porque se volteó hacia mí sonriente,
con cara bobalicona, el vaso cargado de whisky rozándole los labios. Se bajó de
la banqueta y me abrazó, enzarzándose en esos discursos a media lengua de
los borrachos. Me reprochó que lo hubiera abandonado, aunque me daba al mismo
tiempo la razón, no me convenía que me vieran con un apestado como él, y yo le
protesté, estás loco, huevón, mientras él mantenía sus brazos en mi cuello. No
se me olvida que sonaba una viejita de Simon y Garfunkel, The sound of
silence.
Alcé la voz tratando de hacerme oír por
encima de la música, y le pregunté hasta tres veces si es que andaba solo, al
tiempo que buscaba alrededor para ver si descubría a algún acompañante; pero en
mi exploración lo que encontré fueron rostros ajenos que lo vigilaban de lejos,
a mansalva, con cautela agresiva, miradas que me apartaban a mí como si yo
fuera un estorbo en aquel espacio vacío donde sólo podía estar él, íngrimo,
despojado de toda compañía, y al fin me dijo, con sonrisa amarga, babeada, que
no andaba con nadie, quién querría andar con él. Se había escapado, y se rió de
manera idiota, se había escapado de la vigilancia de los viejos, se había
salido por el muro trasero de la huerta, los viejos que a estas horas estarían
alarmados, viendo como averiguar, dijo, sus hermanas lanzadas a la calle,
buscándolo. Porque estaban de por medio las llamadas.
¿Llamadas? Las llamadas de amenaza,
ahora me amenazan de muerte, el teléfono ha repicado hoy toda la tarde, se
encogió de hombros. Y de pronto me agarró por las orejas y yo lo agarré por las
orejas y nos quedamos mirando muy de cerca, como hacíamos en plena cancha
cuando uno de los dos había metido un gol, te invito a un trago, por tu
cumpleaños, me dijo, a pesar de que no quisiste venir al mío, y abatió la cabeza
sobre mi hombro y sentí que la baba de su boca, y sus lágrimas, me
mojaban la playera.
Cómo va a ser eso, le dije, y busqué
sonreírle. Pues eso, hermanito, que me van a matar. ¿Por el gol aquel?, le
pregunté, queriendo ponérsela lejana. ¿Pues te parece poco? Me están queriendo
matar desde que ocurrió, y yo volví a sonreír, pendejo que eres, le solté las
orejas, y fue como si soltara una cabeza sin vida. Pendejo que eres, maricón de
mierda. Tomemos un trago, a tu salud y la mía. Y le pedí al barman dos whiskies.
El barman colocó con golpes secos los
vasos sobre la plancha, acercó la botella de Wild Turkey, vertió dos medidas en
cada vaso, y se agachó para sacar el hielo con la paletilla. Fue a la caja,
marcó en el teclado, y rompió en pedacitos la nota que tiró a una papelera
invisible bajo el mostrador. Supuse que se había equivocado y que imprimiría
otra vez la nota, y entonces le dije que yo pagaría por todo, por esta
ronda y por lo que se había bebido antes el Pibe Cabriola, que me diera a mí la
cuenta, y le extendí mi tarjeta de crédito.
Él me hizo un breve gesto de que no, y
pasó su mirada sobre el Pibe Cabriola que sentado otra vez en la banqueta había
doblado la cabeza sobre la plancha. Cortesía de la casa, me dijo con gravedad,
y no sin cierta misericordia. Todo lo que él se ha bebido esta noche, desde que
entró aquí, y lo señaló con un gesto de los labios, es cortesía de la casa. Y
desapareció de mi vista, ahora azorado, para atender a otros clientes.
Ya vengo, le dije al Pibe Cabriola, que
farfullaba palabras que no entendí, o ahora sé que entendí: todo el trago que
yo quiera es gratis porque ya ves, mi hermano, me van a matar. Ya vengo,
voy a avisarle a los muchachos que estoy aquí contigo, le dije, pero más bien
iba a advertirles que debía ausentarme por un rato. Tenía que sacarlo de allí,
llevarlo a su casa, entregárselo a sus viejos.
Cuando volví al bar, ya no estaba en la
banqueta. Me costó trabajo abrirme paso porque ahora el gentío se había cerrado
sobre el espacio congelado antes a su alrededor, como si el hueco jamás hubiera
existido, como si el Pibe Cabriola bebiendo solitario jamás hubiera existido.
Quise preguntarle al barman pero trajinaba en el otro extremo de la barra, y de
alguna manera sentí que no me quería dar la cara.
Cuando la puerta forrada de vinilo negro
se cerró tras de mí, los ruidos del Gun and Roses quedaron atrapados
dentro y me encontré con los de la calle bulliciosa, los parlantes de los
vehículos atronando en la noche sin estrellas y el eco profundo de los
instrumentos de percusión como latigazos sobre el rumor de conversaciones
dispersas, gritos y risas, y el humo de los cigarrillos como una niebla que
subía del río ya seco. Lo busqué al Pibe Cabriola entre tantos rostros
despreocupados hasta donde alcanzó mi vista, pero de alguna manera sabía que la
Beato Prudencio Larraín no había sido su rumbo, sino los callejones perdidos
del Santo Nombre donde habíamos pateado por primera vez una pelota de trapo.
Giré hacia la oscuridad de un callejón
de bodegas cerradas con cadenas, en lo alto la silueta de un tanque de agua
sobre una torre de fierro, las láminas de calamina que sonaban desclavadas en
los techos como un batir de alas de animales viejos, los almacenes enrejados
como crujías, y el tufo a basura de los tachos volcados que revolvían los
perros y venía de lo profundo como de un túnel que se bifurcaba y se repartía
en otros callejones que eran como otros túneles.
Oí entonces pasos que se alejaban a la
carrera en distintas direcciones, y lo descubrí tirado en la acera bajo las
luces de neón mortecino de una farmacia cerrada, y corrí, hubiera querido creer
que se había desplomado borracho, me arrodillé a su lado y palpé la sangre en
su rostro y en su camisa, la cabellera azabache se le habían quitado a
tijeretazos, o con navaja, abriéndole surcos y heridas, un corte en una oreja y
un tajo profundo en el estómago donde la sangre se aposentaba y se hacía más
negra, los ojos de vidrio y la boca abierta en una sonrisa para siempre
inocente.
Managua,
enero/diciembre 1999.
(Catalina y Catalina, 2001)
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