7 de enero de 2016

Kalimán el magnífico y la pérfida Mesalina

Sergio Ramírez Mercado

a Luis Rocha

Todo empezó un mediodía de abril cuando oí dentro de mi cabeza aquellas voces extrañas queriendo comunicarme sus mensajes. Entonces yo trabajaba de tipógrafo, el único oficio que había conocido desde niño. Aturdido por el desconcierto me desmayé, arrastrando en mi caída el chibalete. Los tipos de bronce se desparramaron por el suelo y tuve que pasar la tarde entera reponiéndolos en las cajas.
   
–Será de hambre que te desmayaste –me dijo lleno de lástima José de Arimatea, el prensista, que había corrido en mi auxilio al oír el desbarajuste.
   
Y era cierto que no había desayunado esa mañana, como tantas otras mañanas en que me presentaba a la tipografía con el estómago vacío. Eran siete bocas las que tenía que alimentar para entonces, porque mi mujer quedaba preñada con una sola de mis miradas, aunque fueran miradas inocentes. Por lo menos, era lo que yo creía en aquel tiempo.
   
Traté de explicarle a José de Arimatea que el hambre no era la causa de mi desvanecimiento, sino que aquellas voces habían entrado en tropel tan desenfrenado en mi cabeza que mi mente no había podido soportar la impresión de semejante novedad.
   
–Así es el hambre hermano –insistió él. Te hace oír voces y ver visiones. Es lo que les pasaba a los santos ermitaños.
   
Ya repuesto del susto, y mientras me dedicaba a recoger los tipos para devolverlos a las cajas, leyendo con paciencia las ínfimas cabecitas según cada letra, las voces volvieron a dejarse oír, ya más sosegadas.
   
En adelante, me explicaron que ellas iban a concederme la gracia de la adivinación. Pero mis poderes no iban a tener que ver con el número premiado de la lotería ni con enterramientos de tesoros, sino con las perfidias de amor, las pasiones infieles y los ardides del corazón.
   
Yo debía ir por el mundo desengañando a aquellos que, víctimas inocentes de conspiraciones traidoras, ignoraban las viles tramas que llenaban de sombras malignas sus vidas. Ellas iban a dictarme nombres, escondites de cartas comprometedoras, sitios clandestinos donde se consumaban las traiciones.
   
Identificaría a las mujeres adúlteras, descubriendo en sus rostros las huellas del pecado que nadie más que yo percibiría; y aún antes de enfrentarlas, las voces, convertidas en gemidos de angustia, me advertirían de su odiosa presencia, así como me revelarían el sino de los hombres engañados con sólo verlos levantar la cortina al entrar en mi consultorio.
   
Porque aquella misma tarde decidí abrir mi consultorio de adivino y abandonar el oficio de tipógrafo. Una vez que terminé de reponer en las cajas los tipos, como despedida compuse la papeleta que Juan de Arimatea, incrédulo aún de mis facultades, y burlesco como siempre, imprimió en tinta ciclamen, según mis indicaciones.
   
–Ese oficio de andarte metiendo en las vidas ajenas te va a costar caro –me advirtió.
   
Pero yo no estaba para detenerme a oír consejos que no fueran los de las voces aliadas. Le robamos al propietario de la imprenta media resma de papel celeste, del mismo que servía para imprimir los programas de los circos. El nombre de adivinador que escogí, “Kalimán el magnífico”, lo puse en el encabezado, en tipos de fantasía, y debajo, la dirección de mi casa en el barrio de Campo Bruce, el único sitio donde podía abrir mi consultorio, pese a todas las inconveniencias del caso.
   
El propietario de la imprenta se dio cuenta del robo a la mañana siguiente, cuando ya decidido a emprender mi nueva vida de adivinador me presenté en el taller a reclamar mi liquidación, confiado además en poder llevarme los paquetes de papeletas que José de Arimatea ya tenía traspuestos en el cajón de los desperdicios de papel.
   
Al propietario, don Nicomedes, lo llamábamos a sus espaldas “Basilisco”, dado su carácter sulfuroso, y ya pueden imaginarse el respeto forzado con que José de Arimatea y yo lo tratábamos. Muy receloso en el control de los materiales, contaba las resmas de papel todas las mañanas, y al notar la falta nos puso en confesión.
   
Como no lograba sacarnos nada, se dedicó a registrar todos los rincones, y ya iba directo al cajón de los desperdicios, cuando las voces se presentaron en mi auxilio. Urgidas, me aconsejaron que debía revelarle el amargo secreto de que su hija de catorce años iba a fugarse con un hombre casado.
   
En lugar de mostrarse agradecido, como era mi esperan­za, más violenta fue su furia. Enardecido por mi atrevimiento abandonó la búsqueda y corrió a su escritorio a sacar de la gaveta una pistola con la que me apuntó, decidido a matarme. Maldije entonces las voces, y como después va a quedar patente, no iba a ser la única vez que habría de maldecirlas.
   
Pensé que me había quedado para siempre sin habla, mientras esperaba mi fin, pero las voces hicieron el milagro de que me salieran las palabras para decirle, en un balbuceo, que buscara la carta del malhechor en el bulto escolar de la niña, metida entre las páginas del libro de gramática de G. M. Bruño. Mientras tanto, José de Arimatea, acobardado, se había pegado contra la pared.
   
“Basilisco” me insultó otra vez, pero ya había cierto asomo de duda en su semblante.
   
–Caminá –me ordenó.
   
Y poniéndome el cañón de la pistola en las costillas, me hizo atravesar la puerta que separaba su vivienda de la tipografía.
   
La niña estaba por irse al colegio, y hoy que me acuerdo de la trampa que le había tendido mi portento a la pobre criatura, aún siento lástima por ella; aunque en aquel momento de angustias ni lástima de mí mismo tuve tiempo de sentir. La niña, de pie junto a la mesa del comedor, ya el bulto a la espalda, donde permanecía escondido el cuerpo del delito, bebía su café soplando a cada sorbo la taza enlozada.
   
“Basilisco” obligó a la niña a entregarle el bulto y la mandó a encerrarse en el aposento, entre los llantos y reclamos de la esposa y de la criada, a las que también ordenó alejarse, mientras seguía sonando a todo volumen el tocadiscos que la señora ponía desde la hora del desayuno con su canción preferida del Trío Los Panchos, Flor de azalea.
   
Apuntándome con la pistola me hizo abrir el bulto y desparramar los libros y cuadernos sobre el piso, hasta que de entre las páginas de la gramática salió a volar la carta perfuma­da. Las voces, mientras tanto, se trocaron en risas chabacanas, celebrando no sé si mi desdicha o mi primer éxito de adivino.
   
“Basilisco” la leyó, con la cara descompuesta, y ya no fue a mí a quien quiso matar sino a José de Arimatea, porque era él el firmante de la propuesta traicionera, aunque yo no había alcanzado a identificar su nombre en mí profecía. Y de más está decir que “Basilisco”, blandiendo en alto la pistola, corrió hacia la tipografía en su busca, sin encontrarlo, de más está decirlo también, porque al no más verme desaparecer cautivo por la puerta, manos arriba, José de Arimatea había emprendido la fuga en su ropa de fajina, dejando colgada en el clavo del tabique su mudada catrina. José de Arimatea, en la calle, era el catrín entre los catrines, un enamorado empedernido vestido siempre de blanco, la concertina en la bolsa trasera del pantalón, que sacaba siempre en auxilio de sus lances.
   
Y mientras yo me quedaba dentro de la casa, los ojos apretados para saber lo que las voces tenían que ordenarme, y cabe decir que se obstinaron en callar, mi ensayo de trance fue roto por los disparos que sonaron desde la calle. Di por muerto a José Arimatea, equivocación que compartió la esposa de “Basilisco”, porque corrió como una loca, en camisón, atropellando los muebles.
   
–¡Me lo mataste, cobarde, me lo mataste! –gritaba en desafuero mientras alcanzaba la puerta.
   
Revelación que tampoco me había sido dictada por las voces, así serían otras veces de veleidosos mis poderes. Armándome de valor, yo corrí tras ella. Pero no había matado “Basilisco” a José de Arimatea, sino que, furioso al no encontrar rastros suyos en la calle, se había contentado con descargar su pistola al aire, espantando a los zanates que rondaban los aleros.
   
Por lo visto, la fatalidad perseguía a aquella casa. Las voces aparecieron, otra vez entre risas sofocadas, para recomendarme que mejor me alejara cuanto antes del lugar de los hechos, no sin antes insuflarme el valor suficiente para penetrar en la tipografía, que había quedado desierta, en el afán de recoger los paquetes de papeletas.
   
Así lo hice, aprovechando el momento en que “Basilisco”, a falta de tiros, forzaba del pelo a la infiel para arrastrarla de vuelta a la casa; y ya adentro, todo fue un estrellarse de sillas y quebrar de trastos, la primera víctima de aquel mar de destrozos: el tocadiscos mismo, que calló para siempre, lanzado violentamente al piso. Mientras tanto, yo me fui, cargando en la cabeza los paquetes.
   
Hasta entonces comprendí, sin que las voces me lo dijeran, el porqué de aquel eterno cantar del Trío Los Panchos, con su flor de azalea, la más amarga desesperación, que empezaba apenas José de Arimatea ponía pie en la tipografía y que no cesaba hasta que la prensa se apagaba al atardecer, cuando, a manera de despedida, él tocaba la misma melodía en su concertina, arrimándose a la puerta medianera. Y comprendí el porqué de aquellas sopas de gallina que le enviaba la enamorada, ya lejos la hora de almuerzo, cuando “Basilisco” roncaba su siesta. Sopas que, dicho sea de paso, jamás fueron para mí, a pesar de mis respetuosas cortesías para con ella. La muy pérfida no se dignaba compadecerse de mi hambre.
   
Pero aún no había descendido sobre mí el poder de la adivinación conferido por las voces, acerca de cuya constancia y fidelidad tengo, de todas maneras, tantas quejas. Y hasta ahora entiendo que si un error cometió la infiel, fue utilizar a su tierna hija como correo de las sopas. La niña, sonriente, se acercaba a la prensa llevando el tazón caliente, con el cuidado de no derramarlo, y esperaba hasta que José de Arimatea se la bebía toda, sin convidarme, mientras cuchicheaban los dos, apartados de mis oídos. Después, como despedida, le regalaba una interpretación de Flor de azalea con la concertina, ajena la madre a todos aquellos coloquios porque, seguramente, su oficio estaba en vigilar los ronquidos de “Basilisco” junto a la puerta del dormitorio, temerosa de que no fuera a despertarse antes de tiempo.
   
“Kalimán el magnífico” en poco tiempo se hizo famoso en la ciudad de Managua, capital de la República, y lugares circunvecinos. La dirección de la humilde vivienda de este servidor en el barrio Campo Bruce, pregonada en las papeletas, se convirtió en obligado punto de atracción para todos aquellos que querían saber si eran dichosos o infelices en las suertes del amor, si vivían en la verdad o en el engaño.
   
Gracias a las voces, atraje sobre mí amistades eternas por los favores concedidos, y por igual inquinas peligrosas, porque al descifrar los arcanos de la infidelidad alguien salía necesariamente perjudicado.
   
Era difícil entenderme con las voces, entre la algarabía de los críos que berreaban y peleaban, y entre los gritos aguardentosos de mi mujer que, dada a la bebida, se comportaba de manera hostil con los clientes, a pesar de que los emolumentos percibidos le reparaban beneficios, pródiga ahora en comprarse vestidos de tafetán, lápices de labios y coloretes, aunque se olvidara de mi almuerzo, enemiga como se volvió de acercarse a la cocina para no arruinar el esmalte de sus uñas, porque pintarse las uñas, que se había dejado crecer como navajas peligrosas, era una de sus ocupaciones favoritas. Si me atrevía a reclamarle, enderezaba sus inquinas contra mí, burlándose a carcajadas del turbante de seda adornado con un broche artístico, que yo había elegido como la pieza principal de mi atuendo.
   
Pero fue mi fama la que vino a rescatarme de aquel infierno. Acepté la oferta de adivinar por la radio, ya que la YNW, la muy escuchada Radio Mundial, me abrió sus puertas, dándome la hora estelar de la noche, después del reprís de El derecho de nacer. Las voces, que se mostraban molestas en aquel ambiente, no se opusieron al cambio, y más bien me felicitaron.
   
Además, La Mejoral, que patrocinaba el programa, me retribuía con cierta largueza, que superaba en mucho los emolumentos de los clientes. Antes de regresar a mi casa, casi a la medianoche, pasaba comiéndome un sandwich de jamón por el restaurante Munich, me tomaba mi cerveza; ya no perecía de hambre.
   
Como los oyentes llamaban por teléfono o enviaban sus cartas bajo seudónimo, para someter a consulta sus casos, corría menos riesgos de ser víctima de alguna venganza. Y para no tener que verle la cara a mi mujer en el día ni aguantar berridos y bochinches, me iba a los estudios de la Radio Mundial a preparar las respuestas a las cartas para tenerlas listas a la hora de empezar el programa.
   
A prudente distancia del micrófono, tal como el controlista me había indicado, leía las cartas y respondía a cada llamada que entraba por el parlante de la cabina, con aplomo y parsimonia, como si se tratara de un pastor protestante que predicara casa por casa. A usted su mujer lo engaña, busque la carta en tal sitio, se ven en tal lugar, no está en el cine, está con el otro en la pensión tal, ese hijo que va a tener tiene otro padre, desconfíe de su más íntimo amigo, no le crea a su esposa que su mamá está enferma y por eso se fue a Jinotega, cuando usted se va al trabajo el otro entra, se acuestan en su propia cama, ese collar no se lo sacó en una rifa, es regalo de su amante, ese disco de Nat King Cole que pone a cada rato, es porque le recuerda los momentos de pasión que ha vivido con él, llévela donde un sacerdote, tal vez se arrepienta, déjela de una vez por todas, ya no hay remedio para sus desvaríos, perdónela por esta vez, quiera a ese niño aunque no sea suyo, la criatura no tiene la culpa, si decide castigarla, no lo haga delante de sus hijos. Sea valiente, que si un amor paga mal, otro vendrá a reponerlo.
   
A veces, las voces se reían de mis consejos, y se permitían comentarios libertinos, pero yo estaba ya acostumbrado a sus mofas, y no me enojaba. Vivía en paz con ellas porque, al fin y al cabo, me procuraban el sustento.
   
Hasta que una noche, entró por el parlante una voz aguardentosa de mujer, que yo conocía:
   
Señor “Kalimán”, aquí le habla “Mesalina”. Soy una mujer casada, y con hijos. Desde hace tiempo, por distracción, le he sido infiel a mi esposo con varios hombres. Si los hijos que he tenido son o no son de él, que él mismo lo averigüe, para eso tiene poderes sobrenaturales. Pero ahora, ardo de pasión por un caballero muy galante, que dice que me adora, y toca muy lindo la concertina. Cuando mi esposo no está en las noches, y es que nunca está, el caballero y yo nos citamos en una pensión frente a la estación del ferrocarril. Otras veces, me lleva al cine, me lleva a bailes. Acaba de proponerme que me vaya con él para Chinandega, y que allí vamos a vivir felices.
   
Las voces, más divertidas que nunca, estallaron en un gran riserío. Yo, como era natural, me quedé helado, sin responder, mientras el controlista me llamaba la atención, golpeando el vidrio de la cabina.
   
–Aló –se oyó en el parlante.
   
–¿Cuál es entonces su pregunta? –dije al fin yo, con el puñal de la desesperación clavado en el pecho.
   
–No tengo pregunta –contestó ella–. Sólo quiero que mi esposo sepa que ya le acepté la propuesta al caballero, que ya me fui de la casa. Aquí está conmigo el caballero. Buenas noches, se despide, “Mesalina”.
   
Para colmo de todos los males, en el parlante se escuchó, antes de que ella colgara, una concertina que tocaba flor de azalea, la vida en su avalancha te arrastró.
   
–¡Puta, mil veces puta! –grité yo, remeciendo el micrófono, que se zafó del pedestal y cayó con un golpe sordo al suelo. Yo lo recogí, y seguí gritando.
   
El controlista, espantado, se lanzó sobre la consola a cerrar el switch del sonido, y a la carrera puso en la tornamesa la cuña de La Mejoral, cualquier dolor, cualquier mal, mejor mejora Mejoral.
   
Me abandonaron para siempre las voces; las muy léperas, desaparecieron de mi cabeza sin despedirse. Volví a encontrar empleo de tipógrafo en el periódico Flecha, otra vez, siempre con el estómago vacío, por tantas bocas que alimentar.
   
Componiendo una vez un artículo, me encontré en el original mecanografiado el nombre de Mesalina. Allí se explicaba que la tal Mesalina fue la esposa del emperador Claudio, una mujer licenciosa que se envanecía de haber llevado a su lecho a todos los centuriones de las legiones romanas, y tenía por gloria superar en la intensidad de sus orgasmos a las hetairas de los lupanares más célebres del imperio.
   
Qué nombre más nefasto, Mesalina. ¿De dónde lo habrá sacado la pérfida para ponérselo de seudónimo, la noche en que me llamó por teléfono para comunicarme que se iba con José de Arimatea? Si jamás leía periódicos, si en su vida había tocado un libro.
   
Las voces lo sabrán. Pero a mi cabeza, que no vuelvan nunca.

Managua, noviembre de 1991.
(Clave de Sol, 1992)

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