Sergio
Ramírez Mercado
a Elianne
Folklore (voz inglesa) es el conjunto de
tradiciones, creencias y costumbres de las clases populares, entre las que se
incluyen las danzas y canciones herencia del pasado, atribuidas al pueblo
porque sus autores se han perdido en la antigüedad o en el anonimato; y así
mismo se designa bajo la misma voz la ciencia que estudia estas materias.
Gigantona es una muñeca de muy alta
estatura que consta de una armazón de madera, o se fabrica de varas tensadas hasta
dar forma al esqueleto; ancha de hombros, frondosa de pechos y estrecha de
caderas, la briosa titanta va vestida de larga falda de colorines y blusa
estampada como una gitana muy señora de la calle, la cara de barro cocido
pintada de un rosa natural, los labios encendidos de rojo carmesí, y
pestañas de trazos de carbón rodeando los ojos que parecen sorprendidos
mientras baila moviendo sus brazos de trapo al compás insistente del tambor, lo
mismo que se mueven allá arriba sus trenzas de oro hechas de cabuya. Cabuya es
una fibra extraída de la planta llamada pita o henequén, (agave americano,
familia de las amarilláceas) utilizada en la fabricación de sacos y cordeles.
La gigantona es llamada en razón de
alabanza bajo otros nombres diversos, verbo y gracia: dama soberana de
mis amores, dama dueña de mi noble empeño, mi damita gentil y galante, mi
muy gallarda damisela, o la señora galana, mi señora donosa, mi muy digna
señorona, y así mismo la potente giganta, y la garbosa y fiera titanta, según
el placer y parecer del coplero; pero tiene ella siempre un nombre propio con
el que su dueño la bautiza una vez que ha recibido los últimos retoques de
pintura y está ya engalanada de todos sus atavíos, como por ejemplo: Rosaura,
Graciela, Flor, Matilde, Estebana.
La dama de la que aquí se va a hablar
tiene por nombre Teresa, en cuya frente el cielo empieza, y por ser de las
mejor adornadas, en lugar de una simple diadema de cartón con forro de papel de
fantasía, luce una corona incrustada de piedras refulgentes, además de vistosos
aretes de hojalatería, un collar de semillas pulidas de varias vueltas, un
brazalete surtido de monedas y numerosos anillos en los dedos, además de todo
lo que luego se dirá.
Bailante es una persona de sexo
masculino que metido debajo de las faldas de la muñeca llamada gigantona, va de
noche por las calles cuando toca en el calendario diciembre, y otros meses más
allá de la Navidad, revoleando a la imponente dama en círculos o en pases de
reverencia de ida y venida, brazos y trenzas al vaivén, todo esto al ritmo de
un tambor que acomete un compás de marcha forzada, acelerado a veces
hasta parecer un redoble de rebato que termina por sacar de sus casas aún a los
más remorosos, y prende detrás de la procesión una cauda de niños. Tal oficio
callejero puede también ser desempeñado por una persona del sexo femenino, como
va a probarse, pero se sabe que no es lo común de todos modos ver el rostro de
una mujer asomando por la ventana disimulada entre los pliegues de la falda a
la altura del vientre de la muñeca, cuando calla el tambor y el bailante
fatigado reclama algo de beber.
Para sacar una gigantona por las calles,
en alegría de la gente que sale a admirarla a sus puertas, y en demanda del
propio sustento de quienes la pasean, se necesita de una comparsa de cinco que
por fuerza de necesidad suelen ser padres e hijos, a saber: el bailante que va
dentro de la armazón y debe mover a la poderosa señora con gracia y soltura al
son del tambor, como ya se dijo; el coplero que entona las décimas en las
interrupciones del baile, saludando a los presentes con rimas floridas; el
tamborero que repica sobre el parche de su tambor con los bolillos; el Pepito,
o enano cabezón, papel que toca al más niño del grupo, para que parezca de
verdad un enano, disfrazado bajo una enorme cabeza fabricada de cartón, que
bien puede ser también una caja de embalaje debidamente provista de ojos y
boca, y así baila a la vera de la gran damisela vestido con un viejo saco de
casimir que antes fue de gala, más una fusta bajo el brazo como un jinete que
dejó olvidado en algún paraje su caballo; y por fin un suplente que entra bajo
las faldas de la giganta cuando el portador titular se siente cansado, porque
hubieran llovido las solicitudes de baile, en cuyo caso fatiga se paga con
dicha, o porque haya sido muy larga la caminata de un barrio a otro de la
ciudad capital. Managua, situada a orillas del lago Xolotlán, es la ciudad
capital de la república de Nicaragua.
Cuando se hace muy tarde y la comparsa
de artistas se encuentra lejos de su punto de partida, entonces la noble dama
debe buscar asilo para pasar la noche, como es el caso de esta historia, porque
nuestros héroes vienen andando y bailando desde algún perdedero del barrio
Domitila Lugo, en el sector oriental de la ciudad, por donde viven y desde
donde salieron al atardecer; atravesaron la Carretera Norte para pasar por todo
Bello Horizonte bordeando de cerca los muros del Cementerio Oriental, entraron
de allí a Villa Venezuela y cruzaron después por el barrio Ducualí, y ya
son pasadas las once cuando se ven en las calles de la Colonia Máximo Jerez.
Acaten ustedes que no hay casi ya gente en esas calles, lucen desiertos los
andenes, están las luces apagadas en los porches y sólo un perro les ladra furioso
detrás de una verja a los paseantes que llevan ahora su muñeca a paso lerdo
entre las sombras.
Puede ser que el asilo se le busque a la
garbosa señora en el domicilio de algún conocido, pero si no es así, porque
varían cada noche los rumbos del paseo y no por todas partes van urdiendo
amistades unos artistas callejeros como estos que decimos, sólo resta la
posibilidad de que estando abierta alguna puerta, quizás la de alguna pulpería,
dentro se divise a alguien, un alma caritativa que se prepara a acostarse, y
entonces esa alma caritativa se muestre dispuesta a consentir, tras un
parlamento breve o largo, según sea dúctil o no desde el principio su voluntad,
a que la dama entre a reposar en aquella morada, en cuyo caso será introducida
en hombros de los andariegos de la comparsa como si hubiera sufrido un
desmayado, porque sólo así yacente puede caber por una de esas puertas de casas
que no son ningún ejemplo de holgura; y entonces lo más cierto es que nuestra
airosa señora pase la noche bajo algún cobertizo donde hay trastos viejos, una
palangana rota, una jaula de gallos hace tiempos vacía, el torno de un mecánico
o el banco de un carpintero, o en todo caso la arrimen al muro del patio, que
si el vecino se levanta a orinar más tarde, se asombrará de seguro al ver
sobresalir del otro lado aquella pensativa cabeza coronada.
La comparsa se despide, mañana vendrán
por su muñeca y ése será el nuevo punto de partida del paseo; y como buses no
hay ya a esas horas, buscan entonces un taxi, si es que la demanda fue buena, o
bien deshacen el camino con pies dolientes como ocurrió aquella noche con esta
comparsa que nos ocupa, pues habían ganado demasiado poco a pesar del largo
recorrido. Fue un viaje penoso aquel de regreso hasta el barrio Domitila Lugo,
porque ya el bailante, y cabeza de la familia, se encontraba gravemente
enfermo. Domitila Lugo fue, según se dice, una combatiente guerrillera caída en
la insurrección popular de los barrios orientales contra la dictadura somocista
en 1979.
“Un bailante menos y un pleito familiar
más. Eso fue lo que quedó después del deceso de Martín Lindo Avellán, dueño de
una gigantona llamada la Teresa”, escribe Karla Castillo en la nota
titulada La herencia del bohemio, página de sucesos de El Nuevo
Diario del 16 de diciembre de 1999. “Con sus tres metros de altura,
armazón de madera y su cara recién maquillada con pintura acrílica de pared, la
Teresa es ahora la manzana de la discordia entre la hermana mayor del difunto,
de nombre Soraya, y la viuda del mismo, Amanda Suazo, más sus tres hijos
huérfanos, pues cada bando reclama el derecho de quedarse con la muñeca. Alexis
de once años, Marvin de siete, y Marina de cinco, son los huérfanos que
capitaneados por su madre intentan retener en su poder el instrumento de
trabajo de su padre Martín, quien murió tempranamente, a los treinta años de
edad, a causa de la cirrosis hepática que le causó su vida bohemia.”
Vamos a ver entonces la repartición de
papeles en el acompañamiento de esta damisela de la noche llamada la Teresa:
Martín, el fallecido de cirrosis, era el bailante; Alexis, el mayor de
los hijos, el coplero; Marvin, el que le sigue, el tamborero; Marina, la más
pequeña de los tres, el Pepito o enano cabezón; y Amanda, la esposa, bailanta
suplente por aquello de que debía meterse bajo la armazón cuando el marido se
cansaba, y sobre todo en los últimos tiempos, pues debido a su grave
enfermedad, que le empezó con debilidades y sudores, se volvió nulo en resistir
la agitación del baile. Esa vez que decimos, cuando volvían a pie a su casa a
medianoche tras dejar guardado a buen recaudo su tesoro en el patio de una
pulpería de la Colonia Máximo Jerez que aún no cerraba su puerta, vomitó por
tres veces la sangre en el pavimento.
“Desde los diez años anduvo Martín
bailando a su dama por las calles de León, pues a él le tocaba suplir a su
padre cuando se emborrachaba”, explica Amanda Suazo, la viuda. Aquel su padre,
Felipe Lindo Ubeda, murió trágicamente porque, bebido como andaba, lo atropelló
el tren queriéndose cruzar la carrilera mientras iba metido debajo de la falda
de su gigantona; y entonces Martín, por ser su hijo único recibió la muñeca
como herencia, y se vino con ella para Managua en busca de mejor fortuna.
Debido a que la locomotora no cogió al difunto de frente, la muñeca salió sin
mucho daño del percance, salvo unas roturas de la falda, y un pecho que se le
desprendió a la armazón, algo fácil de arreglar porque el busto de las
gigantonas se fabrica con jícaros.
Jícaro es el fruto del árbol del mismo
nombre (crescentis cujete), de hojas acorazonadas y flores blanquecinas,
que crece en los llanos desolados; este fruto, de forma esférica u oblonga,
tiene una cáscara de gran dureza que suele utilizarse como recipiente, mientras
la pulpa, rica e proteínas, resulta un excelente alimento para el ganado.
Para ese entonces, al ser pasada en
herencia, la formidable Teresa no gozaba de tantos atributos, ya que tenía la
cara sucia y la color apagada. Martín no sólo le reparó los daños
sufridos en el accidente que costó la vida de su padre, sino que ya puesto en
Managua la embelleció con una nueva mano de pintura en la cara, le retocó boca,
ojos y pestañas, le dio a coser una falda de crespón verde musgo y una blusa
estampada con rosas de Bengala, le adornó los hombros con un pañuelo de una seda
lustrosa llamada piel de espejo, y de las manos de un maestro hojalatero que
buscó en el barrio Don Bosco salió aquella corona refulgente de pedrería.
Si algo le reprocha hoy a Martín su
viuda, es la terca manía de llevarse a la Teresa a las cantinas cuando soltaba
la parranda como si se tratara de una mujer casquivana, de modo que en el
patio, entre las mesas de los bebedores, se podía divisar a la muñeca de
espaldas hombrunas y pechos altivos estacionada con toda seriedad, fijos en la
nada sus ojos de asombro como si oyera con escándalo mudo las groseras
liviandades de los borrachos, hasta que su dueño, una vez saciada la sed
alcohólica, volvía tropezando a su casa metido debajo de las frondosas faldas,
según la misma costumbre de su padre allá en León, con lo que era ella,
inclinándose a punto de caer, la que daba el aspecto de embriagada.
Cuando Martín empezó a sentirse peor de
salud, después de los primeros vómitos de sangre de aquella noche, ya no pudo
abandonar la vivienda, y entonces Amanda no tuvo vacilación ninguna en tomar el
camino cada atardecer para bailar ella misma a la Teresa. Sus pequeños hijos se
iban con ella, cada uno responsable de su mismo papel de antes en la comparsa.
Se trata de una mujer resistente y
decidida, dueña de movimientos enérgicos, como puede comprobarse al verla
soplar con un viejo sombrero de palma el fogón en el patio de su estrecha
vivienda. Estaba sabida de que en aquella comparsa no había ahora suplente y
que por lo tanto, suyo por entero era todo el recorrido, sin que valieran
quejas ni remilgos, aunque a veces sintiera, como dice, que se le clavaban los
pies en el suelo de puro molimiento, y la armazón de la muñeca le pesaba como
si cargara sobre los hombros un quintal de plomo; además de que el público no
consiente ningún desmayo ni desliz en el baile, porque entonces se va de las
aceras y se vuelven magras las contribuciones.
Y por fin tuvo que dejar la calle, no
debido a que la doblegara el esfuerzo, sino porque cada vez le dolía más dejar
a Martín en la soledad de la vivienda, sin amparo de nadie que le pasara el
remedio, o lo detuviera por la cabeza y le alcanzara la lata cuando le venían
las arcadas de vómito; y así decidió entregar a la Teresa en alquiler a un
muchacho serio y responsable de nombre Danilo Astorga. El trato fue un pago de
doscientos córdobas semanales, los que no se dejaron de recibir mientras duró
la agonía del esposo.
Los niños están en desventaja ante su
tía, la ya mencionada Soraya, mujer de mucha labia, modales altaneros y talante
corpulento, quien vive a pocas casas sobre la misma calle. Alega ser la única
con derecho para heredar la gigantona en disputa, ya que, de acuerdo a pruebas
en su poder, fue ella quien sufragó el costo de las medicinas de su hermano, y
no tiene impedimento en mostrar las facturas de las cuentas de la farmacia, y
más que eso, el pagaré firmado por aquel en su lecho de muerte, donde expresa:
“debo y pagaré a mi hermana Soraya Lindo Avellán los gastos incurridos durante
el transcurso de mi fatal enfermedad, con la entrega de la gigantona llamada la
Teresa, de la que soy dueño y poseedor, para que mi dicha hermana la disfrute
en legítimo uso y propiedad”. Y dice ante esto la viuda: “Esa mujer cruel
y sin entrañas ya tiene su propia gigantona, que la baila su hijo mayor de
nombre Norberto, no sé porque quiere otra a costa de la única herencia que dejó
el finado Martín mi marido a mis tiernos hijos”.
Por el momento el más confundido es
Danilo Astorga, quien por ser soltero, ajeno a obligaciones familiares, paseaba
a la Teresa en comparsa con otros cuatro jóvenes de su edad, sin saber ahora a
quién entregar el dinero que aún debe del alquiler, si a Amanda la viuda, o a
Soraya la hermana, que cuando lo veía pasar en su ronda nocturna, ya muerto Martín,
se plantaba en su puerta a reclamarle con alardes ofensivos no sólo los pagos,
sino la entrega de la gigantona, no importando que hubiera gente asomada a las
aceras en afán de diversión y no de querellas. Y no transcurrieron muchos días
sin que se presentara a la policía reclamando el decomiso físico de la Teresa,
el cual fue ejecutado.
“Esa gigantona, lástima que esté presa,
es muy popular en los barrios orientales por gallarda y bien trajeada, yo
tuve con ella mucho éxito; me ayudaba, además, que llevaba un buen coplero que
a los catorce años de edad compone sus propias coplas y también menciona
algunas del difunto” dice Danilo Lindo, quien posiblemente sea citado como
testigo ante la policía, la que a su vez decidirá a cuál de las partes debe ser
entregada la muñeca, así como el dinero que él resta en deber.
Por su parte cuenta la viuda que el
lunes pasado, sintiéndose ya en su final, Martín llamó a sus tres hijos al lado
de su camastro, y les hizo saber que les dejaba en herencia a la gigantona
ahora en litigio, la cual lleva el nombre de su propia madre, la abuela paterna
de los niños, pues se llamaba ella Teresa Avellán de Lindo, originaria del
barrio del Laborío allá en León, donde se juntó con el difunto Felipe Lindo
Ubeda. León es la segunda ciudad en importancia de Nicaragua, y es allí donde
se originó el baile de la gigantona.
Mala suerte para ella y para sus
vástagos, continúa Amanda, que nadie más escuchara de los labios del infeliz
moribundo esa promesa, pronunciada en voz muy disminuida ya que las arcadas de
vómitos de sangre lo habían despojado ya de todas sus fuerzas.
Hoy en día la gran Teresa de esta
historia permanece retenida en la estación de policía del Distrito 6, donde
recibe a diario la visita de los tres miembros de su comparsa, Alexis de once
años, Marvin de siete, y Marina de cinco, mencionados otra vez en orden de
edad, quienes hasta que cae la noche se dedican en silencio a hacerle compañía
a su dama. Junto a la muñeca fueron requisados también el tambor con sus
palillos, así como el saco de casimir, el fuete y la cabeza del enano cabezón,
o Pepito, que puesta allí sobre el piso no parece ser sino lo que en verdad es,
una caja de cartón con unos huecos por ojos, y las cejas, pestañas, patillas y
bigote pintados con anilina común.
Managua,
julio de 2000.
(Catalina y Catalina, 2001)
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